30.5.23

Podés llamarlo experiencia


Me pasa que cuando tengo infectado un dedo del pie o de la mano por haber estado jorobando quizás, arrancándome un pedacito de uña, voy a un bar y pido un café con leche. Y meto el dedo.
Me pasa que cuando me duele la espalda, cuando me quedo duro de las cervicales o cuando me mata el ciático, lleno la bañera con agua bien caliente para hacerme un baño de inmersión. Tiro, antes de meterme al agua, un tercio de una botella de whisky. Del bueno.
Me pasa que cuando alguna noche estoy con tag o con toc o tctp (tachín tapún), cuando tengo pánico o miedo del sencillo, a la muerte, al mundo en general y a los boludos en particular, pongo debajo de la almohada un pedazo de mortadela Paladini y un poco de queso parmesano o provolone, o port salut, y me acuesto a dormir.
Me pasa que son muy pocas las cosas me han permitido seguir adelante, sin importar lo que me pasa.

20.5.23

En círculos


El hombre se saca sangre, una lluviosa mañana. Es un análisis de sangre, rutina. Pero las cosas salen mal. Lo llaman al hombre, antes que el hombre se presente a buscar los resultados del análisis, a los tres días.
Lo llaman al hombre, del laboratorio. Le dicen que pase, por favor, que tienen que hablar con él. Una doctora quizás excesivamente delgada y mal dormida le comunica, al hombre, lo peor. O algo parecido a lo peor. Le dice, la doctora, al hombre, que tiene sida. La doctora habla de las contrapruebas, de los reactivos, de que hoy existe nueva medicación, no se muere más de eso, hay que adaptarse a una nueva vida.
El hombre vuelve a su casa. Vive con su mujer aunque no están casados, hace cinco años. No tienen hijos. El hombre coge, regularmente, con su mujer. Una vez por semana, y los domingos.
El hombre tira los análisis sobre la mesa, y reputea a su mujer.
–Sos una puta hija de puta –le dice. También le dice que ya no tiene sentido vivir juntos, que se va a alquilar un departamento, que no quiere verla nunca más en su vida.
La mujer va a su trabajo, al día siguiente. Pide hablar con su jefe, entra a su oficina.
Le dice la mujer a su jefe que los descubrieron, que su marido, el de ella, aunque técnicamente no es su marido, sabe todo. Que ella va a ir a hablar con recursos humanos, porque fue él, el jefe, el que la invitó aquella vez a que se quedara trabajando después de hora. Y ello no quería, no quería pero él la alcanzó con el auto, y paró el auto. Y él le había dicho que ella le gustaba tanto y ella estaba tan aburrida. Ella le hizo una felación, sexo oral, creo que así le dicen, en el auto, fueron un par de veces, hacía como tres meses o seis, y después nunca más nada. Cogieron una vez en un hotel de San Cristóbal donde el acolchado era violeta y tenía pulgas. La cosa no pasó de ahí.
Le dice la mujer al jefe que tiene el teléfono de su casa, de la casa del jefe. Que va a llamar y le va a contar todo a su mujer, a la mujer del jefe porque él, el jefe, le arruinó la vida.
El jefe, que viene mal, que viene con un trastorno de ansiedad que le mastica el corazón en treinta y tres pedazos y no da más, que no aguanta mucho a su mujer ni a sus hijos ni tener que ir a la oficina cada maldito día, se mata. Ese mismo domingo, mientras toda su familia está en la quinta en Benavidez dice que tiene mucho trabajo atrasado, vuelve al departamento de Palermo, se toma media botella de whisky y se pega un tiro en la boca con la Glock calibre .40 que compró por motivos de seguridad. Se pega un tiro sentado en el sillón del comedor, con la televisión encendida. Viendo dibujitos animados en un canal que repite programas muy viejos, los dibujitos animados que veía en la niñez y que lo hacían reír. Recuerda que los dibujitos lo hacían reír aunque no consigue recordar su risa, cómo era su propia risa cuando era chico.
Como se murió el jefe, como se pegó un tiro, me llaman a mí. Soy subgerente de casa central de Garomp Inc., y me ofrecen finalmente el cargo de Gerente General. Buen sueldo, auto, tarjeta corporativa, las delicias de la vida de ejecutivo. Cuando ya había abandonado esa ambición, cuando pensé que ya no sucedería.
Me encuentro con una piba, por el centro. Fuimos juntos a la primaria. Está divorciada, es bioquímica, usa lentes sin marco, fuma mucho. Empezamos a coger, yo ando mucho más suelto de plata, la llevo a cenar afuera, nos vamos un fin de semana a Pinamar. La pasamos bien.
–Te cuento una –me dice, mientras se seca el pelo con un toallón verde algo desteñido–. Hace poco pasó algo jodido. Le dijimos a un tipo que tenía sida y al final los análisis no eran los de él, la boluda de la secretaria pegó mal una etiqueta en el tubito. Lo tuve que llamar yo para decirle que había sido un error, que le habíamos dicho que tenía sida y en realidad no tenía. El tipo me miraba y era evidente que estaba contento, pero no podía salir del shock. Se puso a silbar. Hacía dos semanas que le habíamos dado la mala noticia y ahora le decíamos que era un error. El tipo me dijo gracias, muchas gracias, como veinte veces. Después se desmayó, le bajó la presión. Cuando reaccionó lloraba, de la emoción. Lloraba y se reía.
A la semana me llama ella para decirme que quiere tomar un café conmigo. En el laboratorio le salió que tiene sida. No entiende cómo, quizás se pinchó alguna vez con una aguja durante el trabajo. Sí, lo chequeó dos veces. Quizás en el dentista. Convendría que yo, bueno, que me haga ver.

10.5.23

Inercia


Si te parás en una esquina. Si vas al centro y te parás en una esquina. Florida y Corrientes, puede ser, Córdoba y Maipú, también puede ser, Sarmiento y Carlos Pellegrini, Alem y Paraguay, no sé, elegila vos. Si te parás y mirás, bueno, no vas a poder creer lo que ves.
Es un minuto o dos, no hace falta más. Prestá atención a los gritos, los gestos, las voces, la locura enchastrándolo todo como si algún celeste Dios hubiera decidido baldear la realidad con mermelada de durazno.
Si te parás en el medio de la tribuna de un espectáculo deportivo, o de un recital, si te parás un minuto y mirás. Mirás las caras, sobre todo las caras, las expresiones, los saltos, los gritos, la explosión de una rabia quién sabe por cuánto tiempo contenida, las ganas de aullar como un enardecido lobo, de prenderse a un culo como una garrapata, de pegarle a alguien, a cualquiera, sentir el sonido de un puño contra una mejilla, el seco tambor de unas patadas contra un riñón o un corazón, una nariz o un diente que se quiebra con un particular cri cri, la sangre sigue siendo roja.
Si te parás un domingo a la mañana, un domingo cualquiera. Vas y te parás a un costado del punto de largada de cualquier maratón, no importa si es una carrera de cuarenta y dos kilómetros, o veintiuno, o diez.
Te parás a un costado, puede ser tres o cinco cuadras delante, y los ves pasar. La desesperación en el estado más puro capaz de imaginar, el terror a la muerte que nos arroja tan lejos de lo que alguna vez creímos que fuimos, el pánico más absoluto que no se puede aplacar ni con un millón de chuic chuics, suelas de goma rezándole a un indiferente asfalto, la energía derramándose como la eyaculación de una orca (¿se dice orco?) en el medio del mar.
Por eso está muy bien que hagas cualquier cosa con tu vida, podés coleccionar pornografía ordenada por un meticuloso índice temático, podés participar de un concurso fotográfico sobre insectos de la Guinea Ecuatorial, podés lustrar el automóvil hasta que veas si lográs que tu cara de pelotudo se refleje sobre el guardabarros, podés ir a clases de gimnasia hasta que descubras que todavía no se inventó la gimnasia para que se te vayan las ganas de llorar. Podés volverte un experto en olfatear culos o vinos, podés ir a tomar café a La Mallorquina, podés ir a charlar con un monje a Nepal.
Lo que no podés hacer, lo que no sabés hacer, es parar.