Sucedía,
qué novedad, que yo andaba con ganas de coger. Por lo general, por todo lo que
sufrí de chico, por larguísimos períodos de abstinencia que comenzaron en la
adolescencia y se extienden sin dificultades en mi vida adulta, tengo ganas de
coger. Sucede que a veces esas ganas se intensifican, me aturden, me impiden
pensar en otra cosa.
Me
despertaba a la mañana con el pito muy parado, me quedaba con el labio inferior
apenas entreabierto mirando el escote de la señora que me cortaba doscientos
gramos de salame en la fiambrería, con el particular detalle que la señora de
la fiambrería debía tener unos setenta años o quizás más, cuando pasaban cerca mío
chicas que iban al colegio secundario en pollera, olisqueaba el aire para
sentir esa deliciosa fragancia a culo sin demasiado uso. Bocanadas de culo fresco.
Fui
a ver a una prostituta. No es lo ideal, por cierto, conviene por lo general
coger con alguien que tenga ganas de coger también, eso hace que todo, la
situación, se vuelva más amable. Pero sentía que si no la ponía un poco me iba
a estallar un huevo. Notaba que mis escleróticas pasaban del blanco a un marfileño
matiz, inequívoca señal que la leche me había subido a los ojos. Necesitaba
desfogarme.
Agarré
los clasificados en el trabajo, me encerré, hice un par de llamadas. Nada
original, por cierto. Arreglé para ir a las seis de la tarde a un departamento
en Marcelo T. de Alvear y Suipacha. Trescientos pesos, la chica, decía el
aviso, se llamaba Nancy.
Fui
caminando. Luego hice la parte difícil, detenerme en la entrada del edificio,
tocar el timbre bajo la despreciativa mirada de un portero, una mirada que
parecía decir ‘otro retardado más que tiene que pagar para coger’. Eso hacía
que me sintiera mal, un despreciable ser, solo, enfermo.
Pero
las ganas de coger se imponen por sobre casi todas las cosas. Las ganas de
coger pueden aparecer en medio de un velorio o después de un terremoto. Las
ganas de coger son uno de los motores del universo.
Toqué
timbre arriba, al final del pasillo, 9E. Me abrió una chica, usaba una bata de
toalla de un desteñido verde, y dejaba entrever que iba, debajo, en bombacha y
corpiño. Tenía el cabello húmedo y recogido. Morocha, no muy alta, culona, con
antropomórficos rasgos de haber nacido en el noroeste argentino.
–Hola,
¿Nancy? –sonreí, transpiraba un poco–. Qué tal, soy Mariano –dije.
Sonrió
ella también, dominaba el oficio. Me hizo sentar en un silloncito y me ofreció
un vaso de gaseosa sin gas.
Hablamos
un par de minutos, del clima, del tráfico, generalidades. Le pregunté, otra
vez, la tarifa. Me dijo, otra vez, trescientos pesos, un servicio. Saqué
trescientos cincuenta pesos y se los di. Me miró.
–Tratame
bien –dije. Siempre creí que es un noble gesto apostar a lo mejor del alma
humana. La propina, por algo que no recibiste. La propina por adelantado. No,
el mundo no se ordena lustrando a los delfines con Blem, ni impidiendo que se
hagan zapatillas con piel de culo de niños africanos. El mundo mejora dando
propina, podés ir anotando.
Fue
a guardar la plata a la cocina y volvió. Me puse de pie. Nos abrazamos. Es una
parte difícil también, el preámbulo, sin excederse. No te podés poner a
besuquearla como si fuera tu novia, las prostitutas no aceptan que las beses.
Pero podés tocar un poco, una nalga, las tetas. El cuerpo es la mercadería que
viniste a utilizar, para eso pagaste.
Nancy
se sacó con un estudiado movimiento la bata, luego el corpiño, tenía buenas
tetas, generosos pezones. Ella me pasó el dorso de la mano por la bragueta, yo
le apreté un poco las nalgas mientras me la apoyaba.
Antes
de desvestirme, antes de proceder con la fornienda, algo más. Bajé la cabeza, y
me zambullí entre sus tetas. Quería rozar con mi nariz esos maravillosos
pezones, retener un pezón en la boca y recordar esa sensación tan cálida, tan
dulce. Ya podía sentir mi erección, el desbocado caballo del deseo cruzando las
colinas de la desesperación. Sabía que en cuanto la pusiera, acabaría en menos
de un minuto. Yo era un kalashnikov, una metralleta uzi.
Había
poca luz. Apoyé una mejilla contra sus tetas, mientras ella me tenía agarrado
de la japi, ya me había bajado la bragueta y su mano hurgaba con solvencia.
Faltaba que me separase para terminar de desvestirme, y acometiera entonces la
tarea como un famélico chancho pecarí, y listo. Fumar un cigarrillo, quizás,
saludar. Desde la cocina se escuchaba el sonido de un televisor encendido. Dibujitos
animados.
Pero
sentí algo raro. Me separé, había sentido algo extraño. No, ahí no, más arriba.
Me pasé una mano por la mejilla, y la tenía húmeda. Instintivamente, me pasé la
mano por la mejilla y me llevé los dedos a la nariz, era un olor lejano y
familiar. Un dulzón aroma que yo, desesperado por coger, no conseguía
descifrar. Pero tenía húmeda la mejilla, y eso era raro.
–Uy,
perdoná –dijo Nancy, fue a la cocina y volvió con una toalla de mano–. Es que
fui mamá hace tres meses, y todavía me sale un poco de leche de los pechos.
Me
pasó la toalla por la mejilla. Me volví a sentar en el silloncito, con la
desteñida toalla en las manos. Se me había muerto la japi, había desaparecido
por completo, muerta para siempre. Mis huevos eran dos arvejas, yo era un asco
de persona, un despreciable ser, manoseando las tetas de una mujer que quizás
acababa de amamantar a su bebé en la cocina.
–Bueno,
¿vamos? –Dijo Nancy, y se arrodilló para ayudarme con el pantalón.
No
había ninguna posibilidad de redención para mí. Había caído a lo más bajo, no
habría perdón para mi alma.
Me
puse de pie. Para irme. Debía bañarme con detergente, con lavandina, abrazar la
religión, irme a meditar a una cueva en el Himalaya, visitar geriátricos y
leerle a los viejitos libros de Coelho, no sé.
–Dale,
levantá la pierna –me miró, Nancy, me miró y sonrió lo mejor que pudo–. Yo te
ayudo con los zapatos.