Pasé a ver a Nancy. Una amiga muy puta, o una puta muy amiga, no sé cuál sería la manera más apropiada de decirlo.
Trabajaba, Nancy, de puta. Esa era su profesión. La había conocido de esa manera, ella ejerciendo su trabajo, yo buscando aliviar mis necesidades, calmar mis ingobernables apetitos.
Nos habíamos hecho amigos. Ella no me cobraba, yo le hacía regalos. Cada tanto íbamos a cenar, o al cine. A ella le gustaban las películas de acción, hablábamos de la vida.
La llamé, le dije que andaba cerca de donde atendía. Me dijo que pasara después de las siete.
Esperé en un bar, tomé una cerveza mirando a través del vidrio la ciudad hecha de indómita locura, después fui.
Seguía trabajando pero poco, ella, dos o tres tipos por día. Tenía una clientela que le era fiel, y había hecho algún dinero. Ya no tenía la obligación de trabajar de puta, pero era lo que sabía hacer. Tenía ahorros, auto, y una casita en la costa, su pequeña hija, Iris, iba a un colegio privado. No le había ido tan mal en la vida, eso decía.
Me quedé en calzoncillos, ella estaba con una bata, nos sentamos a ver un poco la televisión, en la cocina.
–Pará –dijo. Abrió un regio vino que le había traído un cliente.
Era nuestro privado ritual. Un poco de cotidianeidad, no forzado, sin todo lo malo que la cotidianeidad suele traer aparejado. Conversábamos un poco, mirábamos cualquier cosa en la televisión. Después ella se arrodillaba y me la chupaba, o me llevaba de la mano a la cama.
–Mirá –me dijo–. Aprendí algo nuevo, jamás se me hubiera ocurrido.
–A ver –dije.
Entonces ella se metió el control remoto, del televisor, en la vagina.
–Decime qué canal querés ver –dijo.
–¿Eh?
–Qué canal. Vas a ver.
Dije el 58. Ella, sentada, hizo un movimiento, apenas, con la parte inferior del abdomen. Apareció el 58 en la pantalla.
–Fue casualidad –dije–. A ver, 39.
Se movió, como si se acomodara en la silla. La televisión cambió de canal. Al 39.
–¡Es increíble! –Dije, porque era absolutamente increíble.
–Pará, mirá –se sacó el control remoto de la vagina, se metió su teléfono celular–. Decime tu número.
Se lo dije. Ella se movió un poco, cruzó una pierna. Mi teléfono comenzó a sonar.
–Nooo –dije–. Es genial, absolutamente genial. ¿Podés mandar mensajitos?
–Sí –dijo–. Lo que quieras. Puedo escribir cualquier cosa.
No le creí. Hicimos la prueba. Funcionaba a la perfección. Tuvo una falta de ortografía, pero era porque ella creía que la palabra se escribía así.
–Es genial, de verdad. No sé qué decirte.
Ella se sacó el teléfono de la vagina. Se puso de pie, vino hasta mí. Se me sentó encima.
–¿Vamos a la cama, o preferís que te la chupe un poquito? –Y mientras yo le acariciaba con las yemas de los pulgares esos magníficos pezones, siguió– Todos tenemos algún don, eso es lo fantástico de este mundo.