Marcela se metía una aceituna en el culo. Lo podía hacer poniéndose en cuatro patas, o de pie, inclinada hacia delante, apoyándose contra la pared o el respaldo de una silla. O apoyándose en la mesada de la cocina.
Se metía la aceituna en el culo, Marcela, y hacía un movimiento, una particular presión con sus nalgas, y con su vientre a la vez. Y ¡flum! La aceituna salía despedida, como un balazo, pegaba contra la otra pared de la habitación.
Lo había practicado mucho, Marcela, dominaba la técnica. Tenía puntería, eso quise decir. Podía pegarle, con la aceituna, a un vaso colocado sobre una mesa, a un cuadrito con un paisaje de una callecita de Checoslovaquia, a su gato Sigfrido que dormitaba sobre el apoyabrazos de un sillón color borravino, quizás algo desteñido (el sillón, no el gato).
Lo hacía un par de veces al día, después de desayunar, o a la nochecita, cuando salía de darse un baño. Se ponía una aceituna en el culo, Marcela, a veces verde, a veces negra. ¡Flum! Las lanzaba.
El problema es que como todos, cuando se tiene un don, una habilidad, bueno. En algún momento, querés mostrarlo. Si sabés tocar el piano o el violín, si tocaste de chiquito, no sería extraño que intentes hacerlo durante una cena navideña, o en la casa de una novia. Es natural.
Pero era un problema. Porque Marcela era una mina bárbara. Inteligente, divertida, sabía cocinar milanesas con puré de batatas, cogía con entusiasmo, con interés.
Pero. En algún momento de privacidad, en algún momento íntimo, Marcela decía ‘te voy a mostrar algo’. Iba a la cocina, y volvía con una aceituna. Se ponía en cuatro patas, se metía la aceituna en el culo. Hacía su numerito y después se reía, encantada.
Los hombres al poco tiempo se iban. Se escapaban. Sin demasiadas explicaciones, comenzaban a ausentarse, dejaban de llamarla. Decían que se habían vuelto a encontrar con una antigua novia, o que estaban con demasiado trabajo y no querían una relación estable. Rajaban.
Marcela habló con una amiga, Marcela no era tonta. Marcela se daba cuenta. Los hombres se preguntaban, una vez que habían visto el numerito, si Marcela tenía alguna clase de trastorno, si no era una loca o una pervertida. Cómo había aprendido a tener puntería lanzando aceitunas con el culo. En qué circunstancias.
Así que Marcela dejó de mostrar lo que sabía hacer, su truco. Se contentaba con practicarlo en privado, un par de veces por día, nada más. Sin que la viera nadie.
Marcela se había puesto de novia con Gustavo. Un tipo piola, abogado, bastante familiero. Le gustaba correr maratones, cambiaba el auto cada tres años.
Después de un año de noviazgo, habían decidido casarse, por qué no. Irse a vivir juntos, eran jóvenes, pensaban en tener hijos. A Gustavo le iba bien, lo habían hecho socio del estudio. Progresaba.
Una noche, en la casa de Marcela, después de tomar un rico vino, después de coger. Recostados en la cama. Gustavo fumaba un cigarrito holandés. Faltaban dos meses para la boda.
–Uh –dijo Gustavo, y le besó un hombro–. Andá a la cocina y fijate en la bolsa. Hoy compré unas cerezas riquísimas. Traelas que las comemos.
Marcela volvió de la cocina, desnuda. Había puesto un puñado de las cerezas en un pequeño bowl. Levantó una cereza del cabito, con dos dedos. La sostuvo por un instante en alto.
–Tomá –dijo Marcela mientras le pasaba el bowl–, tené. Te quiero mostrar algo.
Sonrió, Marcela, y se apartó de la cama un par de pasos.