28.2.11

Animales

Voy al zoológico, no tengo lo que hacer, verano en Buenos Aires.
Voy a la jaula del elefante.
–La jirafa es una conchuda –me dice el elefante, inclinando un poco la cabeza mientras me olisquea el cabello con la trompa–. Los chicos van y le llevan galletitas, alfajores, la boluda se pega un par de vueltas y nada más. A mí me tienen miedo porque siempre hay algún documental de la National Geographic donde un elefante se calienta, abre las orejas, avanza diez o quince pasos como para dar un topetazo. Pero si te fijás bien nunca termina de atacar. Lo hace para que lo dejen de joder con las fotos, nada más.
Voy a la jaula del tigre.
–Rey de la selva, el león –el tigre se despereza, vuelve a echarse de costado–. Rey de la selva ésta –se toca con una pata (trasera) los huevos–. Si hacemos un mano a mano en cualquier parque me lo como con guarnición de papas españolas. Lo que pasa es que el león tiene la melenita, y el pelito así impresiona. Además, mirá cómo estoy, todo desteñido, casi ni se me ven las rayas. Les dije a los forros de acá que me cepillen con jabón blanco, pero nadie da bola. Usan un jabón de mierda, que encima me da urticaria. El león es puro marketing.
Voy a la jaula de los monos.
–Olé, olé olé olé… –Me grita un chimpancé, desde arriba, colgando de un brazo, dejándose bambolear mientras caga–. Le jugamos un partido, cinco contra cinco, a los guardias, el otro día. Atrás del lago donde están los cisnes, hicimos la canchita. Habíamos apostado. Si ganábamos nosotros, nos tenían que preparar treinta litros de licuado de banana, todas las mañanas, durante un mes. Con azúcar, los licuados, con avena, y un poco de dulce de leche, también.
–¿Y si perdían?
–Si perdíamos les entregábamos a Ramona –señala hacia atrás y hacia arriba, una mona en lo alto de un árbol, sentada en una rama, mirándose las uñas, absorta–. También por un mes, podían venir las veces que quisieran, gratis. Ramona tira de la goma como nadie. Hay un antes y un después. Hay cosas que sólo saben hacer los animales. El asunto es que ganamos, cuatro a uno. Se quedaron recalientes. Trajeron diez litros de un licuado pedorro, rebajado con agua. Dicen que la leche está muy cara, les cortaron el presupuesto. Estamos preparando una huelga de monos en todos los zoológicos del mundo. Nos vamos a quedar sentados, en la hora pico, de espaldas a los barrotes. No vamos a saltar ni a movernos ni a reírnos para las fotos, miles y miles de monos de brazos cruzados, sin morisquetas, nada. Ya van a ver cómo la recaudación se les va a la mierda, manga de putos.
Enciendo un cigarrillo, camino un poco. Pasa lo mismo si sos maestro en un colegio secundario, o si trabajás en una oficina. Pasa lo mismo en todas partes.

25.2.11

Digámoslo así

Por lo que puedo observar, todo el mundo está tratando de volver. Todos quieren volver. Volver a ver a una antigua novia, volver a tener un perro igual igual al que te regaló tu papá cuando cumpliste once años, volver a encontrarte con los chicos de la secundaria, y así.
Pero no, yo creo que no, no sirve para mí. Yo no pienso volver, nunca, a ninguna parte. No tengo la más mínima esperanza acerca del futuro, además, no es por eso. El futuro, en general, es pasado hervido.
Como un apaleado perro. Será que la pasé tan mal, tantas veces, que apenas conservo el reflejo de escapar, la costumbre de seguir.

20.2.11

Cucharita, tenedor de copetín

Tuve que ir a la fiesta, y yo odio las fiestas. Pero se casaba Marita, segunda vez, habíamos sido amantes por mucho tiempo.
–Quiero que vengas –me dijo, y yo le prometí que iba a ir. La primera vez se había casado con un pibe más jovencito que ella, un pibe que estudiaba para profesor de educación física y cuya cualidad predominante, según ella, era ser, él, el pibe, una máquina de coger. Ahora se casaba con un señor que le llevaba como dieciocho años, y estaba forrado en dinero. Marita sabía lo que necesitaba, de acuerdo a las circunstancias que le tocaba vivir, y de alguna forma lo conseguía. Bien por Marita.
Así que fui a la fiesta, aunque muchas ganas no tenía. Cogíamos cada tanto, pero nos conocíamos hacía como quince años, el sexo había dejado de ser lo más importante. Éramos amantes que habíamos llegado a una extraña y cálida meseta de nuestra relación, amantes con meseta de matrimonio, por que las relaciones de furtivos amantes no suelen (y quizás no deben) durar tanto.
Yo odio las fiestas, ya lo dije. Es el único lugar en el que sé que no me voy a divertir, como un insomne que está en la cama con resignación, porque sabe que no va a poder dormirse. Toda esa desesperación, esas espasmódicas ganas de sentir algo antes de volver rapidito a continuar con las infinitas tristezas de sus patéticas vidas. Ese impostado carnaval carioca, esa oxidada carcajada por encima de una mueca del espanto de estar vivo, de saber que la vida es eso que te pasa cuando la fiesta se termina, no sé, me pongo mal.
Encontré un mozo piola, siempre, en todas las fiestas hay un mozo piola.
–Necesito whisky –saqué un billete de cien y lo miré por un instante, al billete, con asombro, como si fuera la primera vez que lo veía. Luego, muy despacio, en cámara lenta, como si el billete tuviera patitas que le permitieran nadar en el aire, lo puse en la mano del mozo–. Voy a necesitar whisky toda la noche, pero whisky de verdad. No ese lustramuebles que estás sirviendo. Me voy a esconder un poco, por allá –señalé un rincón algo apartado, una especie de absurda selva construida con verdes alfombras y plástica plantas. El lugar tenía una suerte de cascada en miniatura, también. Un lumínico efecto hacía que el agua pareciera de color lila. Si mirabas más de un minuto el agua, podías tener un desprendimiento de retina.
Me senté, camuflado por una especie de palmera. Al frente del salón habían montado un pequeño escenario, y tocaba una banda, imitadores de Queen. El cantante era un marica flaquito con calzas blancas y el pecho descubierto. Usaba un bigote postizo, el pobre.
Vino el mozo, con un whisky extra large. Un solo hielo, no tuve que decirle nada, había leído perfectamente la patología, muy profunda, que me atormentaba.
–Chivas –dijo, dejó el vaso–. Es lo mejor que hay acá.
Di unos sorbos y me sentí mejor. Eran las dos de la mañana. Tenía que aguantar un par de horas más, para que Marita no me hiciera futuros reproches.
–Hay dos tipos de mujeres, pibe, dos tipos de mujeres –levanté la vista, me hablaban a mí. Detrás de la palmera, bien metido contra la pared, un viejo, encogido. Bastante calvo, traje marrón oscuro que apestaba a naftalina, algo en la cara me hizo acordar a Jacobo Fijtman. Justo había estado leyendo unos poemas de Fijtman, y el libro tenía una fotito carnet con la cara del viejo. Se parecían mucho, con este viejo del otro lado de la palmera. Molino rojo, se llamaba el libro.
–¿Qué?
–Hay dos tipos de mujeres, y nada más –dijo y sorbió de su vaso. Sostenía el vaso con las dos manos. Era un largo vaso de ginebra, única opción, o alcohol de botiquín. Le faltaban varios dientes, al viejo. Tenía las uñas largas, muy largas, y amarillas. En el momento que sorbía el trago cerraba los ojos, era un instante del más puro placer, se le ablandaban las facciones.
–Bueno, sí. Puede ser –dije. El falso Mercury desafinaba ‘bicycle’ de una manera difícil de imaginar.
–Está la mujer tenedor de copetín, y la mujer cucharita –bebió otro trago y dejó el vaso sobre la alfombra, junto a uno de sus zapatos que parecían a punto de descascararse–. Te lo explico, pibe, por que te lo tienen que explicar. La mujer tenedor de copetín es una mujer que nace con un tenedor de copetín, es algo genético, como si fuera un lunar. Cuando vos te acostás a dormir, la mujer te va pinchando, uno o dos pinchacitos, con ese tenedorcito. Y vos no te das cuenta, por que son un par de pinchacitos por noche, como si fueras una tarta de verdura antes de ir al horno. Pero te agujereás, perdés toda la energía, te vas quedando seco, como un ficus, enchastrado en la cotidiana tristeza de un día a día hecho de trámites y chequeos médicos y una quincena en Miramar. Hasta que te mirás un día al espejo, a trasluz, y te das cuenta que estás todo agujereado, que sos casi un holograma de triste borde sin nada adentro, no entendés nada, qué te pasó, pero no das más.
Hizo una pausa. Tomé un largo trago de whisky. Se escucharon aplausos, de fondo. Había terminado el show del apócrifo Queen. La gente volvía a las mesas, para el segundo plato, o para el postre.
–La mujer cucharita es distinta a la mujer tenedor de copetín –siguió–, la mujer cucharita nació con una cucharita, no importa por qué. Y vos a la noche te acostás, porque a la noche tenés que dormir y te acostás, y la mujer cucharita saca la cucharita y se sirve una cucharadita de tu corazón, como si tu corazón fuera un helado de sambayón. Y vos no te das cuenta, tampoco, no tenés forma de darte cuenta, por que la cucharita de la mujer cucharita es una cucharita chiquita. Y la mujer se sirve una cucharadita de tu corazón, cada noche. Hasta que te despertás un día y te das cuenta que sos una bestia sin alma. No te importa nada, ni el hambre en Etiopía, ni meter las patitas en el mar. Lo único que querés es la guita, la guita para el auto, o para la casa de fin de semana, o para comprar un reloj Cartier. No queda nada más que la ambición de algo que ni siquiera importa, ir a Miami a ver al Pato Donald en camiseta, manejar un descapotable, tener un televisor del tamaño del Guernica, algo así. Te tapó el odio, sos una bola de odio y ambición.
Y se calló, el viejo. Se pasó una mano por el huesudo cráneo y se quedó mirando para abajo, entre sus piernas, el vaso, como quien se para en un muelle y se queda contemplando el mar.
–¿Y entonces? –lo miré de costado– ¿Qué hay que hacer?
–Nada –se rascó la nariz–. Cogete lo que puedas. Termina todo para el carajo, siempre. Da igual.

15.2.11

El precio

Tener salud, o estar en buen estado, valga la redundancia, de salud, eso sí que está bueno. Hacerse un chequeo y que te digan que tenés bien el corazón, que vas a seguir pishando como un dromedario, que la presión está bien, y el colesterol, que no se te va a volar alguna chapa del fuselaje de la vida en medio de un garche o de una discusión. Pero para que eso pase, para que eso suceda, vas a tener que cenar solamente fruta, y almorzar, de ser posible, una rama de apio, después de metértela en el culo, y a la mañana vas a tener que comer un yogur que te impulse a cagar hasta más no poder, y después de cagar podés gratificarte con un vaso de jugo de arándanos o frotarte las tetitas con una rodaja de sandía. Los domingos podés comer dos o tres cucharaditas de helado, no la cuchara sopera, la cucharita de café.
Tener dinero es genial, tener dinero es lo mejor que te puede pasar, aquí en el occidente más o menos civilizado, de este lado del mostrador. Si tenés dinero podés comprar un par de zapatillas hechas con piel de culo de guepardo macho, y tomar un Pommery Brut Royal sentado en alguna terraza con vista al mar, y manejar por encima de los ciento cincuenta kilómetros por hora tu Audi A4 sintiendo que estar adentro es infinitamente mejor que estar afuera, por los siglos de los siglos, amén. Pero para que eso pase, para que eso suceda, vas a tener que comprar y vender alguna absurda mercancía hasta que te reviente el corazón como un sapo al que acaban de darle una virulenta patada contra un zócalo, vas a tener que ir a una oficina hasta que no sepas si preferís que sea de día o de noche, vas a tener que esperar en un aeropuerto que huele a aire masticado ese maldito avión que nunca llega.
Tener amor, ah, el amor, ese bálsamo, ese néctar, esa caricia de la mano de algún Dios. Ver a tu mujer dormida un domingo cualquiera, con la boca apenas entreabierta y el cabello revuelto, y saber que estás precisamente en el lugar en el mundo donde querés estar, que por mañanas así valió la pena la rueda y el fuego y dos mil años de civilización. El abrazo de un hijo que se cuelga de tu cuello y te besa la cara y sos un coloso, sos una montaña, diste vida y recibís vida y es todo tan lindo que dan ganas de reírse a carcajadas, mientras por la ventana entra un magnífico sol. Pero para que eso pase, para que eso suceda, tendrás que aguantar a una gruñona y for ever fastidiada mujer que ni siquiera sabe muy bien el motivo de su enojo, por unos veinte años o quizás más, tendrás que ir al supermercado como un patético peregrino y cargar el auto con bolsas para que después te digan que te equivocaste, que te olvidaste, que sos un imbécil sin alma, tendrás que inclinarte y juntar el sorete de una mascota que ya ni se molesta en mover la cola cuando te ve, tendrás que hacer lo de siempre, como siempre, hasta que no des más, para recién entonces volver a hacerlo, otra vez.
Salud, dinero, y amor, claro que sí. Te hago la factura a consumidor final.

10.2.11

Quería vivir

Mi amigo H. se fue muy de jovencito a estudiar a Estados Unidos. Ya era ingeniero, pero el padre los había preparado para que fueran grandes ejecutivos, a él y a su hermano. Debían ir, hacer un master, luego trabajar en grandes empresas, ser exitosos y solventes ciudadanos del mundo, disfrutar las delicias del occidente civilizado. Eso hicieron, entonces, H., y su hermano.
H. está de visita en Argentina, en Buenos Aires, así que vamos a comer. Está casado, tiene tres hijos y un bmw que todavía no existe en el hemisferio sur. Vive en Londres.
–Lo único que me gusta es fumar, y coger con prostitutas –dice H.
Me cuenta una historia, H. Como es ejecutivo de una multinacional, un importante laboratorio, viaja todo el tiempo. Viaja a Ginebra, a Ámsterdam, a Bruselas. Pero viaja mucho más a Shangai, a Bangkok, a Singapur.
Cuando viaja, aprovecha para fumar, aprovecha para coger con prostitutas. Le prometió a su señora, H., cuando tuvieron a su primer hijo, que dejaría de fumar, que no fumaría nunca más, había cosas más importantes en el mundo que fumar. Lo de las prostitutas, bueno, la señora no mencionó nada al respecto, así que H. prefirió no tocar el tema.
El asunto es que H. viajó por dos días a Bangkok, tuvo un par de reuniones con ejecutivos asiáticos, después se compró tres paquetes de cigarrillos, y se alquiló una prostituta del lugar.
Estaba algo borracho, cuenta H., cuando terminó de coger, se puso de pie, vio con una mezcla de espanto y asombro, que no tenía puesto el preservativo. El preservativo se había roto, la prostituta le dijo que a ella no le importaba un carajo (al parecer le había dicho que no le impoltaba un calajo) y se fue a bañar.
H. se sentó en la cama, y se dio cuenta que se iba a morir. Había hecho todo mal, y ahora llegaba su castigo. Tenía sida, seguro. Tenía cáncer de garganta, también.
Cambió el vuelo, adelantó la vuelta, tenía que hablar con su mujer. Se iba a hacer un chequeo médico para confirmar el sida, el cáncer de garganta. Quería ver a sus hijos, ver la televisión con su mujer, charlar un poco. Quizás pudiera salvarse, la medicina había hecho, a pesar de su intrínseca crueldad, notables progresos. H. quería vivir.
Al día siguiente pegó la vuelta. Le había salido un sarpullido en todo el cuerpo. Brazos y piernas, espalda, torso, cuello. Casi no podía tragar del dolor de garganta. Iba a hablar con su mujer, y a empezar el tratamiento cuanto antes. Era joven, quizás su mujer lograra perdonarlo, por los chicos. Habían tenido buenos momentos juntos. H. se la pasó tiritando todo el vuelo, volaba de fiebre.
El taxista lo dejó en la puerta de su casa de Hampstead. Eran las ocho de la mañana. No era ninguna originalidad para Londres, pero llovía.
Abrió la puerta con infinito cansancio, las enfermedades habían comenzado, sin duda, su tarea de demolición.
Su señora estaba sentada en la cocina, pálida como un fantasma, en camisón. Con el cabello revuelto, los enrojecidos ojos de haber pasado la noche llorando. Vio restos de un vaso roto sobre la mesada, bajo la inclemencia de las luces fluorescentes.
–Yo –dijo. Había ensayado cómo contarle, pero se le trababan las palabras. Ella sabía todo, había adivinado todo, era muy claro–. Yo te quiero decir algo.
–Atropellaron a Timmy –dijo su esposa, y abrió las canillas del llanto. Se puse de pie, lo abrazó–. Estaba jugando en el jardín, cruzó la calle, lo atropelló un camión.
Timmy era un simpático Schnauzer miniatura. Le gustaba dormir en la pieza de su hijo Jeremy, y caminar de noche bajo la lluvia. Lo recibía siempre, a la vuelta de sus viajes, con un par de saltos y unos roncos ladridos. Pobre Timmy.
–Bueno –dijo él, le acarició el cabello, la apretó con fuerza, le limpió la nariz con la palma de una mano–. Bueno.
Ella levantó la cabeza.
–Estás lleno de granitos –le dijo–. Y tenés olor a pucho.
–Me salió un sarpullido, algo que comí con camarones –dijo H.–. En Bangkok fuman hasta los chicos de nueve años, Caro, debo tener olor a faso hasta en las medias, me pica todo. Pobre Timmy, che. Que macana.

5.2.11

Arbor dixit

Estaba retriste, estaba remal. Las cosas no me salían, a decir verdad no me habían salido nunca, los grandes rubros del horóscopo, tampoco el cambio chico, los detalles. Mi vida era un pulóver mal tejido. Me acababa de divorciar, la conchuda de Mónica no me quería dejar ver a Josefina. En el laburo había cambiado el gerente regional, y se contaba que el tipo venía a hacer una limpieza. Si miraba fijo una tira de asado o me pasaba una milanesa por el pecho el colesterol me subía a 33.
Salí de Rond Point, de discutir con Mónica. No sé por qué carajo me citaba en Rond Point, debía ser que después se iba al Shopping y le quedaba cómodo. Le dije que lo único que hacía era pedirme guita, me dijo que yo era un pelotudo, lo normal.
Salí, crucé Figueroa Alcorta en diagonal. Sábado, tres y media de la tarde. No tenía ganas de sentarme en un cine, no tenía ganas de caminar, no tenía a quién llamar.
Me senté en un banco de la plaza. Miré a un perro, un eléctrico Setter Irlandés que no podía parar de moverse, deberían construir perros que se movieran un poco más despacio. Miré a una piba que pasaba corriendo, flaquita, con calzas de ciclista, un culito firme y una mueca del más profundo fastidio, en la cara, no en el culo. Fumé dos cigarrillos.
Decidí volver a casa, a ver si podía dormir una siesta, aunque ya ni siquiera dormía demasiado de noche. Si dormía seis horas de corrido era para festejar. Caminé unos pasos, por Tagle creo, la que está frente a la embajada de Chile.
–Ey –miré, pero no me había tropezado con nadie, por la sencilla razón que no había nadie con quien tropezar–. Sí, vos.
Me detuve. Miré hacia arriba, la voz parecía haber venido de arriba.
–Soy el árbol –se agitaron las hojas, podía ser el viento. Tenía que ser el viento.
–No entiendo –me acerqué, dos o tres pasitos laterales, al tronco del árbol–. Quiero decir, no puede ser.
–Sí que puede ser, sí que puede ser –la voz era ronca, gruesa, grave, voz de alguien que ha fumado muchos años–. Los árboles estamos vivos, cualquiera lo sabe.
–Pero no hablan.
–¡Por que no queremos! –se rió, el árbol, una vegetal carcajada–. Por que no queremos, nada más.
–Es rarísimo –dije. Apoyé una palma, sobre el tronco, rugoso, fresco, algo latía debajo de la corteza, algo que yo era incapaz de descifrar–. No sé qué decir.
–No digas nada –dijo el árbol–. Y no tengas miedo. ¿Tenés miedo?
–No –le di un par de palmadas al tronco–. No creo que me vayas a pegar.
–¡Ja! –se rió el árbol, otra vez.
–Bueno, me voy a ir, antes de desmayarme –dije–. Si esto no es un sueño, si no me despierto en casa, otro día te paso a saludar.
–Bueno, dale. Pero no te hagas mala sangre, flaco. Se te ve preocupado, se te ve mal.
–Es que no me sale una –saqué otro cigarrillo– ¿Te molesta si fumo?
–No, fumá tranquilo. Nosotros hacemos la fotosíntesis, qué carajo me importa si fumás, forro.
–No me sale una, te decía. Estoy divorciado, y mi ex mujer no para de romperme las pelotas. El trabajo es una mierda. A la noche, a veces, tengo taquicardia. No doy más.
–Te hacés mucho problema, pibe –me cayó una hoja, del árbol, se deslizó por mi frente–. Es todo la cabeza. Mirame a mí. No me puedo mover, vienen los perros y pishan y pishan, siempre en el mismo lugar. Y vos tenés ganas de decirles ‘ya pishaste ese lado, pishame parejo’, pero no, qué boludos los perros, por Dios bendito y la Virgen que llora Fernet. Después algún gordito que se cree Rocky Balboa se te cuelga de una rama. ¡Pará, loco! ¿No ves que me matás? Y siempre hay un pelotudo que quiere venir, saca un cortaplumas, y quiere escribir algo, alguna gilada. Me estás haciendo mierda, loco, para escribir ‘Beto y Laura’. Si la mina está con vos, si te la estás cogiendo. ¡Decíselo! ¡Decile lo que quieras, pero no me lastimes más!
–Tenés razón –pité.
–Así que cortala. Qué depresión ni qué trastorno de ansiedad, boludo. A veces llueve, a veces hace calor, a veces te sentís bien, a veces no tenés con quien hablar. Cuando te parezca que la cosa está como el culo, pensá en mi situación. O vení a verme que yo te despabilo de un ramazo en la cabeza. No seas ingrato con lo que te tocó, loco. No jodas más.
–Tenés razón –dije otra vez. El árbol se quedó callado. Di un par de golpecitos sobre el tronco, pero nada. Al rato me fui.