Mi amigo G., que ya no es más mi amigo, se fue a vivir a Madrid. Trabajaba en un diario, quería rajar de la Argentina dónde todo fracasa siempre. Vio la oportunidad y se fue.
La verdad que le iba bien, vivía en Madrid en un barrio pobre pero muy bonito, ganaba en euros y empezaba a ahorrar, descubría las delicias de estar en Europa, en fin. Como cualquier persona que se va del país, tenía cierta necesidad de demostrar que su decisión había sido, por decirlo de algún modo, correcta. Lo que implicaba decir, aunque no lo dijera, que los que no nos habíamos ido del país éramos algo quedados, sin inquietudes. Unos pelotudos, para ser más precisos.
Mi amigo G. le enviaba mails a su madre, fotos del fin de semana que había pasado en Roma o en Paris, los museos que había visitado, una foto con Valdano en gamulán, cosas así. Los padres, gente que se había pasado la vida arañando la clase media, se sentían orgullosos y contaban en la fiambrería a algún vecino la situación de su hijo, o mostraban un regalo recibido, algo que su hijo les había enviado desde España. Un pulóver, una porción de jamón ibérico envasada al vacío, cosas así.
Mi amigo G. anunció que venía de visita, por una semana, al país. Debía hacer unos trámites, ir al consulado, llevarse una computadora que utilizaba para trabajar, ver a los amigos, esas cuestiones. Iba a pasar una semana en la casa de sus padres, en el departamentito sobre la calle Frías donde había transcurrido su infancia. Quería aprovechar la semana para estar con su familia, arreglamos para ir a comer pizza a ‘Nápoles’. Traía regalos e historias de un mundo desconocido. Alguien que se animaba a romper el cascarón, a crecer, a seguir.
El asunto fue así.
Llegó, G., a Argentina, y se fue derechito para la casa de sus padres que habían armado una cena para esa misma noche con toda la familia. Había besos y abrazos en la pequeña cocina donde estaba la mesa revestida con fórmica naranja. Dejó la valija en su cuarto, le pareció mucho más chico de lo que lo recordaba, su pequeña cama individual, el poster de Jaco Pastorius pegado sobre la puerta.
Sentía que sus padres estaban más viejos, aunque todo el año y medio de su ausencia le habían respondido siempre que estaban bárbaros, que todo estaba muy bien.
Su madre, que era profesora de piano, le preguntó si quería tomar algo. Y mi amigo G. dijo que quería un té. De pronto tuvo ganas, G., de defecar. G. fue al baño a cagar.
Cagó, G., en el baño de ajados azulejos celestes donde había cagado siendo niño. Cagó en medio de un torbellino de emociones, de recuerdos, Todo lo que había sido, de dónde venía y cómo se había ido abriendo paso hacia un promisorio futuro. Ya se consolidaba y pintaba la posibilidad de cambiar de trabajo. Ser ciudadano europeo, moverse por el mundo, se llevaba a su novia a vivir con él. Las cosas parecían fluir.
Terminó de cagar, G., y se dio cuenta que no había papel higiénico.
–¡Maaa! –Gritó y era chico otra vez– ¡Papel!
–Ah, sí –dijo la madre, acercándose a la puerta–. A ver, esperá. Ahí bajo a comprar.
Y entonces G. supo que si había que bajar a comprar, era porque su madre ya no usaba papel higiénico para limpiarse el culo. Entendió, G., aunque entender no fuera quizás el verbo exacto pero tampoco encontraba otra forma de procesarlo, entendió, decía, que el papel higiénico había pasado a ser un objeto de lujo en la casa de sus padres. Que quizás sus padres para limpiarse el culo debían robar servilletas de papel de los bares, o quizás se limpiaban el culo con papel de diario. Que mientras él los llamaba desde España y sus padres le decían ‘bien’, o ‘bárbaro’, quizás acababan de limpiarse el culo con la mano, porque no tenían dinero para comprar papel.
Y se largó a llorar, G., ahí sentado mientras esperaba que su madre volviera de la calle con un rollo de papel higiénico. Se le ocurrió pensar que las cosas no eran, nunca habían sido lo que parecían.
Mi amigo G. ya no es más mi amigo, pero recuerdo esta bellísima historia y eso es todo lo que quería decir.