Se murió la mamá de Gabriel. Aunque nos veíamos cada vez menos, Gabriel seguía siendo un amigo. Nos conocíamos, con Gabriel, de toda la vida. Cuando era chico iba a la casa de Gabriel a merendar, la mamá de Gabriel siempre me había tratado bien. Me saludaba, me hacía alguna pregunta, como si le interesara en verdad algo de lo que me estuviera pasando, mi estúpida vida. Me ofrecía un té, siempre con una palabra amable, siempre una sonrisa.
Me avisó mi amigo L., me llamó por teléfono.
–Che, Juan, se murió Elena.
–¿Qué Elena?
–Elena, boludo –dijo L. –. La mamá de Gabriel. La entierran el domingo, en Pilar.
Decidimos ir, con L. La idea era irnos después a almorzar a alguna parrilla. Tomar vino, mirar alguna mina que pasara andando en bicicleta, charlar un poco de cualquier cosa, de la vida.
Me pasó a buscar a las diez. Fuimos, llegamos. Saludamos a Gabriel que pareció alegrarse de vernos. Fingió una sonrisa pero el dolor lo pasaba por encima. Venía mal, Gabriel, se había divorciado de su segunda mujer, había quebrado su negocio, estaba en la lona, grande, triste.
Lo de Elena había sido un cáncer fulminante que se la comió en tres semanas. Algo en la sangre, implacable como un pacman con anfetas. Por alguna razón que yo no alcanzaba a dilucidar, lo malo siempre tenía, venía revestido de una contundencia rigurosa y unívoca. Lo bueno no, lo bueno solía ser algo más tenue, opinable, vaporoso. Las cosas buenas de la vida eran frágiles y venían mal embaladas, lo malo era una pila sulfatada dispuesta a resistir mil años. Conste en actas.
Llegó más gente, tíos, primos. El hermano de Gabriel, Adrián, dos años menor. Estaban distanciados por algún tema de dinero. La mujer de Adrián odiaba a su cuñado por diversos motivos, alguna vez Adrián le había prestado dinero y Gabriel no se lo había devuelto, o Gabriel había ofendido a la madre, a la madre de la esposa de Adrián, en una cena navideña. Gabriel tenía muy mala bebida desde que éramos jovencitos, de la época que íbamos a bailar, se ponía violento, empezaba a decirle las peores barbaridades a todos los presentes y se reía, así que la situación era perfectamente posible. Pudo haber sucedido.
Fue llegando más gente. El papá de Gabriel permanecía en un rincón, desolado, sin poder levantar la vista del piso, encogido. Era un hombre que había trabajado toda su vida en los ferrocarriles, hincha de Atlanta. Amaba a esa mujer con la que había estado casado por más de cuarenta años, sin ella no podía imaginar cómo seguir adelante con su vida.
Hago una pausa, sé que aburro pero hay demasiados detalles. Sigo.
Se dijo una oración en una pequeña capilla. Llegó el momento de cargar el cajón, el último tramo hasta la definitiva sepultura. Había poca gente, algunos parientes con sus esposas, conocidos del padre y de la mujer fallecida, un par de chicos pequeños. L. me hizo una seña, mientras se acercaba a una de las manijas del cajón. Había que acompañar a Gabriel, que apenas podía con su alma. Me acerqué al cajón para hacer lo mío.
Levantamos el cajón de la especie de camilla con ruedas para caminar los últimos metros. Entre 6. Avanzamos.
Algo se soltó. Una manija cedió con un ‘clac’ y alguien tropezó. Caímos varios, por el súbito desequilibrio. Escuché el ruido de la madera del cajón, rompiéndose contra el piso.
–¡Forro, pelotudo! –Gabriel señalaba a su hermano con un índice, todavía sin soltar su manija del cajón caído, lo que lo obligaba a estar medio agachado. Le salían las palabras cargadas de furia, las lágrimas se le mezclaban con el sudor, salpicaba saliva.
–¡Siempre lo mismo, siempre lo mismo! –Adrián, de pie, había soltado el cajón y buscaba en el bolsillo superior de su camisa el atado de cigarrillos. Era un tipo de cuarenta cigarrillos diarios desde que tenía quince años, necesitaba fumar. Fumar era una de las pocas cosas que lo habían sostenido a lo largo de su vida.
–¡Te pedí guita para enterrar a mamá, y me dijiste que no tenías! ¡Rata piojosa! –Gabriel le dio un empujón a su hermano, que tenía las manos ocupadas encendiendo un cigarrillo y se fue al piso.
–¡Guita, todo el tiempo guita! –La esposa de Adrián se interpuso entre Gabriel y su marido caído, llevaba un bebé en brazos– ¡Todavía no nos devolviste la plata que te prestamos hace tres años!
–¡Vos no te metás, pelotuda! –El papá de Gabriel, con renovadas fuerzas vaya uno a saber surgidas de dónde, sentó a la esposa de Adrián de una piña. La mujer cayó desmayada sobre el césped, sin soltar, por suerte o reflejo, al bebé que sostenía contra su pecho. Así quedó, el bebé, descansando sobre el pecho de su madre. Le salía, a la mujer, sangre de la nariz– ¡Ni siquiera puedo ver a mis nietos cuando quiero, conchuda!
Se desató el caos. Intervenían familiares tratando de contener la situación, mientras volaban trompadas de todas partes. Hubo incluso patadas voladoras, alguien, un hombre bastante mayor, se había quitado el cinturón, y repartía cintazos con frenesí. Había enroscado el cinturón en una de sus manos, dejando libre el extremo con la hebilla.
–¡Qué mierda todo! ¡Qué mierda todo! –Gritó Gabriel en un momento, junto al cajón, de rodillas. Alguien quería poner un poco de orden, ayudarlo a incorporarse, alguien le había tirado un botellazo desde atrás, a Gabriel, que lo había alcanzado en un oído y parecía haberlo dejado aturdido. Un perro, un pequeño bull dog francés color negro con correa (quién puede venir a un cementerio con un perro, por Dios bendito y la Virgen que llora lágrimas de Campari), se acercó al cajón. Levantó una pata, hizo pis. Se oyó el llanto de un bebé, no el bebé de la mujer de Adrián, otro bebé.
–¡Me robaron, ladrones, llamen a la policía! –Gritaba una mujer a la que en medio del tumulto le habían quitado la cartera. Se había juntado más gente, curiosos, algunos que esperaban para otro entierro, otros sacaban fotos con los teléfonos celulares de última generación pagados en cuotas, teléfonos que valían más que todas las prendas de vestir que llevaban puestas, y las que tenían en sus armarios, en sus casas, también. Teléfonos celulares que valían más que todos los libros juntos que hubieran leído a lo largo de todas sus curiosas existencias. La gente estaba enferma, vacía, y en la mayoría de los casos, enferma y vacía al mismo tiempo. Necesitaban una pitada de twitter, un trago de facebook, para seguir adelante con el cachivache de sus vidas.
Lo levanté a L. y me lo llevé a un costado.
–Qué tipo hijo de puta –L. tenía un corte en un labio–. Me embocó de una. Ni siquiera sé quién es ese viejo de mierda.
–Vamos. Se puso difícil todo, me parece –entré al auto–. Hasta morirse.