30.5.19

La fuerza de la costumbre


Habíamos ido a cenar, pero veníamos discutiendo de antes. La verdad que no parábamos de discutir, con Adriana. Vivíamos juntos hacía casi un año, y estoy seguro, antes de la convivencia la pasábamos bien. Nos íbamos fuera de temporada una semanita a la costa. Caminábamos por la playa, cogíamos con entusiasmo, con interés. A ella le gustaba ir a un apart en lugar de hoteles, así podía cocinar. Hacía guiso de lentejas, hacía milanesas con puré.
Estudiaba, Adriana, psicología, le faltaba poco para terminar. Quería trabajar en hospitales, tener un consultorio privado, también.
Y estaba buena, había hecho destreza corporal, o gimnasia artística, de chiquita. Y después, yoga, mucho yoga, había viajado a la India un par de veces. Tenía un culito compacto y firme, flaca, tetas puntiagudas. Un cuerpo que le iba a durar, incluso después de la maternidad. Cualidades perdurables.
Pero. Como todas las cosas de este mundo, se arruinan (en el universo no existe manifestación sin polaridad, podés anotarla si querés, no te cobro nada). Nos fuimos a vivir juntos, y comenzó a quejarse. De mis puritos a última hora de la noche, de cómo dejaba tirada la ropa cuando volvía del trabajo, de mis ganas de coger y comer pizza fría en el desayuno, de mis amigos.
Me gustaba ir a cenar a alguna parrilla de barrio, o a una cantina. Ella estaba con una cara de culo total, cara de culo absoluto.
Vino el mozo, pedí. Ella dijo que no tenía hambre, alguna boludez por el estilo. Pidió una entrada, dijo que para qué me pedía la botella de vino si sabía que ella no quería tomar vino en la semana.
–Pero yo sí quiero –dije–. Me gusta el vino.
Permanecimos en silencio, llegó la comida. Al rato explotó.
–Mirá, la verdad que me molesta. Me molesta que tomes vino y después quieras coger todos los putos días. Me molesta las boludeces que hablás con el mozo como si fueras un entendido de la vida, me molesta los programas de televisión que ves hasta que te quedás dormido, qué carajo te puede importar la vida de las cebras en National Geographic. Me molesta que vivamos en un departamento y no en una casa, esta ciudad es una mierda. Me molesta que me vuelvas a contar esa anécdota pelotuda de cuando jugabas waterpolo, y que te puedas quedar dos horas frente a un tablero de ajedrez. Me molesta que cuando te digo lo que me molesta de vos pareciera como si no te importara, Juan.
–Bueno –dije, tomé un trago de vino, pinché un par de ravioles–. Lo que no entiendo es por qué no te vas de una buena vez.
–La verdad que tenés razón, ahora que lo pienso –sonrió, se acomodó un mechón de pelo detrás de una oreja–. Pero adónde voy a encontrar alguien como vos, del que me moleste casi todo.

20.5.19

Tomalo como una aproximación


Hay un momento, un jugador de fútbol profesional acaba de trabar una pelota y siente algo, algo que hasta ahora jamás había sentido. Siente que algo se ha roto mientras cae, mientras termina de caer, la rodilla, un ligamento. Y llega el dolor pero todavía no llegó el dolor, es una ventanita de tiempo hecha de una ranura, de un parpadeo, de un instante. Y el dolor está ahí pero todavía sin llegar, acaba de abrirse la canilla del dolor y el hombre, el jugador de fútbol, mientras cae, mientras se revuelca sobre el césped que nunca fue tan verde sabe que todo su mundo se desmorona y nada volverá a ser como antes.
Hay un momento, un momento en que volviste a tu casa y entraste al edificio y llamaste el ascensor y entraste al ascensor y tocaste séptimo piso. Y abrís la puerta del ascensor, o la puerta del ascensor se abre. Y ves que la puerta del departamento, de tu departamento, está apenas entreabierta y debería estar cerrada porque vivís solo. Y te acercás, dos pasos por el palier, y dos más, y empujás la puerta pero no la empujás, apenas, una mano sobre la puerta y tenés esa sensación de caída que sólo tuviste en sueños. Y todavía no entraste al departamento pero te estás cayendo porque sabés que del otro lado de la puerta ha pasado algo muy malo.
Bueno, así me siento yo por lo general. Todo el tiempo, así la vivo.

10.5.19

Caracterológico


Hay, mucho me temo, dos clases de personas, no hace falta darle demasiadas vueltas al asunto.
Están los que no hacen nada, nada de nada, y están los que hacen algo todo el tiempo.
Los sujetos que no hacen nada, a veces se les da por pensar lo interesante que podrían ser, el fantástico giro que podrían tomar sus vidas, si tan solo se les ocurriera hacer algo. Algo que de más está decir no hacen porque no les dura la pulsión. No les sale nada.
Los sujetos que hacen algo todo el tiempo, los sujetos que no paran de hacer cosas, piensan a veces lo bueno que podría ser descansar, estar aunque sea por un breve intervalo de tiempo sin hacer nada.
Pero no es posible, lo que equivale a decir que no se puede. Porque aquellos que no han hecho nada, cuando intentan hacer algo descubren que justamente, hacer algo es una experiencia de lo más insatisfactoria. Resulta difícil comprender, después de intentarlo, cómo es posible que existan sujetos sobre la faz de la tierra que corran maratones, laven el auto, o planten duraznos. Y aquellos que hacen algo, aquellos que parecen estar ocupados haciendo cosas todo el tiempo cuando intentan parar, detenerse, descubren el novedoso horror al vacío. Sin tener algo para hacer perciben que prácticamente no son, no existen. Sin la particular actividad que practican (y el correspondiente grupo de pertenencia), la vida se transforma en una desolada playa.
Luchar contra ese caracterológico rasgo resulta tan absurdo como inútil. Tratar de no ser lo que a uno lo define es una situación que provoca frustración y angustia en indefinibles proporciones. De eso se trata estar vivo, por otra parte.