Estudiaba, Adriana, psicología, le faltaba poco para terminar. Quería trabajar en hospitales, tener un consultorio privado, también.
Y estaba buena, había hecho destreza corporal, o gimnasia artística, de chiquita. Y después, yoga, mucho yoga, había viajado a la India un par de veces. Tenía un culito compacto y firme, flaca, tetas puntiagudas. Un cuerpo que le iba a durar, incluso después de la maternidad. Cualidades perdurables.
Pero. Como todas las cosas de este mundo, se arruinan (en el universo no existe manifestación sin polaridad, podés anotarla si querés, no te cobro nada). Nos fuimos a vivir juntos, y comenzó a quejarse. De mis puritos a última hora de la noche, de cómo dejaba tirada la ropa cuando volvía del trabajo, de mis ganas de coger y comer pizza fría en el desayuno, de mis amigos.
Me gustaba ir a cenar a alguna parrilla de barrio, o a una cantina. Ella estaba con una cara de culo total, cara de culo absoluto.
Vino el mozo, pedí. Ella dijo que no tenía hambre, alguna boludez por el estilo. Pidió una entrada, dijo que para qué me pedía la botella de vino si sabía que ella no quería tomar vino en la semana.
–Pero yo sí quiero –dije–. Me gusta el vino.
Permanecimos en silencio, llegó la comida. Al rato explotó.
–Mirá, la verdad que me molesta. Me molesta que tomes vino y después quieras coger todos los putos días. Me molesta las boludeces que hablás con el mozo como si fueras un entendido de la vida, me molesta los programas de televisión que ves hasta que te quedás dormido, qué carajo te puede importar la vida de las cebras en National Geographic. Me molesta que vivamos en un departamento y no en una casa, esta ciudad es una mierda. Me molesta que me vuelvas a contar esa anécdota pelotuda de cuando jugabas waterpolo, y que te puedas quedar dos horas frente a un tablero de ajedrez. Me molesta que cuando te digo lo que me molesta de vos pareciera como si no te importara, Juan.
–Bueno –dije, tomé un trago de vino, pinché un par de ravioles–. Lo que no entiendo es por qué no te vas de una buena vez.
–La verdad que tenés razón, ahora que lo pienso –sonrió, se acomodó un mechón de pelo detrás de una oreja–. Pero adónde voy a encontrar alguien como vos, del que me moleste casi todo.