30.7.18

Tres sonidos


Hay tres sonidos. Tres sonidos de identificación unívoca, me gustaría decirlo así. Sonidos donde ocurre una curva de la vida, después de oírlos todo es diferente. Tu percepción del universo en general y para qué pomo fuiste puesto sobre la faz de la tierra en particular, bueno, cambian. Son más importantes, esos sonidos, que cualquier proceso educativo que hayas recibido, llegado hasta donde hayas llegado. Son más importantes que la primera vez que cogiste, o si descubriste que que te gusta más el té que el café, que preferís mucho más a los perros que a los gatos. Estamos hablando de otra cosa.
Te los voy a contar, claro, los tres sonidos. Para eso estoy, para eso vine. Aunque no en orden de importancia, porque no tienen orden de importancia. No tienen jerarquía, eso quise decir. Te puede tocar oír los tres, a lo largo de tu vida, o uno solo. Te puede impactar más uno que otro. Lo importante es que tu vida no volverá a ser como antes.
El primer sonido es el sonido de cargar un arma.
El segundo sonido es el sonido de los cubitos, dos cubitos, chocando contra el borde de un vaso.
El tercer sonido es el sonido de contar dinero. Un fajo de dinero.
Podríamos agregar tantísimas cosas. Que el sonido es el de meter un cargador en una pistola glock .40 o de amartillar un revólver 38 corto, o el sonido previo al disparo de una escopeta, en fin. Podríamos decir que los cubitos suenan en un fondo de whisky y el vaso es ancho, y la habitación está a oscuras, y estás solo. Podríamos decir que el fajo es de diez mil dólares y el que los cuenta transpira un poco y hay un olor difícil de descifrar, a encierro, a óxido, metálico.
Si no te pasó. Si no escuchaste ninguno de los tres sonidos que te estoy detallando. Bueno, no sé. Cagar es una dulce melodía, podés quedarte con eso.

20.7.18

Cómo vamos a parar el agua


Tuve un sueño, no me quiero extender demasiado. El sueño fue más o menos, siempre más o menos porque mi vida es más o menos, así.
Yo estaba durmiendo, o recostado, y me venía a buscar alguien. Alguien pero no sé quién, podía ser una chica que salió conmigo en la adolescencia, podía ser el portero de un edificio donde había vivido hacía algunos años, no lo sé. Y yo me paraba y lo acompañaba, desde la habitación. La habitación era la habitación donde estaba durmiendo en realidad, o sea, la habitación donde estaba recostado afuera del sueño y la habitación donde estaba acostado en el sueño era la misma habitación.
La persona me guiaba hasta la cocina, yo la seguía. Pero la cocina no era la cocina del departamento donde estaba viviendo, la cocina era la cocina del departamento donde viví cuando era niño, con mis padres. Tenía un mueble de cocina, la mesada, y unos azulejos amarillos muy pálidos, muy claritos. Supongo que era lo que se ponía en las cocinas en esa época.
Y entonces la persona, una ex novia o el portero, señalaba hacia la pared, bastante alto, a los azulejos. Y yo veía dos, no, tres. Salían, de la pared, chorros de agua. Fuerte, chorros de agua ininterrumpidos que caían sobre la pileta de la cocina, sobre la mesada, sobre el piso. Empapándolo todo.
Y entonces yo hacía un gesto. Yo estaba en shorts y remera, como suelo estar en casa, y hacía un gesto. Un gesto que algunas veces hacía mi padre, que le vi hacer a mi padre en momentos trágicos de su vida. Cuando volvimos a casa un domingo y nos habían entrado a robar y nos habían robado todo, o cuando le anunciaron que mi mamá se tenía que operar, que estaba muy enferma.
El gesto era agarrarse la frente, con una mano. Toda la frente, y mi padre era bastante pelado, tenía una frente muy amplia. Yo también soy así.
Eso entonces, ocurría en el sueño, hacía el gesto, el gesto de mi padre, de agarrarme la frente con una mano. Y en el sueño dije: cómo vamos a parar el agua.
Y entonces me desperté.

10.7.18

Territorio Shaolin


Tengo una rutina con el chino que atiende el supermercado, el supermercado chino, claro. Hago las compras en un chino, ocho o diez productos en el canasto, una vez por semana. No tengo paciencia para los supermercados grandes, los carritos, las cajas rápidas que son lentas, la gente mirándose las compras como si se hicieran una tomografía computada, una colonoscopía. En los supermercados chinos hay mugre, la gente no tiene pretensiones, un albañil entra a comprar una cerveza de litro, una mujer con un bebé intenta robarse un sobre de mayonesa sin excesivo disimulo, la vida es más simple.
​El chino, con su milenaria destreza ha intentado aprovechar al máximo el espacio del local. Al fondo puso una suerte de verdulería atendida por una boliviana que permanece sentada impertérrita con la mismísima semisonrisa del Buda. Adelante, junto a la caja para cobrar, vende alfajores y cigarrillos. Y a un costado, hacia lo que sería el lado opuesto a la puerta de salida, armó algo parecido a una fiambrería.
​Cuando entro, cuando agarro el canasto y voy hacia el fondo por un pasillo a buscar mis cosas, el chino me saluda. ‘Cortame doscientos de cocido’, le digo.
​–Bocatta –Me dice el chino flaquísimo, y se saca el cigarrillo de la boca.
​–Sí –le digo. Es Bocatti, pero no importa. La idea es que cuando termino de encontrar mis cosas y vuelvo a la caja, ya está preparado el paquetito de papel con mis doscientos gramos de jamón cocido. Gano tiempo. El chino siente que no lo vigilo cuando me prepara el pedido, que confío en él. Todavía queda nobleza en el mundo.
​El supermercado es una mugre pero no importa. Compro unas hamburguesas de pollo Granja del sol, un vino de cien pesos, avena, café La Virginia, un dulce de leche o una mermelada, papel higiénico, una levité que por el color parezca jugo de algo, a veces un aceite de oliva. Podría entrar al supermercado y hacer la compra con los ojos vendados, de memoria.
​Hay algo más. Cuando le digo al chino, apenas entro ‘haceme doscientos de cocido’, y él me dice ‘¿Bocatta?’ y yo le digo ‘sí’. Hace una ínfima pausa y me dice ‘¿queso?’, y yo le digo ‘no’. porque agarro algún pedazo de queso sancor, pategras, cremón, fynbo, gouda, no sé, voy cambiando el queso para no aburrirme más todavía. Si no pudiera cambiar el gusto del queso, quizás ya me hubiera pegado un tiro.
​Fui al supmercado, el otro día, era martes.
​–Hola, haceme doscientos de cocido –dije.
​–¿Bocatta? –dijo el chino.
​–Sí –empecé a caminar hacia adentro del local, canasto en mano.
​–¿Queso? –dijo el chino.
​Iba a decir que no, como siempre.
​–Sí –dije. Y arranqué por el pasillo para hacer mis compras.
​–¿La Paulina o Verónica? –Dijo el chino.
​Volví sobre mis pasos, lo que equivale a decir que retrocedí. Lo miré.
​–No sé –dije–, el que vos digas. ¿Cuál es mejor?
–Elomismo –dijo el chino y sonrió, apenas. Jamás lo había visto sonreír. Y entonces entendí que era verdad, tantas pero tantas películas de artes marciales. Toda esa sabiduría del lejano oriente.