Tengo una rutina con el chino que atiende el supermercado, el supermercado chino, claro. Hago las compras en un chino, ocho o diez productos en el canasto, una vez por semana. No tengo paciencia para los supermercados grandes, los carritos, las cajas rápidas que son lentas, la gente mirándose las compras como si se hicieran una tomografía computada, una colonoscopía. En los supermercados chinos hay mugre, la gente no tiene pretensiones, un albañil entra a comprar una cerveza de litro, una mujer con un bebé intenta robarse un sobre de mayonesa sin excesivo disimulo, la vida es más simple.
El chino, con su milenaria destreza ha intentado aprovechar al máximo el espacio del local. Al fondo puso una suerte de verdulería atendida por una boliviana que permanece sentada impertérrita con la mismísima semisonrisa del Buda. Adelante, junto a la caja para cobrar, vende alfajores y cigarrillos. Y a un costado, hacia lo que sería el lado opuesto a la puerta de salida, armó algo parecido a una fiambrería.
Cuando entro, cuando agarro el canasto y voy hacia el fondo por un pasillo a buscar mis cosas, el chino me saluda. ‘Cortame doscientos de cocido’, le digo.
–Bocatta –Me dice el chino flaquísimo, y se saca el cigarrillo de la boca.
–Sí –le digo. Es Bocatti, pero no importa. La idea es que cuando termino de encontrar mis cosas y vuelvo a la caja, ya está preparado el paquetito de papel con mis doscientos gramos de jamón cocido. Gano tiempo. El chino siente que no lo vigilo cuando me prepara el pedido, que confío en él. Todavía queda nobleza en el mundo.
El supermercado es una mugre pero no importa. Compro unas hamburguesas de pollo Granja del sol, un vino de cien pesos, avena, café La Virginia, un dulce de leche o una mermelada, papel higiénico, una levité que por el color parezca jugo de algo, a veces un aceite de oliva. Podría entrar al supermercado y hacer la compra con los ojos vendados, de memoria.
Hay algo más. Cuando le digo al chino, apenas entro ‘haceme doscientos de cocido’, y él me dice ‘¿Bocatta?’ y yo le digo ‘sí’. Hace una ínfima pausa y me dice ‘¿queso?’, y yo le digo ‘no’. porque agarro algún pedazo de queso sancor, pategras, cremón, fynbo, gouda, no sé, voy cambiando el queso para no aburrirme más todavía. Si no pudiera cambiar el gusto del queso, quizás ya me hubiera pegado un tiro.
Fui al supmercado, el otro día, era martes.
–Hola, haceme doscientos de cocido –dije.
–¿Bocatta? –dijo el chino.
–Sí –empecé a caminar hacia adentro del local, canasto en mano.
–¿Queso? –dijo el chino.
Iba a decir que no, como siempre.
–Sí –dije. Y arranqué por el pasillo para hacer mis compras.
–¿La Paulina o Verónica? –Dijo el chino.
Volví sobre mis pasos, lo que equivale a decir que retrocedí. Lo miré.
–No sé –dije–, el que vos digas. ¿Cuál es mejor?
–Elomismo –dijo el chino y sonrió, apenas. Jamás lo había visto sonreír. Y entonces entendí que era verdad, tantas pero tantas películas de artes marciales. Toda esa sabiduría del lejano oriente.