30.12.19

Zen de furgoneta


mientras mirás esa foto
te morís.
mientras mirás ese pedacito de pasado
congelado
no existís.
buscás y buscás algo que te recuerde
que alguna vez estuviste en alguna parte
pero la experiencia es incompleta.
hacia adelante y hacia atrás y otra vez,
el autito chocador hecho de vos.
la única forma de ser feliz es tan sencilla
que jamás te darías cuenta.
caer.

*muchas felicidades, muy rico todo, en fin. lo que se diga en estos casos.

20.12.19

Pedacitos de delfín


Estábamos desayunando. En un bar. En San Cristóbal. Ella trabajaba en un juzgado, era secretaria de un juzgado, entraba a trabajar muy temprano. Yo tenía un trabajo de oficina, podía llegar a las nueve de la mañana o a las once, lo mismo daba. Acomodaba unos papeles, contestaba algunas preguntas, escribía unos informes, me pagaban a fin de mes, rutina.
Habíamos pasado la noche en su departamento, habíamos cogido. Hasta coger se estaba volviendo una experiencia no digo traumática, pero cada vez menos divertida. Faltaba que me dejara de gustar el whisky y ahí me quería ver, cómo seguía la película de la vida. ¿La numismática? ¿Los viajes a la India? ¿Los cursos de fotografía?
Ella había pedido un diario y me leía en voz alta. Yo jugaba a ver el punto exacto, cuánto tiempo podía permanecer una medialuna dentro del café con leche sin romperse, sin perder por completo su esencia de seguir siendo medialuna. Sin naufragar.
Me leía, ella, noticias de la caída de un avión en Bélgica, más de doscientos muertos, todavía buscaban los cuerpos. Me leyó de unos enfermeros en Uruguay que mataban a sus pacientes con inyecciones de aire o de morfina, ‘jugaban a ser Dios’, eso declararon. Me leyó de los barcos japoneses que mataban cientos y cientos de delfines. El mar se teñía de rojo y los delfines lloraban de dolor, un llanto agudo e inolvidable del más puro sufrimiento mientras unos japoneses chiquititos seguían arponeando y descuartizando, pedacitos de delfín, matando focas bebés a mazazos en el cráneo.
–¿No te importa mucho lo que te estoy contando, no? –dijo ella.
–No –dije–. La verdad que no.
Me comí tres cuartas partes de una medialuna repleta de café con leche, de un bocado. Por un momento vino a mi mente el bocadito Jackeline que comía cuando era chico. Tenía una especie de dulce de leche, pero líquido. Una cosa bella es una alegría para siempre, dijo el poeta.
–A ver, y qué hacés vos –ella estaba ofuscada, se quitó el cabello de la cara– ¿Se puede saber qué carajo hacés vos para que el mundo sea un cachito mejor, para que este planeta no sea tan pero tan horrible?
–Bueno –dije–, te aguanto.

10.12.19

Pacífica coexistencia


Te digo lo que va a pasar.
En algún momento de tu vida, puede ser antes, puede ser después, es difícil generalizar. En algún momento de tu vida, si querés entre los veinticinco años y los treinta y cinco. Entro los veintiocho y los treinta y tres.
En algún momento vas a tener una desgracia. No, no me comí una gitana con papas españolas, es la vida, es así. Algo malo va a sucederte. Puede ser cualquier cosa. Puede ser que te caigas de la moto y te fractures una pierna en diecinueve pedazos. Puede que vuelvas del trabajo a tu casa y te hayan robado todo. Lo que ahorraste durante quince años, y la licuadora también. Puede ser que tu novia te diga que no te quiere más, que no le importa que se iban a casar. Decidió, ella, que quiere viajar.
Una tragedia, una desgracia, algo malo de mediana o alta intensidad. Salud, dinero, amor, en alguno de los grandes rubros del horóscopo. Va a pasar.
Y entonces. Acá viene la cuestión. Sucedido el hecho hay dos grandes líneas de trabajo. Están los que se enojan, los que se indignan con la vida. Los que no pueden aceptar de ninguna manera la renguera o la calvicie o la pérdida de un familiar. Se oponen con todas sus fuerzas, con todo su ser, a lo que pasa. No lo pueden tolerar. Y están aquellos que de algún modo se sumergen en el nuevo estado de cosas como si fuera una bañera llena de un líquido no del todo amable. No significa que no vayan a hacer algo, vivir se trata de seguir. Pero no muestran un desmesurado y quizás paralizante enojo ante lo que es, no dicen ‘¿por qué a mí?’. Se rinden de algún modo a la situación que les toca y eso, por paradójico que parezca, hace que todo se vuelva más vivible.
Ahora bien. Cuando lo malo suceda, cuando la desgracia ocurra, en ese momento, si no estás atento, entrarás de cabeza al grupo de los enojados, de los resentidos, aquellos que consideran que la vida los ha sentado de una trompada y se preparan para devolver el golpe.
Es un error, eso es lo que te estoy diciendo. Es el momento donde tenés que intentar como te salga, como puedas, aceptar aquello que te está sucediendo. Si no podés hacer eso, bueno, es que no estás todavía preparado. El sufrimiento, el dolor, no fue suficiente. Te hace falta más.

30.11.19

La película


Mirá, la verdad que la película no era buena. La película no me pareció gran cosa. Actúa ese tipo que es el galán del momento, no, ese no, pará, no me sale el nombre. Uno que actúa en esa película donde hace de chofer, el tipo es un piloto profesional y trabaja en sus ratos libres para distintas bandas de ladrones. Él maneja, nada más. Y después, el resto de los días trabaja en un taller, sigue con su vida normal. Habla poco, pone carita de estar pensando, aunque quizás no está pensando nada, pero tiene esa carita de ser lindo pero profundo a la vez. Las minas se pishan encima cuando lo ven.
Pero acá no. Acá el tipo es el jefe de una banda que asalta bancos. Debe ser que ya se hicieron demasiadas películas de asaltos de bancos. El tema está como exprimido.
Planean el asalto al banco, con otros cuatro, no, cinco, y algo sale mal. Viste que siempre hay algo que sale mal. Porque uno de los tipos se cogía a la mujer de otro de los tipos y ese otro lo sabe, es el más débil de la banda pero lo sabe. Lo sabe y se la tiene que bancar porque tiene mil quilombos de guita, además de los quilombos con su mujer.
Entonces planean ese asalto. Y hay un comisario local que conoce a uno de la cárcel y lo ve en un bar tomado café. Desayunando. Y el comisario local sabe que si el tipo está ahí es porque se están por afanar un banco aunque el tipo ponga carita de estar de vuelta de todo, de no querer más problemas. Ha vuelto al pueblo a ver a su hija, su única hija que vive con su ex mujer y nada más.
Así que llega el día del asalto, y como te dije algo sale mal. Y todo indica que fue por una viveza del comisario del pueblo pero no, hay una escena y en realidad todo te hace pensar que el comisario mató a uno, no al galán. Pero después te muestran que lo mató el débil, que aprovecha la situación para matar al tipo que se cogía a su mujer. Prefiere vengarse antes que levantar un bolso y escapar con el resto del botín. Después el comisario, herido y todo, chorreando sangre de la panza sale y sigue tirando mientras dos de los cinco escapan y se pierden en la ruta. El más débil prefirió ser atrapado pero vengarse del que se estaba cogiendo a su mujer.
Pero la película no es buena. Le falta verosimilitud para poder convertirse en un drama humano. Y le falta un mejor cierre para ser una película de ladrones de bancos. Se queda a mitad de camino, como si el director no terminara de decidirse. No va.
–Pero qué decís –Romina termina su jugo de naranja, vuelve a dejar, con cuidado, el alto vaso sobre la mesa–. Si la película es una película iraní. De un pueblito donde no hay agua. Los sacrificios de la madre para conseguir agua para sus hijos. La escena donde la madre se ofrece al policía para poder llenar su balde con agua. Y el hombre le vuelve a subir el chador o como se diga. Ahí lloré de verdad.
–Pero.
–Te quedaste dormido, Juan –se ríe, Romina–. Te quedaste dormido desde la propaganda de celulares. La gente te chistó en un momento pero vos nada. No parabas de roncar.
–Bueno, puede ser –dije–. Mis sueños últimamente también son poco entretenidos. Igual que cuando estoy despierto, no te voy a mentir, mi vida es de una bajísima calidad.

20.11.19

Nadar y flotar


Bajo a la calle. No son, todavía, ni las nueve de la mañana. Tengo tiempo para tomar un café, tengo que ir a trabajar.
No es tan grave, desde ya, ir a trabajar. Algo hay que hacer. La gente no sabe, la gente fantasea con lo maravillosas que serían sus vidas si tan solo pudieran dejar de ir a trabajar. Como quien fantasea lo genial que sería tener el pelo lacio o rulos, o veinte centímetros más de altura o de poronga. No saben, desde ya no pueden saber, que existe un espacio en la mente para las preocupaciones. Si uno logra vaciar ese espacio de las preocupaciones sólo será para que el espacio sea llenado por preocupaciones mayores, son leyes de la física. Quiero decir, doy un ejemplo por si tenés alguna clase de retardo, si tu principal preocupación suele ser el dinero y de pronto consiguieras dinero, entonces te preocuparás por el colesterol o por saber si existe la vida después de la muerte. El jueguito cambia de pantalla, qué sería del hámster sin la ruedita.
Se trata de hacerse amigo de las preocupaciones, las angustias, los miedos. No es conveniente luchar, si lograras erradicar una preocupación lo que le sigue es una mayor preocupación. Lo que sigue es peor. Podés nadar un poco, por supuesto, ya que estás vivo, ya que viniste. Pero la principal actividad de la vida consiste en flotar.
Bajé a la calle, entonces decía. El portero me dijo ‘estás más gordo, forro’. Caminé una cuadra, el conductor de un automóvil detenido por el semáforo se asomó por la ventanilla y dijo ‘sos horrible, loco, nunca escribiste un cuento decente’. Pedí un café, la moza me trajo el café, y acercándose a mi oído murmuró ‘no te quiere, tu novia, está claro que no te quiere. Tampoco te quiso la anterior. Sos inquerible’.
Salí a la calle. Me crucé con un perro. Una especie de Collie, sin correa, mugriento, bigotudo. ‘No te salió nada, loco’, dijo el perro, ‘tu vida no tiene ningún sentido.
Alto. Un momento. Los perros no hablan, de eso estoy seguro. Ahí me di cuenta que nadie me estaba diciendo nada.
Era yo. Era mi opinión.

10.11.19

El tema de la muerte


El tema de la muerte es un tema jodido. Sólo hay dos cosas seguras, la muerte y los impuestos, dicen los americanos. Esto es Argentina así que los impuestos no sé, vale piquete de ojos, vale patada voladora, lo vamos viendo. Pero la muerte camina.
Los que saben del asunto, los que han estudiado, superado el inicial horror, la materia, dicen que, justamente el susto, el cagazo padre, la connotación peyorativa por excelencia de la muerte, no tiene más de doscientos años.
Es cosa de occidentales, el miedo a la muerte, de occidentales civilizados, por decirlo de algún modo. Con guita.
Se ve que vos vas progresando, vas logrando cosas, no sé, te compraste un departamentito en Pinamar, aprendiste a poner fotos en Instagram y ahí, justo ahí, charán. Te dicen que te queda poco tiempo, no importa cuánto tiempo siempre es poco tiempo. Te avisan que te vas a morir, o te enterás y aparece el susto, el terror, como un gusano.
Vas a los hospitales y la gente que está en la sala de espera, mientras esperan, lloran, porque alguien está por morir. Vas a los velatorios y la gente está triste porque alguien se murió. Justo ahora. Qué le costaba esperar veintisiete años más.
El asunto es que nos perdemos todos en el camino, corriendo como un hámster en la ruedita detrás de alguna boludez que nos convencieron era importante. Y después te notificás que viene la muerte, que no vas a estar más, que alguien se va a quedar con tu colección de de capítulos de Breaking Bad o se va a sentar en shorcito sobre la butaca de cuero de tu precioso Audi A4 y no podés procesar esa información. Salís corriendo a buscar el antídoto que te haga vivir mil años.
Si miraras las tribus antiguas, los indios wichis o los esquimales, te darías cuenta que entendían la muerte de una manera completamente diferente. Algo que es natural y parte del proceso. Algo que viene con el combo y no genera mayores contratiempos.
O si querés podés mirar a un animal. Si alguna vez viste por casualidad morir a un animal, a un perro o a un gato, a un caballo quizás. Se queda de costado, echado. Hay algo ahí en sus ojos que te muestra que lo que le está sucediendo no es tan malo. No hay temor.
Ahora, por más que me sigas masajeando no veo manera de arrancar. Te puse un buen polvo, yo diría que trabajado, y vos no estás muy buena que digamos. Así que no insistas, la pija está muerta.

30.10.19

Necesidades fisiológicas


Lo que hago es lo siguiente.
Voy a lo de una prostituta, una prostituta que atienda en un departamento. Puede ser por el centro, claro, el centro está lleno de prostitutas, pero puede ser en otro barrio también.
Subo, cotizo, pago. Puede ser que haya llamado a un aviso del diario, puede ser que alguien me la haya recomendado.
Viene la parte difícil. Explicarle, a la prostituta, lo que preciso, lo que he venido a hacer. Las prostitutas por lo general, tiene que ver con el ejercicio de la profesión, están bastante hartas, repodridas. Han visto barbaridades, han visto detrás del decorado de la vida y saben que el ser humano por lo general es una inmunda basura, una mierda sin alma. Vivir con eso.
Le explico, entonces, a la mujer. Lo que tenemos que hacer.
Es desvestirnos, básicamente, quitarnos la ropa. Y sentarnos, desnudos o en ropa interior, uno frente al otro. Puede ser en los silloncitos del living, o en las sillas de la cocina, o en el piso con las piernas cruzadas. Y listo, hay que estar en silencio. Sentados, desnudos, sin hablar, frente a frente. Poca luz.
Entre nueve y doce minutos. Pasado ese lapso me pongo de pie, me desperezo, digo ‘bueno, listo’, o ‘ya estamos’.
Me visto, ya he abonado el servicio al comienzo, tal es la costumbre. A veces tomo un vaso de agua antes de irme, me lavo la cara en un baño de ajados azulejos amarillos.
Me ha pasado que alguna de las mujeres se largue a llorar como una nena, o que caiga de rodillas y se aferre a mis tobillos pidiéndome por favor que me quede un rato más, que no me vaya. Me ha pasado que mientras permanecía sentado, una mujer con los ojos cerrados comience a jadear y se deshaga en un orgasmo. Me ha pasado que algunas mujeres me den su teléfono y me pregunten cuándo voy a volver, me piden que las llame para volver a hacerlo, la experiencia, en otra parte, fuera del horario de trabajo. Intentan devolverme mi dinero, están dispuestas, ellas, a pagar.
Algunas me despiden con un afectuoso beso, con un prolongado abrazo. Insisten en mostrarme las fotos de sus hijas o de la casa donde vive su familia allá, en su pueblito natal. No recuerdo ninguna que no me haya dado las gracias.

20.10.19

Sepia


Ahora está de moda, debe ser una mezcla de curiosidad y tecnología. Está de moda, decía, verse. Con los compañeros de la primaria, veinte años después, o con los de la secundaria, veinte años después también, o más. Alguien busca a alguien por internet, claro, la idea es genial. Van a traer a un profesor en silla de ruedas, también.
Se organizan, arman grupos de waxá, mandan mails. Consiguen fotos de cuando eran chicos y tenían rulos, niños con las manos pegoteadas de dulce que pueden ser ellos o sus hijos. Algún cumpleaños con vasitos de plástico y chizitos y gaseosas sin gas. Alguien dice que vive en Barcelona o en Madrid, alguien manda la foto de sus hijos o sus padres, alguien murió y no escribe nada, alguien dice no lo puedo creer que el otro alguien se murió con razón no contestaba, alguien dice qué bueno que nos podamos ver, qué genial.
Pero no, no cuenten conmigo. Cada persona que fue al colegio conmigo, cada persona que conocí, forma parte de algo que preferiría no tener que recordar. Porque cuando sucedía lo que sucedió, podríamos decir cuando fuimos lo que fuimos, bueno, existía la llamita del piloto del calefón de la potencialidad más pura.
Ahora que nos vemos para ver qué quedó del accidente de estar vivos después de ser atropellados por el flechabus de dos pisos de la nada misma. Ahora es una autopsia, a mí no me va.

10.10.19

Modo moderno


Lo que está errado es lo conceptual, lo que está mal es el concepto. Pero cómo arreglar eso, ir a la fuente. Todo conspira en contra.
A ver. Lo que construye tu personalidad, desde siempre, es cómo enfrentás la adversidad. No, no la adversidad intergaláctica, sino lo que podríamos denominar tu adversidad particular. Y no tiene que ser algo excesivamente grave por suerte, porque si sos cuadripléjico y estás postrado en una cama sin poder tomar un vaso de agua, bueno, está claro que tu adversidad adquiere status de absoluto y requiere de espirituales interpretaciones. Hablamos de cosas que debieran ser algo más triviales, casi casi podrían entrar dentro de la categoría de incordio.
Ejemplos, siempre ejemplos. Qué tienen de malo las abstracciones.
Me refiero a si sos narigón o pelado, o si tenés poca teta (para mamíferos medianos del sexo femenino, si tenés poca teta y sos un masculino está bien). Entonces. Lo que permite la construcción de la personalidad desde la adolescencia, es qué hacés. Con eso, con lo que te pasa y no te convence del todo, con aquello que te parece injusto y te molesta.
Y no sólo ese dulce combate te construirá, te hará lo que sos, sino que además resultará un exquisito motor. Tu fealdad podría propulsarte al estudio del violín o a viajar a Nepal para sumergirte en las procelosas aguas del conocimiento.
Pero ahora no es así. Fijate vos que cambió todo. Y entonces vas y comprás un mechón de pelo de culo de canguro bebé y te lo implantás en la cabeza, o te sacás esa nariz de maldito perico y la pagás, la nueva nariz, en doce cuotas con tu tarjeta bolasplus. Ahora podés eliminar la grasa corporal aplicándote un rayo láser que te va puliendo las nalgas hasta que adquieran la textura del silestone. Podés usar lentes de contacto color verde agua. Podés broncearte con un aerógrafo que te saque ese color de piel de recién salida de un sarcófago sin jamás tener que salir al aire libre para no correr el riesgo que te pique una hormiga. Y así.
Y es justamente eso lo que te mata. La posiblidad del ‘overcoming’ del problema sin tener que poner mucho de vos. Pagás y te emparchan, te quitan, te lijan, te cosen. Pero no estás vos ahí durante el proceso, no debiste enfrentar la alimaña en que te convertiste, no te construiste desde lo que te falta, no creciste.
Igual estás bastante bien, con poca luz desde luego. Cuando yo te conocí eras un repugnante monstruo de pantano, una horrenda mujer. Incogible.

30.9.19

Si la piedra fuera azul


Pedí turno para ver a un psicólogo. Un hombre de unos sesenta años que usaba camisas de mangas cortas a cuadros y tenía siempre sobre su escritorio, o de a ratos en sus manos, una pipa vacía.
Me senté en el sillón y dije.
–Doctor, la vida no tiene sentido. Lo sé desde que tengo once años, lo supe desde siempre. En sexto grado saqué a bailar lento a Andrea y me dijo que ni loca, jamás iba a bailar lento conmigo y ahí entendí todo. Yo la crisis de los cuarenta la tuve a los once.
Después cerré los ojos y dormité unos diez o quince minutos. Cuando me desperté lo saludé y me fui.
A la semana siguiente volví a ir. Saludé, me senté.
–La felicidad no existe, doctor. La felicidad es una zanahoria para que sigamos como podemos, como nos sale, andando. Pero cuando ‘eso’ se transforma en ‘esto’, ahí estamos nosotros, con la misma tristeza de siempre. Acercarse y nunca llegar, decía la canción. No importa qué canción.
Prendí un cigarrillo, di dos pitadas. Lo apagué sobre un simpático cenicero con forma de mano, de mano abierta hacia arriba. Era de bronce, el cenicero, o de algún metal. Tenía una piedra roja en el centro exacto de lo que sería la palma de la mano, el cenicero. Y a mí me pareció que el cenicero sería mejor, quizás el mundo sería mejor, si la piedra fuera azul. Me fui.
A la semana siguiente.
–No me interesa nada, doctor –dije–. Me despierto a la mañana y no se me ocurre ningún motivo para salir de la cama. Probé comer chocolate en el desayuno, o tomar un whisky con el café. Pero nada, sé que lo que me suceda durante el resto del día va a ser una horrorosa y repetitiva mierda. La gente es repugnante además, y cada vez hay más gente en todas partes. Si me fuera a meditar a una cueva en el Tíbet, alguien en la cueva de al lado prendería un televisor en el canal de mtv latino.
Me puse de pie, me detuve por un instante a mirar en la biblioteca el lomo de un libro que me llamó la atención, un libro que había leído cuando era adolescente.
–Lo que no es desgarrador es superfluo, dijo Cioran –dije. Una bellísima frase capaz de resumir tantas pero tantas cosas.
–Para la próxima puedo pedir una picada –dijo el doctor–. Podemos jugar a algo. No sé, backgammon, dominó, ajedrez.

*ah, y el texto va con esta canción. porque así estamos.
https://www.youtube.com/watch?v=zpRm1kjsPMQ

20.9.19

Trastorno


Me cuenta Mariana que se encontró con el hermano de Tamara, y se quedó muy preocupada. Mariana es amiga de Tamara, aunque desde que Mariana está conmigo, bueno, se ven menos. Cuando yo iba a la primaria tenía un amigo que se llamaba Martín, doble escolaridad y después me iba derecho del colegio a merendar a la casa, seguíamos jugando. Lo que quiero decir es que uno crece y eso trae aparejado, de invariable manera, obligaciones, ocupaciones, llamalo como quieras. La amistad es un organismo que va mutando, eso es lo que sucede. 
El asunto es que Mariana se encontró con el hermano de Tamara, y el hermano de Tamara le contó que a Tamara hubo que internarla. Se chifló, le dijo el hermano de Tamara a Mariana, refiriéndose a su hermana y a modo de resumen. El hermano de Tamara quería ser jugador de fútbol, era un 5 con marca y buen pase. Jugaba en Platense, en la tercera, hasta que se jodió la rodilla. Rotura de ligamentos cruzados de la rodilla derecha, jamás volvés a trabar una pelota como antes. Finalmente, el hermano de Tamara se recibió de profesor de educación física, trabaja de personal trainer en un gimnasio por Villa Urquiza. Tampoco tiene mucha facilidad de palabra.
Se le saltó la térmica, dijo el hermano de Tamara, trastorno de ansiedad generalizada, con trastorno obsesivo compulsivo, con algún trastorno de personalidad que se me escapa en este momento, sumale un brote psicótico, la lista seguía. Hay más enfermedades mentales que gente, signo de los tiempos.
La encontraron a Tamara a las dos de la mañana en un cajero automático. Hasta ahí todo bien, parecía como si hubiera bajado a comprar cigarrillos y se le hubiera ocurrido retirar algo de plata. Pero no. Estaba bailando, o como bailando, supuestamente, con el cajero automático. Lo manoseaba, al cajero. Ella estaba en bombacha y corpiño, con el jean enroscado a un tobillo. Giraba y se frotaba un poco, Tamara, contra el cajero automático, y tarareaba una cancioncita. Se sacaba una teta del corpiño y la pasaba por la pantalla.
Justo entró un tipo a sacar plata, la vio a Tamara en ese estado y el tipo llamó a la policía, al 911, para avisar que no, que no era por un robo. Que había entrado al cajero automático de tal banco en tal y tal esquina y había encontrado una mina casi en bolas, dándole besitos al cajero automático. No, no era agresiva, pero sin dudas estaba mal.
–No puedo entender –dijo Mariana– qué le pasó. Fuimos juntas a la facultad, hemos veraneado en Buzios. Una mina piola, inteligente, bárbara.
–Es raro, la verdad –dije. Pero a mí no me sorprendía en lo más mínimo su actitud delante del cajero automático. Quiero decir, conmigo le funcionaba.

10.9.19

Cordones desatados


Hago lo siguiente.
Voy a un bar, un bar del barrio en el que estoy viviendo, un bar que está cerca de un colegio bastante fino (caro, eso quise decir). Voy, ponele, un día de semana a las nueve de la mañana.
Es el momento donde se juntan, en el bar, grupos de madres. Entre cinco y diez. Las mujeres han dejado a sus pequeños hijos en el colegio y tienen por lo general el resto de la mañana libre.
Las mujeres quieren hablar. A los gritos, de lo que les pasa, lo que les sucede. La concatenación de imbecilidades que ellas estarían dispuestas a denominar ‘sus vidas’.
Hablan, las mujeres. Gritan, gritan mucho. Hay metálicas, estentóreas carcajadas demasiado impostadas que apenas alcanzan a disimular el horror que sienten de estar vivas, el sinsentido de la precaria existencia, el dolor de no saber para qué corneta fueron puestas sobre el planeta tierra.
Hablan y gritan y ríen sin reír, se ponen de pie, mueven los brazos, cambian de lugar. Se cae una silla, suenan los teléfonos celulares con absurdas musiquitas y entonces hablan más fuerte con alguien que parece estar del otro lado de la pantalla y que también les responde. Más gritos sobre la importancia de conocer Estambul, de tomar yogures que te mejoren la potencia para cagar.
Me siento prácticamente en el medio. Entre mesas de ocho o diez mujeres, siempre queda alguna mesita suelta de la que se han llevado hasta las servilletas de papel. Pido un café.
Me siento, decía, saco mi cuaderno rivadavia tapa dura rayado de cincuenta hojas, preparo mi birome. Miro un rato pero no miro nada en particular, contemplo la nada.
Alguna vez escuché contar al señor Ruggeri Oscar que el señor Maradona Diego, durante los entrenamientos, jugaba con los botines desatados. Los cordones sueltos. Contaba Ruggeri que una vez intentó hacer los mismo y no paraba de tropezarse, de caerse al piso. Imposible trotar, mucho menos pensar en hacer cualquier otra cosa. Maradona le había explicado que si entrenaba así, con los cordones desatados, después durante el partido sus pies tenían una extraordinaria sensibilidad. Se infringía ese incordio, esa dificultad. Luego, su performance se volvía extraordinaria.
Yo, a la media hora más o menos, me voy a otro bar y escribo lo más bien.

30.8.19

No estés tan seguro


Qué vas a hacer cuando tu novia te diga que no te quiere más, que está cogiendo con un compañero del trabajo y te va a dejar. Qué vas a hacer cuando el doctor se acomode los lentes y te diga que no le gusta para nada lo que dice el estudio, lo que ve, que algo está muy mal. Qué vas a hacer cuando suene el teléfono en mitad de la noche y te digan tu nombre, te pregunten si vos, bueno, sos vos, si te podrías acercar lo antes posible a la seccional de policía, al hospital.
Qué vas a hacer cuando choques en la ruta, cuando te pisen el perro, cuando vuelvas a tu casa y los ladrones después de robarte pero antes de irse, se hayan puesto en cuclillas en medio del living que nunca más será living, a cagar.
Estamos a un milímetro de la desgracia, a un estornudo de la tragedia. Falta un segundo, la mitad de un segundo para que todo se desmorone como un castillo hecho de mermelada de durazno, los piolines que sostienen nuestras vidas están hechos de frágiles suposiciones y no mucho más.
Saberlo no cambia nada, no ayuda ni un poquito. Sirve apenas para pasar el rato. Y para molestar.

20.8.19

Digamos AC/DC


Después de coger me doy cuenta, es absolutamente claro para mí, que sos una mala mina. Sos demasiado consciente de tu belleza y eso se nota en cada gesto, en cómo te mirás al espejo cuando salís de la cama, como si el espejo debiera agradecerte que pases por delante. Cada gesto tuyo es de algún modo impostado, cuando te corrés el pelo de la cara, o cuando levantás tu taza de té. En tu cara se observa que estás convencida que sin tu luz los objetos estarían condenados a la opacidad más absoluta. Creés que tu paso por la tierra es lo que cambia todo, lo que le da sentido a las cosas.
Después de coger con vos es evidente que estás dispuesta a conseguir lo que quieras de este mundo, porque creés que aquello que te habita y es un don, bueno, te lo merecés, y además se impone por sobre cualquier otra cosa. Y es por eso que la riqueza, el talento, lo que sea, debe subordinarse al hecho que vos seas capaz de ponerte en cuatro patas y arquear la cintura de esa manera tan particular y tan perfecta y mirar apenas, de costado, hacia atrás, y asentir, un apenas perceptible movimiento de tu cabeza que dice sí y da paso al tren de mi deseo.
Después de coger sé que vas a llegar adonde quieras, te vas a abrir paso a los conchazos limpios y no vas a parar de hacer daño, de lastimar, de destruir. Porque también sos consciente de la perecedera naturaleza de las cosas y entonces vas a arrancar los duraznos que creés que te corresponden del árbol de todo lo bueno de este mundo.
Pero todo eso lo sé después de coger. Imposible antes.

10.8.19

Reacción natural


Te aclaro desde ya que lo mío no son, nunca fueron, las ciencias sociales. Por eso disculpame si se me escapa algún término técnico, algún detalle. Tampoco sé muy bien qué es lo mío, pero dejemos eso.
Lo que hizo Pavlov, lo genial y revolucionario que descubrió el tipo a través del estudio científico de los comportamientos, su experimento más conocido, fue más o menos lo siguiente.
El tipo, Pavlov, agarró a un perro, un perro que tenía más o menos a mano no sé, un perro cualquiera. Esperaba, ponele, hasta el mediodía. Y entonces le mostraba al perro un plato con comida. Con la comida que más le gustaba al perro, su comida preferida.
El perro veía la comida y se ponía a salivar. Una reacción natural por otra parte, no pensada.
Alto, alto. Acá viene la clave de todo. Ni bien el perro había detectado la comida, ni bien el perro empezaba a salivar. Ahí Pavlov hacía sonar una campana. Durante un minuto.
Eso es lo que hacía Pavlov, todos los días. Durante un mes.
Entonces. Un día. A la hora de siempre. Pavlov traía al perro, como todos los días. Y hacía sonar la campana. Pero no había comida. Nada. Ni rastros.
Lo mágico, lo curioso, es que el perro salivaba igual.
Se puede asociar cualquier cosa con cualquier cosa. Esa era la conclusión del experimento, más o menos. Se puede inducir una asociación, es otra conclusión. Y hay más conclusiones, tantas.
Ahora sí, puede que tengas algo de razón, no debí sacarte a patadas de mi departamento ni bien me dijiste que no querías coger. Pero si yo hubiera sido el perro de Pavlov, el día que no me servían comida le hubiera arrancado un tobillo de un mordisco a alguien. A mí no me jodan.

30.7.19

Visito a Héctor


Llego al sanatorio. Me bajo del taxi, apurado. Entro.
–Habitación 718, vengo a ver un paciente –digo en recepción. Me indican que debo ir hasta la mitad del pasillo, donde se encuentran los ascensores.
Espero. Llega el ascensor. Subo al séptimo piso. Bajo, camino por un largo corredor, siguiendo la numeración de las puertas.
716, 717, 718. Dos golpecitos en la puerta, leves. Entro.
–Cómo estás, querido –digo. Él está acostado en la cama. Tiene una sonda que va al brazo y otra a la nariz. A sus espaldas titilan un par de monitores–. No hables, no digas nada.
Me mira, está despeinado. Le han puesto una bata que deja ver su canoso torso. Parece muy delgado, aturdido. Abre un poco la boca y hace un esfuerzo, con la cabeza. Como si quisiera señalarme con el mentón.
–Te vas a mejorar –le aprieto, apenas, el dorso de la mano que descansa sobre las sábanas–. Tenés que ser fuerte. Tenés que hacer caso.
Me mira, muy serio. Recién entonces me doy cuenta que está su mujer. Sentada junto a una mesita donde han dejado los restos del desayuno. La mujer luce preocupada, ha pasado la noche cuidando a su marido, prácticamente no ha dormido.
Hay un televisor encendido pero sin volumen, es un programa donde los panelistas discuten a favor y en contra de algo. Si Batistuta y Crespo podían jugar juntos, si en verdad Neil Armstrong llegó a la luna o si se sacó las fotos en el baño de su casa. Se asoma una enfermera.
–Ahora vengo a sacarle sangre –dice y sonríe.
–Perdón –dice la señora. Se pone de pie, intenta, en vano por cierto, alisarse la pollera–. Pero no lo conozco. ¿Héctor, vos sabés quién es?
Me mira, Héctor. Se incorpora un poco sobre los almohadones, pero siente dolor.
–No –dice–. La verdad que no.
–No, claro que no me conocés, pelotudo –dejo los bombones que compré sobre el sillón, y un par de revistas–. Por lo general la gente es repugnante. No paro de confirmar y reconfirmar que la gente es una mierda. Porque no te conozco, porque no tengo la más puta idea de quién sos es que vine a desearte que te mejores. Si te conociera no me importaría un pomo lo que te pase, estoy casi seguro.

20.7.19

Modos de ver


Le expliqué lo que me sucedía, lo que ocurría por lo general, todo el tiempo. A ella.
–Vamos a un bar cualquiera –le dije–, a las siete de la mañana. A un bar que esté vacío, y vas a ver que cuando entre una persona, cualquier persona, se va a sentar lo más cerca mío posible. Tiene todo el bar para elegir, el tipo, quiere leer un poco el diario antes de ir a trabajar. Pero si pudiera se sentaría tocándome espalda con espalda, o codo con codo, aunque estemos en Enero y hagan treinta y nueve grados a la sombra.
–O si estoy en el subte, en el andén –dije–. Y me voy hasta una punta, a una punta donde no hay nadie. Va a venir alguien y se va a parar al lado, a menos de tres centímetros de distancia. Invadiendo lo que podríamos denominar mi ‘espacio ecológico’. Quizás incluso el subte ni para ahí, quiero decir, estoy demasiado adelante, o demasiado atrás.
–Y así podría seguir –le dije–. En un restaurante, o en la calle. O si me paro en un supermercado en una caja que no tiene cajera, una caja que está cerrada y dice ‘caja cerrada’. De inmediato se forma una fila detrás de mí.
–Es verdad, lo ví –me dijo ella–. Se ve que tenés poderes. Algo de tu energía atrae a la gente, sos una especie de vórtice.
–No –dije–. Yo creo que el cosmos no se pierde ninguna oportunidad de romperme las pelotas. Debe ser eso.

10.7.19

Miedópolis


Nos vendieron el progreso, nos vendieron la modernidad, pero hay un problema. Tiene una falla, una contra que hace moco todo lo demás.
En la antigüedad, en las primitivas civilizaciones, había un temor. Un temor que regía las conductas de los hombres, algo que, interpretaciones mediante, les permitía saber si lo que estaban haciendo estaba bien o estaba mal.
Un único temor. Sí, claro, el temor a Dios. De eso estamos hablando.
A través de ese temor eran interpretados los terremotos y las tormentas eléctricas, las buenas cosechas, las picaduras de las víboras, la fertilidad de las mujeres.
Luego pasó el tiempo y nos sofisticamos todos. Llegaron los automóviles y las computadoras, el club med, twitter, las bicicletas fijas, la comida molecular.
La gente se dio cuenta que podía decidir qué hacer, tatuarse una jirafa lavándose los dientes sobre la nalga derecha, meterse un turrón en el culo y filmarse cantando ‘Beast of burden’, con el turrón en el culo, y subir el video a youtube. Dimos entonces paso a un temor cada vez más y más indefinido y nebuloso, algo en qué pensar cinco minutos como máximo, los domingos, antes que empiece algún partido de la copa uefa, la champions, la copa melba, la conmebol, la sobortnik cup.
Encarcelado el reverencial temor, vinieron los pequeños temores. Miles de pequeños temores que pelean el protagónico según la moda. Y ahora tenés miedo que se caigan los aviones, tenés miedo del colesterol, tenés miedo a la calvicie o a que las tetas te pasen la línea de la cintura según el caso, tenés miedo de no entender los capítulos de la serie ‘lost’, tenés miedo que tu teléfono celular no vibre bajo el agua o que no te haga efecto el último yogur inventado para poder cagar como un colibrí.
Cambiamos un temor por una catarata de temores, vamos por la vida como famélicos zombies asustados por cualquier cosa. Y yo te digo que era mejor cuando le temíamos a una sola cosa, cuando nos parecía que Dios eructaba su fastidio a través de un volcán, o nos indicaba, mediante un rayo y un trueno, a qué árbol debíamos subirnos para cazar.

30.6.19

Dividido cero


A ver si lo entendés, aunque no creo que lo puedas entender, no creo que lo entiendas. Para entenderlo, bueno, en principio no deberías ser vos. Deberías ser otra persona. Esa persona que no sos vos lo entendería.
Vas por la vida, qué otra cosa vas a hacer, qué otra te queda. Vas por la vida, se mueve la cinta transportadora. Es una situación ajena a tu voluntad, por decirlo de algún modo.
Vas y te mostrás, lo que sos, tus pequeños logros. Tu hijo o tu auto, las zapatillas que te pudiste comprar, el matrimonio que pudiste sostener. Creés que tu trabajo o tu esposa o tu perro Fox Terrier pelo duro, las fotos de tu último viaje a Buzios, ese cursito de fotografía, bueno. Eso es lo que sos, lo que tenés para mostrar de vos. Cada uno con sus particularidades y estilos.
Pero no. Está mal. No es así, y ése es justamente el corsé que te aprieta. Es el problema. Porque lo que te define es todo lo que no sos. Estás hecho de todo lo que no te salió, los sueños rotos, los colectivos que no pudiste alcanzar, los whiskys que no tomaste, los abrazos que no te dieron.
Si pudieras presentarte desde ahí, desde todo lo que quisiste y no pudiste, desde todo lo que te hubiera gustado y no sucedió, ahí sí, quizás todavía podrías ser interesante. Al menos para mí.

20.6.19

Parpadeo


Me pasó algo extraño. Bajé del ascensor como todos los días, para ir a trabajar. El ascensor se detuvo en el tercer piso. Subió un vecino. No, ya sé, hasta ahí nada raro, qué puede tener de raro que pare el ascensor, que suba un vecino.
Pero el vecino, que siempre me había resultado un repugnante ser, casado con una mujer teñida de un rubio chillón, mala y absurda. El vecino, decía, me cayó bien. Comentamos alguna generalidad sobre el clima o algo de fútbol. Llegamos a la planta baja, nos deseamos un buen día.
En el subte la gente era correcta, no irradiaba esa mezcla de estupor y furia apenas contenida. Alguien me pisó y me pidió disculpas. Una chica que escuchaba música con unos gigantescos auriculares puestos, levantó por un momento la cabeza. Me miró y sonrió.
Vino alguien de la oficina a recomendarme un cuento que había leído y que le había gustado mucho, lo había conmovido. Me había ido a comprar el libro para regalármelo. ‘Sé que a vos te gusta leer’, dijo.
Así siguió, más o menos, el resto del día. Un automovilista me dejó cruzar, aunque el semáforo le permitía el paso a él. Volviendo a casa entré en una fiambrería, compré salame y queso. Le hice un chiste, apenas subido de tono, a la chica que atendía. Se ruborizó, contuvo la sonrisa. Era cuestión de volver, invitarla a salir.
No sé cómo decirlo, el mundo se había vuelto amable, las cosas funcionaban. Llovía, apenas, brillaban las hojas de los árboles. Caminé despacio, era lindo sentir el movimiento de las piernas. Anochecía. ‘Linda noche para tomar un poco de vino’, pensé.
Entonces parpadeé. Estaba acostado, había un dulzón olor a flores. Alguien lloraba.
Traté de moverme y descubrí, por curioso que parezca, que no podía moverme. Estaba muerto, me estaban velando.
Para que no te moleste más nada, el viejo truco de morirse.

10.6.19

Chinchin


Te va a pasar lo siguiente. Tenés que tener más de treinta años, eso sí. Antes de los treinta años podríamos decir que sos un géiser, el avión va para arriba. La finitud es un concepto que no se te pasa por la cabeza.
Lo que te va a pasar te puede pasar un día de semana, un miércoles a la noche durante el partido de fútbol que jugás, sí claro, con los muchachos. O te puede pasar manejando el automóvil, tu automóvil, como todos los días cuando salís del trabajo y te volvés para Escobar. Quién carajo te habrá dicho que era una buena idea irse a vivir a Escobar. O te puede pasar, incluso cogiendo, cogiendo con tu señora, en mitad del asunto, bombeando sin excesivo interés, sintiendo una leve lumbalgia que amenaza con pararse en dos patas y transformarse en cuadriplejia pero aún así dispuesto a cumplir, bombeando porque fuimos puestos sobre la tierra para coger y porque la función hace al órgano y como dijo bugs bunny eso es todo amigos.
Lo que te va a pasar es que vas a escuchar una campanita. Aunque en realidad no es exactamente una campanita pero podría confundirse con el sonido de una campanita. Es, no sé cómo corno se llama el instrumento, en el colegio primario le decíamos ‘chinchin’. Son dos platitos de metal, no sé de qué metal, de bronce supongo, pequeños y unidos por un cordel. Sostenés el cordel en una mano, con dos o tres dedos, y hacés chocar los platitos, de costado, entre sí. Chinchin.
Y te vas a dar cuenta que la vida en general, tu vida en particular, no tiene el menor sentido. De pronto te das cuenta que no te interesa, que incluso no serías capaz de recordar por qué alguna vez te interesó, tu trabajo, el partido de fútbol con los muchachos, tu mujer.
Es eso, un chinchin y todo se desmorona. Estás perdido en el medio de la vida y no sabés cómo vas a hacer para seguir, tampoco tenés adónde volver. Lo construido, lo que sostiene tu absurda existencia, ya no tiene la menor importancia. Curiosa sensación, simpática y aterradora a la vez.
Ahí estás vos, sos eso. Toda tu vida fue para eso aunque puede ser que no lo veas así.

30.5.19

La fuerza de la costumbre


Habíamos ido a cenar, pero veníamos discutiendo de antes. La verdad que no parábamos de discutir, con Adriana. Vivíamos juntos hacía casi un año, y estoy seguro, antes de la convivencia la pasábamos bien. Nos íbamos fuera de temporada una semanita a la costa. Caminábamos por la playa, cogíamos con entusiasmo, con interés. A ella le gustaba ir a un apart en lugar de hoteles, así podía cocinar. Hacía guiso de lentejas, hacía milanesas con puré.
Estudiaba, Adriana, psicología, le faltaba poco para terminar. Quería trabajar en hospitales, tener un consultorio privado, también.
Y estaba buena, había hecho destreza corporal, o gimnasia artística, de chiquita. Y después, yoga, mucho yoga, había viajado a la India un par de veces. Tenía un culito compacto y firme, flaca, tetas puntiagudas. Un cuerpo que le iba a durar, incluso después de la maternidad. Cualidades perdurables.
Pero. Como todas las cosas de este mundo, se arruinan (en el universo no existe manifestación sin polaridad, podés anotarla si querés, no te cobro nada). Nos fuimos a vivir juntos, y comenzó a quejarse. De mis puritos a última hora de la noche, de cómo dejaba tirada la ropa cuando volvía del trabajo, de mis ganas de coger y comer pizza fría en el desayuno, de mis amigos.
Me gustaba ir a cenar a alguna parrilla de barrio, o a una cantina. Ella estaba con una cara de culo total, cara de culo absoluto.
Vino el mozo, pedí. Ella dijo que no tenía hambre, alguna boludez por el estilo. Pidió una entrada, dijo que para qué me pedía la botella de vino si sabía que ella no quería tomar vino en la semana.
–Pero yo sí quiero –dije–. Me gusta el vino.
Permanecimos en silencio, llegó la comida. Al rato explotó.
–Mirá, la verdad que me molesta. Me molesta que tomes vino y después quieras coger todos los putos días. Me molesta las boludeces que hablás con el mozo como si fueras un entendido de la vida, me molesta los programas de televisión que ves hasta que te quedás dormido, qué carajo te puede importar la vida de las cebras en National Geographic. Me molesta que vivamos en un departamento y no en una casa, esta ciudad es una mierda. Me molesta que me vuelvas a contar esa anécdota pelotuda de cuando jugabas waterpolo, y que te puedas quedar dos horas frente a un tablero de ajedrez. Me molesta que cuando te digo lo que me molesta de vos pareciera como si no te importara, Juan.
–Bueno –dije, tomé un trago de vino, pinché un par de ravioles–. Lo que no entiendo es por qué no te vas de una buena vez.
–La verdad que tenés razón, ahora que lo pienso –sonrió, se acomodó un mechón de pelo detrás de una oreja–. Pero adónde voy a encontrar alguien como vos, del que me moleste casi todo.

20.5.19

Tomalo como una aproximación


Hay un momento, un jugador de fútbol profesional acaba de trabar una pelota y siente algo, algo que hasta ahora jamás había sentido. Siente que algo se ha roto mientras cae, mientras termina de caer, la rodilla, un ligamento. Y llega el dolor pero todavía no llegó el dolor, es una ventanita de tiempo hecha de una ranura, de un parpadeo, de un instante. Y el dolor está ahí pero todavía sin llegar, acaba de abrirse la canilla del dolor y el hombre, el jugador de fútbol, mientras cae, mientras se revuelca sobre el césped que nunca fue tan verde sabe que todo su mundo se desmorona y nada volverá a ser como antes.
Hay un momento, un momento en que volviste a tu casa y entraste al edificio y llamaste el ascensor y entraste al ascensor y tocaste séptimo piso. Y abrís la puerta del ascensor, o la puerta del ascensor se abre. Y ves que la puerta del departamento, de tu departamento, está apenas entreabierta y debería estar cerrada porque vivís solo. Y te acercás, dos pasos por el palier, y dos más, y empujás la puerta pero no la empujás, apenas, una mano sobre la puerta y tenés esa sensación de caída que sólo tuviste en sueños. Y todavía no entraste al departamento pero te estás cayendo porque sabés que del otro lado de la puerta ha pasado algo muy malo.
Bueno, así me siento yo por lo general. Todo el tiempo, así la vivo.

10.5.19

Caracterológico


Hay, mucho me temo, dos clases de personas, no hace falta darle demasiadas vueltas al asunto.
Están los que no hacen nada, nada de nada, y están los que hacen algo todo el tiempo.
Los sujetos que no hacen nada, a veces se les da por pensar lo interesante que podrían ser, el fantástico giro que podrían tomar sus vidas, si tan solo se les ocurriera hacer algo. Algo que de más está decir no hacen porque no les dura la pulsión. No les sale nada.
Los sujetos que hacen algo todo el tiempo, los sujetos que no paran de hacer cosas, piensan a veces lo bueno que podría ser descansar, estar aunque sea por un breve intervalo de tiempo sin hacer nada.
Pero no es posible, lo que equivale a decir que no se puede. Porque aquellos que no han hecho nada, cuando intentan hacer algo descubren que justamente, hacer algo es una experiencia de lo más insatisfactoria. Resulta difícil comprender, después de intentarlo, cómo es posible que existan sujetos sobre la faz de la tierra que corran maratones, laven el auto, o planten duraznos. Y aquellos que hacen algo, aquellos que parecen estar ocupados haciendo cosas todo el tiempo cuando intentan parar, detenerse, descubren el novedoso horror al vacío. Sin tener algo para hacer perciben que prácticamente no son, no existen. Sin la particular actividad que practican (y el correspondiente grupo de pertenencia), la vida se transforma en una desolada playa.
Luchar contra ese caracterológico rasgo resulta tan absurdo como inútil. Tratar de no ser lo que a uno lo define es una situación que provoca frustración y angustia en indefinibles proporciones. De eso se trata estar vivo, por otra parte.

30.4.19

Acto reflejo


Lo que tenés que hacer es bien sencillo. Llegás a una esquina, cualquier esquina, si es una esquina bien concurrida, con mucha gente que pasa, mejor.
Llegás, a la esquina, para cruzar. Y el semáforo está en rojo, en rojo para los autos, lo que equivale a decir que está, el semáforo, en verde. Para vos.
Pero no cruzás. Llegaste a la esquina, venías caminando y podés cruzar. Pero no cruzás. Te parás, y mirás, hacia arriba pero apenas. Mirás al frente, al horizonte aunque no haya el más mínimo horizonte para ver ni para vos ni para nadie. Estamos en medio de la ciudad.
Y vas a ver que al toque nomás, casi de inmediato, otras personas se detienen. Otras personas que iban a cruzar, que venían caminando e iban a cruzar, al ver que vos no cruzás, miran el semáforo y el semáforo dice que pueden cruzar pero vos no cruzás. Las personas se detienen junto a vos y te miran, esperando un gesto aunque sea, algo que les indique si se puede cruzar, o por qué vos no cruzás. No saben qué hacer.
Lo mismo podés hacer, por ejemplo, en el subte. Vas para el centro, ves que viene el subte. Te acercás a uno o dos pasos del borde del andén. Llega el subterráneo, se abren las puertas. Y entonces. Das un ínfimo medio paso hacia atrás, cuando lo que debías hacer para subir al subterráneo, era justamente dar un paso hacia delante.
Das ese medio paso hacia atrás como si hubieras visto que adentro del vagón están degollando un cabrito, o hay un tipo en cuclillas, desnudo, defecando. Pero nada de eso, lo que hay es gente, gente viajando en subte para llegar a su trabajo, la infinita tristeza, el horror de estar vivos.
Te quedás quieto, muy quieto mirando hacia la nada misma, y vas a ver que un par de personas más deciden no subir, al subterráneo, esperar el próximo subte, esperar con vos.
Podés encontrar, de seguro, dos o tres situaciones parecidas que te permitan replicar la conducta, el comportamiento que te acabo de relatar. Tenías que hacer algo, tenías que avanzar, y no lo hacés. Agarraste el pote de mendicrim, lo sostenés un segundo a la altura de tu pecho y lo volvés a dejar donde estaba.
Vas a poder corroborar entonces que hay tantísima gente en el planeta tierra que no tienen la más pálida idea de por qué hacen lo que hacen, ni para qué. Van copiando lo que ven.

*me vino a la mente que me repito, que no hago otra cosa que repetirme, lo único que hago es repetirme. y encontré que sí, que vuelvo sobre los mismos temas que me visitan. no es tan grave (diciembre 2008, ‘fenómenos inexplicables’).

20.4.19

Por culpa del ajedrez


A veces estoy desayunando en un bar, a la mañana bien temprano, y veo una parejita, abrazados o tomados de la mano. Me levanto, me acerco a la mesa y le digo al muchacho ‘Cogela, cogela mucho ahora, y por el orto. Acabale en la cara, decile que te encanta verla sonreír con la cara llena de leche. En poco tiempo, cuando se vayan a vivir juntos, te va a esperar indignada a que llegues del trabajo para contarte que el marido de la vecina sacó pasajes para Buzios, y vos encima te olvidaste de comprar queso rallado. No servís para nada’.
​O voy caminando por la calle y veo a un pibe estacionando su flamante autito. Me acerco a la ventanilla, se asusta por un momento pensando que lo venían a robar. Pero sonrío, niego con la cabeza (con qué te gustaría que niegue) y le digo 'Sí, no lo podés creer, te parece que sos un campeón. Esperá a que te lo rayen y el seguro te diga que no lo cubre. En menos de dos años vas a estar yendo para Necochea, primer quincena de Febrero, y te vas a dar cuenta que seguís siendo el mismo pelotudo de siempre. Pero podés parar en la ruta a tomar un café con leche, y podés comprar medialunas para llevar, eso sí’.
​Podría seguir con los ejemplos, claro. No hace falta, claro también.
​Y las personas se fastidian mucho, es una mezcla de enojo y sorpresa, como si no pudieran alcanzar a comprender lo que les estoy diciendo. Y a mí me sigue dando ternura descubrir que todavía exista gente que no sepa que todo termina mal.

10.4.19

Compleja maquinaria


Terminamos de coger. Ella habló.
–Estuvo bueno, la verdad –se acomodó un almohadón detrás de la espalda para quedar algo más erguida, quería fumar–. Viste que cuando uno conoce a alguien, bueno. Las primeras veces, las cosas no tienen por qué funcionar del todo bien. Una ya trae su mochila de vivencias, no somos adolescentes.
–Es verdad –dije. Dudé en levantarme para ir a servirme un whisky. Me pareció sentir un pinchazo en la cintura que se fue extendiendo hacia abajo, si intentaba levantarme iba a quedar cuadripléjico de por vida. Seguro había hecho un movimiento brusco, mejor quedarme quieto, respirar un poco. Respirar puede ser una actividad de lo más satisfactoria. Necesaria y suficiente.
–Y no me puse arriba, digo, con lo que a mí me gusta coger estando arriba –encendió el cigarrillo, pitó–. No me subí porque me pareció que a vos te gusta dominar, por cómo me agarrabas, por cómo me apretabas el pelo. Se nota que te gusta controlar la situación.
–Sí, puede ser –dije.
–Tampoco me dijiste nada cuando estabas por acabar –se sacó el pelo de la cara–. Pensé que te ibas a sacar el forro y me ibas a pedir que te la chupe. Si bien es muy de película porno, la verdad que tiene sentido. A mí no me molesta para nada, eh. Digo, hacerte acabar, que termines, con la boca.
–Está muy bueno también. Pero se ve que venía embalado, no hizo falta.
–Cuando me tenías en cuatro patas me pareció que me ibas a hacer la cola. Por cómo me agarrabas la cintura, los cachetes, y sentí un dedo. Ahí pensé que me ibas a hacer la cola. Porque viste que hay mujeres a las que no les gusta, les da asco o les duele, no sé. Pero a mí sí me gusta, que me hagan la cola. No te digo siempre, no te digo que es lo prioritario. Pero a veces, bueno, es como si me lo pidiera el cuerpo. No el cuerpo, la cola –se rió, una risa corta–. Así que ya sabés, no tengo problemas.
–Suma mucho, eso, ahora que lo decís –me moví, apenas, para ver si sentía las piernas, si iba a poder levantarme–. La clave está en usar un buen lubricante.
Sonó un celular, desde el comedor. Podía ser el mío, podía ser el de ella.
–Me va coger en un lugar raro –dijo–. Si te gusta coger en la terraza o parar el auto a un costado de la ruta. No me molesta disfrazarme, hay tipos a los que les calienta. De colegiala, de enfermera. Una vez me compré un traje de la mujer maravilla.
–Sí, a veces está bueno hacer cosas diferentes –dije.
–Así que ya sabés –dijo, se rascó debajo de una teta, muy suave, con un meñique–. Yo no soy de esas minas para las que coger es un fastidio. Me gusta que la persona que está conmigo la pase bien, que disfrute. Que me diga lo que quiere.
–Mirá –dije–. No te lo puedo asegurar, pero creo que desde hace un tiempo lo que más me gusta es que no me rompan mucho las pelotas.

30.3.19

Lo que necesitamos es confianza


Estaba en el casino. En Miramar. Principios de diciembre, algo de gente pero no tanto, no el infierno todavía.
Me acerqué a una mesa, una mesa de ruleta.
–Señor –dije–. Sé exactamente el número que va a salir. Se lo digo si me promete compartir el diez por ciento del premio, conmigo. No voy a fallar, es como si lo estuviera viendo.
El tipo, algo mayor, me miró con desprecio. Siguió jugando. Cargó con calles y cuadros la primera docena. Puso tres o cuatro fichas grandes, fichas de chance, al colorado. Salió el 31.
Cambié de mesa. Caminé unos pasos. Había gente, algunos matrimonios, muchos desesperados, muchos solos.
Me acerqué a un hombre de lentes que se pasaba la mano por el pelo, nervioso. Tenía la camisa manchada a la altura de la panza con salsa, con tuco.
–Disculpe –dije–. Tengo un don, puedo ver exactamente el número que va a salir. Pero no tengo dinero. Le digo el número, el número que va a salir, si comparte el premio conmigo. Algo, no sé, una comisión.
–Salí de acá, forro –me contestó el hombre, y se cambió de lado de la mesa.
Entonces tuve una revelación. Vi todo con demoledora claridad. Me estaba sucediendo, justamente, lo que me había sucedido siempre. Con las mujeres, quiero decir, en el amor. Nadie me había dado, nunca, una oportunidad. Nadie había aceptado tomar el riesgo, conmigo, aceptar que yo fuera ni más ni menos que la suerte.
No, ya sé, vos querés saber si acerté los números que fueron saliendo. Problema mío.

20.3.19

Rey de la selva


Básicamente no miro televisión. Pero miro la televisión, enciendo la televisión un rato, como compañía.
No me interesa un pomo de lo que pasen por la televisión. Tampoco me interesa lo que pasa, en mayor medida, en la realidad. La televisión es básicamente concursos, programas donde la gente compite, bailan o cantan, se fijan quién puede pishar más lejos o escupir más alto. Y después tenés los noticieros, que no son más que un delivery de tragedias, terremotos, asesinatos. La idea es tener a todo el mundo mansito y asustado.
Pongo la televisión en el canal de National Geographic y miro cualquier cosa. Un rinoceronte caminando, una jirafa buscando algo, las llaves de su casa o el cepillo de dientes, dentro de la copa de un árbol. Un cocodrilo esperando, esperando y esperando que pase alguien más o menos distraído para arrancarle una pierna de un mordisco.
Algo llama mi atención.
Si te fijás bien, no importa lo temible que sea la criatura en cuestión, el poder que tenga. Siempre hay alguien que le está rompiendo las pelotas.
Podés ser el león, el rey de la selva, y cuando con un teleobjetivo lo enfocan de cerca vas a ver que los mosquitos le dan vueltas alrededor de la nariz, de los ojos. Sos un tigre, te acabás de mandar una estratégica maniobra para cazar un antílope, te sentás a comer, tranquilo, debajo de un árbol. Al toque se te presentan siete o nueve hienas a mangarte, te tratan de afanar algo, te piden diez pesos para la birra.
La verdad que me sirvió mucho, ver eso que te estoy contando. Porque entendés de una vez y para siempre que no importa dónde vivas o de qué labures, no importa el barrio en el que te sientes a tomar un café. Siempre te van a estar molestando. Alguien que habla por teléfono a los gritos, alguien que te tose en la cara, un televisor encendido en el canal de mtv latino, los colectivos que paran sobre la senda peatonal, alguien que te pisa en el subte mientras juega al candy crush y no aprendió a decir ‘perdón’.
Son leyes de la naturaleza, no se puede luchar contra eso.

10.3.19

El otro Cooper


En mi época de estudiante secundario, en las clases de educación física, solía haber un test, una prueba. La prueba, clásica por cierto, consistía en correr por el tiempo de doce minutos. Test de Cooper, así se llamaba la prueba.
Se ponía a los alumnos a correr por doce minutos, y luego se observaba la distancia que habían recorrido. Creo, si mal no recuerdo, que para estar vivo, para verificar que a uno le anduviera más o menos bien el corazón y las piernas, era preciso correr más de 2.5 km. Luego, si uno era capaz de correr 3 km, listo. Eso significaba que uno estaba dotado de cierta capacidad de atlético orden.
Hacen falta años, como tantas otras cuestiones en esta vida, para descubrir la futilidad de la prueba. El error de conceptual índole en que el test está basado. La falta de mayor aplicabilidad, por qué no de criterio.
Lo que uno puede hacer, aunque ya se haya terminado la escuela secundaria, es probar. Ver cuánto whisky sos capaz de tragar en doce minutos, cuántos cigarrillos sos capaz de fumar, cuántas milanesas se pueden devorar. En doce minutos. Si podés chupar una concha durante doce minutos, o permanecer con la japi parada adentro de algo, de una boca, de un culo, de un frasco de mermelada de naranja La Campagnola, doce minutos.
Porque nunca es tarde para aprender, demos gracias a Dios por eso.

*y queda todavía un cooper más, el mini cooper. pero no jodamos.

28.2.19

A ver, permiso


Estaba tomando un café en un bar, debían ser las ocho y media de la mañana. Tomo un café y miro por la ventana, de lunes a viernes, antes de ir al centro. Vendo mi alma por unas monedas, más o menos como hace todo el mundo. Me gano la vida.
De pronto, un hombre sobre la avenida, un hombre que parecía estar esperando para cruzar, se sintió mal. Con una mano se apretó el pecho, tambaleó. Intentó afirmarse contra un semáforo pero no pudo, el impacto de lo que le estaba sucediendo era superior a su capacidad de comprensión y raciocinio. Cayó boca arriba.
–¿Señor, se siente mal?
–¡Médico, a ver! ¡Llamen a un médico!
–¡No lo toquen que es peor! ¡Déjenlo respirar!
Se juntó un grupo de curiosos, gente. Con buenas intenciones y cero conocimiento desde ya, pésima combinación. Se juntarían también frente a la vidriera de una casa de electrodomésticos si estuvieran pasando en un televisor Argentina-Holanda del 78. La gente es muy pelotuda, básicamente.
Terminé mi café. Salí a la calle, me acerqué.
–A ver, permiso –dije. Busqué en el bolsillo interior del saco, la billetera del hombre. Poca plata. Le saqué el reloj, el celular. Miré los zapatos, demasiado caminados, y chicos.
–Oiga, ¿usted es médico? –negué apenas con la cabeza (¿con qué querés que niegue, con la poronga?) – ¿Por qué le saca las cosas?
–Señores, esto es una guerra –me guardé la plata, tiré la billetera–. Ya están grandecitos, deberían saberlo.

20.2.19

El perro y la lluvia


Necesitaba trabajar. Era joven, demasiado joven, y necesitaba trabajar.
Para ser algo más riguroso con los conceptos, no necesitaba trabajar, de ninguna manera. Lo que necesitaba era dinero, eso sí. No sabía robar, no sabía tocar el bandoneón. Si se miraba bien la cuestión, no había absolutamente nada que yo supiera hacer. Es por eso, nada más que por eso que la gente que trabaja, trabaja. Porque no saben hacer nada más.
Estaba yendo a la facultad, a estudiar, no importa qué. Mandé algunos mails, me anoté en algunos sitios web. Y me llamaron, me djieron que sí, que podía haber trabajo para mí.
Ahí llegamos, hago lo que puedo, a lo que quiero contar.
Para conseguir trabajo, para dejar veinte o treinta años en una estúpida oficina, tenés que pasar, entre otras cosas, un examen de salud. Lo que equivale a decir que para morir tenés que demostrar, precisamente, que estás vivo. Los trabajos no contratan muertos, el chiste es irlos matando de a poco. Si ya estás muerto de antes no te toman, no entrás.
Lo otro que te hacen, que te piden que hagas, es un psicotécnico. A eso quería llegar.
Dentro del test, del test psicotécnico, del test de manchas y completar figuritas y cosas así, me pidieron que haga un dibujo. De más está decir que no sé dibujar, otra vez, si supiera dibujar quizás no precisaría trabajar.
Lo que me pidieron que dibujara era una escena, con una casa, un hombre, un árbol, una mujer, un chico, no sé qué más. Me tomé unos buenos diez minutos, hice el dibujo. Una escena familiar.
Dibujé la casa, con un sendero y un árbol. Un hombre llegando a su casa, con su maletín, en traje, de trabajar. La mujer en la puerta, un hijo mirando por la ventana. Se me ocurrió dibujar un perro, también, un perro boludeando por ahí.
Se me ocurrió que llovía, que el hombre volvía a su hogar, de trabajar, y su esposa lo esperaba con una sonrisa. Y llovía, también. Llovía, como suele suceder con los fenómenos naturales, como se suele decir en la jerga militar, sin causa.
Llamé a la mujer que me estaba tomando el test. Me puse de pie, le entregué el dibujo. Me volví a sentar.
La mujer miró el dibujo, un buen rato. Se acomodó sus lentes sin marco sobre el puente de la nariz. Carraspeó. Olía a ropa vieja, la mujer, a perfume barato, a fracaso más o menos tradicional.
–Ajá –dijo la mujer, debía tener más de cincuenta años, una pequeña verruga peluda sobre la mejilla izquierda–. Veo que dibujó un perro, también.
–Sí –dije –. Se me ocurrió que la familia tiene un perro. Me gustan los perros, además.
–Y llueve –dijo la mujer.
–Sí, llueve –dije yo–. Siempre me gustó la lluvia.
–¿Y el perro se moja? –Algo en el tono de la mujer cambió, se hizo más oscuro, más metálico.
–¿Eh?
–Si el perro se está mojando –repitió la mujer. Y me miró.
–Bueno, sí, supongo –me senté más derecho en la silla–. Si está lloviendo, el perro se moja.
–Fíjese –la mujer me mostró mi dibujo, y señaló con un dedo, al perro. Las gotas, los puntazos del lápiz, las rayitas que debían representar la lluvia caían sobre la casa, sobre el árbol, sobre el hombre, sobre la mujer parada en el umbral. Pero no sobre el perro, ubicado en el extremo inferior derecho de la hoja–. Por eso se lo pregunto.
Me miró, la mujer. Apoyó la hoja sobre la mesa, se quitó los lentes, cruzó los brazos.
–Mirá –dije–, el que necesita el trabajo soy yo. El que necesita este trabajo de mierda y por eso tengo que hablar con una pelotuda como vos soy yo. Si me decis algo más, si volvés a abrir la boca agarro esos anteojos y te los meto por el culo de una, acá arriba de la mesa, y cuando los saques y los logres enderezar un poco y los vuelvas a usar, los anteojos, cada vez que te los pongas te vas a acordar cómo sos por dentro, de qué horrendo material estás hecha. El perro no tiene la culpa que este sea un mundo tan asqueroso, eso es más o menos lo que te quise decir.

10.2.19

A veces siento que no te conozco


Vivíamos con Mónica juntos hacía más de seis meses, pero menos de un año. Dormíamos juntos, mirábamos televisión, cogíamos. Ella trabajaba en un estudio de arquitectura, yo seguía con mi via crucis financiero, picando la piedra de la guita. La vida se volvía predecible pero no rutinaria, una amable meseta para compartir lo simple. Te venías grande, te dabas cuenta que no ibas a ser Keith Richards y que tampoco era tan grave. Entendías que vivir no era tirarse en ala delta en pelotas, ni nada de lo que apareciera en la tapa de las revistas. Habías estado en esa playa y el agua no era tan turquesa, las palmeras estaban desteñidas. Era como cuando veías la televisión en National Geographic, la majestuosidad del león, la curiosidad de la cebra. Si ibas y lo veías en persona el león tenía toda la melena pegoteada de pis y los mosquitos le daban vuelta alrededor de los ojos, el rinoceronte apestaba como si no se hubiera pegado una ducha en veinte días.
​El mundo estaba photoshopeado hasta la manija, si la gente pudiera apreciar la realidad de las cosas aunque fuera por un instante, no tendrían más remedio que matarse.
​–Nunca me decis lo que te pasa, Juan –Me dijo Mónica, mientras cenábamos bajo las impiadosas luces de la cocina–. Sos hermético.
​Después otro día, cuando salió de la ducha mientras yo terminaba mi café antes de ir a trabajar.
​–No sé, Juan, a veces siento que no te conozco –se me quedó mirando mientras terminaba de secarse el cabello con un desteñido toallón–. Te miro pero no consigo saber qué estás pensando.
​Y después, una vez que había llegado temprano del trabajo. Miraba la televisión pero no miraba, sólo veía formas que se movían con el volumen bajito, sentado en el sillón del comedor.
​–Qué hacés, Juan –llegó, ella, traía una bolsa del supermercado–. Me gustaría saber más de vos, lo que pensás cuando te quedás callado mirando una pared, cuando no decis nada.
​–Bueno –dije, estaba tomando un whisky pero no me quedaba casi nada, pasé la lengua por un costado del vaso intentando sentir otra vez el calor, como si fuera un oso que recuerda la miel–. Lo que me pasa es que me di cuenta que no te soporto. No sólo me aburre verte, te diría que me aburre hasta tener que cogerte. Y me preocupa un poco la verdad, porque me conozco y sé que es muy difícil que cambie, una vez que me pasa. No sé, como si se rompiera un vidrio. Me preocupa, te decía, porque me conozco y sé que no hay manera que se me pase este fastidio, no se me va a ir.
​A partir de ahí Mónica no preguntó más nada. Y hubo una reunión social, un cumpleaños en el que la escuché decirle a una amiga que una de las cosas que más le gustaban de mí era que no podía saber qué me pasaba por la cabeza, mis silencios.

30.1.19

Un día de calor


Un día de verano, un día de verano cualquiera. Si lo hacés en Buenos Aires, conviene que sea un día de Diciembre, o un día de Enero. Si lo vas a hacer en Düsseldorf no sé, a mí qué carajo me importa lo que pasa en Düsseldorf. Yo vivo acá.
Agarrás entonces, un día que haga más de treinta grados. A la mañana, después de desayunar, te vestís para ir a trabajar, como todos los días. Te preparás para salir. Pero.
Acá viene el detalle. Te abrigás. Te abrigás como si fuera el día más frío del año, como si hiciera ese frío que hacía cuando eras chico y tenías que ir a la escuela y te pinchaban los dedos, del frío, claro. Ese frío que pareciera que nunca existió pero vos estás seguro de haberlo vivido. Un frío que pasó de moda, se dejó de fabricar.
Te abrigás a más no poder. Campera, bufanda, guantes puede ser también.
Y salís así, como si fuera un día cualquiera. Vas a seguir con tu vida. Vas y te metés en el subte, o hacés algún trámite en el banco. Vas a la oficina, entrás a un bar a tomar un café, te encontrás con alguien que te conoce, por la calle. Un día cualquiera, un día de lo más normal. Vos estás emponchado como si estuvieras en el Polo Norte, mientras el sol te achicharra la cabeza. Hay gente, en las plazas, en cueros, tomando sol.
Y alguien, alguna persona, se va a animar. A preguntarte. Qué hacés así, tan abrigado, si hace treinta y cuatro grados a la sombra. Qué carajo te pasa.
Pero vos no contestes nada. Llevás tanto pero tanto tiempo sin poder soportarte, a vos mismo, cada estúpida cosa que te pasó en la vida. Sos pura incomodidad, el clima es anécdota.

*https://www.youtube.com/watch?v=UZChO9l78Zg

20.1.19

Desayuno en Imperio


Hace poco pasé una noche por ‘Imperio’. Canning y Corrientes, claro, Villa Crespo 90210. Eran como las doce de la noche. Paré el auto en cualquier lado y bajé a comer un par de porciones de pizza. El lugar me trae recuerdos de la adolescencia, me dieron ganas.
Mientras esperaba que me sirvieran me acordé una cosa, una anécdota vivida allí, llamalo como quieras. Una de tantas.
Era joven, no tenía ni veinte años, volvía de bailar. De Cinema, que era el sitio donde antiguamente, pero más antiguamente, había estado el cine Atalaya.
Me había ido mal, como de costumbre. Yo era feo de chiquito, desde siempre, no tenía flequillo y me vestía como podía porque en casa no había dinero para esas boludeces. Era tímido, además, me ponía colorado, transpiraba.
Conclusión, tomaba como un forajido alcohol de bajísima calidad, para darme ánimo. Iba con mis amigos a bailar pero yo no quería bailar, quería estar con una chica, reírme, sentirme querido. Y coger, desde ya, coger era una pulsión indomitable. Bueno, pero no me salía nada, nada de lo que yo quería, así estaban las cosas. Lo único que quedaba era esperar al siguiente sábado para volverlo a intentar. Repetir el experimento y esperar un resultado diferente. Locura, diría Einstein (pero Einstein no iba a bailar a Cinema).
Sigo. Me fui del boliche, debían ser las cinco de la mañana. Me encontré con mi amigo D. antes de salir. Le dije que me iba, me dijo que se venía conmigo.
Raro, que D. se viniera, porque a él le iba bárbaro con las minas. Siempre estaba en los reservados, metiendo las manos por debajo de una pollerita, riéndose, con su peinado con gel y sus camisas con algún bordado sobre el cuello (eran la última moda).
Pero D. me dijo que se venía conmigo, quería charlar de algo, de cualquier cosa. D. siempre me consultaba sobre sus planes de cómo pensaba hacerse millonario. Yo lo escuchaba, asentía, mientras no podía dejar de pensar qué carajo tenía que hacer, yo. No, no para ser millonario, para poder tocar una teta. Porque yo no tenía la más puta idea de cómo iba a hacer para tener guita, pero tampoco sabía cómo hacer para coger antes que me estallaran los huevos por el aire. Así era mi complicada vida.
–Qué hacemos –dijo D.
–Vamos a Imperio –dije yo.
–Sí, vamos –D. saludó a una piba, le dio un beso en la boca mientras la chica intentaba retenerlo de un brazo para que no se fuera–. Estoy muerto de hambre.
Caminamos las siete cuadras, hacía un frío del carajo. Llegamos a Imperio, apenas iluminado. Dos o tres mesas ocupadas, algún viejo desayunando. Un perro atado afuera a un poste de luz, ladrando con angustia y método.
Sacamos ticket, pedimos nuestras porciones de pizza en la barra. Y una cerveza de litro. Estaba Angelito, todavía. Nos saludó, nos conocía.
–Pará –dijo D. –. Teneme un minuto.
Se sacó la campera y me la pasó. Fue hacia el salón. Tomó carrera.
Dio un salto. Y le dio una furibunda trompada a un viejo que estaba sentado, de espaldas.
El viejo salió despedido hacia adelante, se cayó de la silla. Se le rompió la taza de café con leche que tenía en la mano. Se le cayeron los lentes, también. Quedó, el hombre, aturdido, desparramado en el piso entre las mesas y las hojas del diario. Le sangraba el rostro.
–¡Hijo de puta! –Gritaba D. señalándolo con un dedo– ¡Vos cagaste a mi viejo, mierda!
–¿Eh?
–Pará, flaco, qué hacés. –Un mozo ayudó a levantar al hombre, que todavía permanecía aturdido por el golpe. Mareado, sentado entre las mesas, intentaba rearmar sus anteojos.
–¡Vos cagaste a mi viejo, hijo de puta! –Daba saltitos, D., preparándose para volver a atacar. Le salía espuma de la boca.
Entró el pibe que repartía diarios a ver qué pasaba. Una señora que esperaba el colectivo, se asomó detrás del vidrio y se puso a llorar.
–¡Bueno, se van de acá! ¡Se van ya! –Angelito había salido de atrás del mostrador, cuchillo en mano– ¡Tomenselás!
Nos fuimos. Tuve que darle un par de empujones a D. para que me siguiera.
–Vámonos, boludo. Que van a llamar a la policía.
Nos fuimos por Corrientes, corriendo. Paramos al llegar a Serrano. Le devolví la campera, se la puso.
–¿Me podés decir qué carajo pasa? –Le pregunté– ¿El tipo robó a tu viejo?
–Mirá –dijo D. –, el tipo era parecido a uno que nos cagó con unos cheques, la verdad que no estoy seguro. Pero no me vas a decir que no estuvo buenísimo. ¿Viste cómo se le voló todo a la mierda? Ese no caga más a nadie.

10.1.19

Yaya


En el futuro vas a poder apretar un botón de tu teléfono celular mientras volvés a tu casa y se va a encender el aire acondicionado, de tu casa, en la temperatura que vos quieras. Para que cuando llegues a tu casa la casa, justamente, ya esté fresca. Y vos no tengas calor.
En el futuro vas a poder subir a tu automóvil y decir la dirección, la dirección a la cual tenés que ir, y el automóvil te va a ir contestando, te va a ir diciendo dónde doblar, cómo llegar.
En el futuro vas a entrar a un sitio de internet y te van a saludar mil o dos mil personas por tu cumpleaños, gente de Melbourne o Estambul, gente que desde ya no conocés. El sitio te va a decir qué te convendría comer para el almuerzo, dado que tus gustos han sido registrados a lo largo de los años. Te va a decir para qué sitios podés reservar pasajes en avión con descuentos especiales, la marca de zapatillas que deberías comprar para correr, y cuántas pulsaciones tenés cuando te levantás de la cama y cómo están esos valores en relación a tu promedio histórico, y que fumar hace mal.
En el futuro todo va a estar medido y registrado y almacenado, fácil de encontrar.
En el futuro vas a estar triste, más o menos como ahora.