–¿Eh?
–¿Cómo puede ser? –Me acerqué un poco al hombre, algo mayor, que esperaba el subte en el andén– ¿Cómo puede ser que la felicidad sea tan fugaz, tan efímera, apenas un parpadeo, y la tristeza dure como una pila sulfatada en medio del océano? ¿Eh?
Vino el subte, el tipo renqueaba un poco. Se apuró para entrar en el vagón y caminó empujando hasta que sintió que se había perdido entre la gente.
Entré a una fiambrería de barrio. Estaban atendiendo a una señora. La chica que atendía cortaba salame con la máquina, iba sujetando las fetas con una pinza de metal y las dejaba caer sobre las otras fetas recién cortadas. Podía verse el brillo de la grasa, su untuosidad.
–Ya lo atiendo –me dijo con una sonrisa.
–Yo lo que quiero saber es qué sentido tiene todo esto –dije, tosí–. Porque no termino de entender, por más que lo he pensado, cuál es nuestro rol sobre el planeta tierra. No puede ser que Dios nos haya puesto acá, no sé, para cortar salame.
La chica miró hacia atrás en dirección a un estante donde había dejado apoyado su teléfono celular entre unas latas de duraznos en almíbar. Dudaba si agarrarlo, cómo hacer para que yo no me diera cuenta y poder llamar a la policía.
Y así voy tres o cinco veces por día, preguntando a cualquier persona lo que me gustaría saber. Qué carajo me importa cómo estás, si querés cambiar el auto o volviste de vacaciones o tu bebé se cagó fuerte o cómo subió el precio de las mandarinas. Las dos o tres boludeces que vos creés que te pasan, eso que vos llamarías, porque de alguna manera hay que llamarlo, tu vida.