6.10.13

Chan, chararán


         Empieza el acto.
         Estoy de pie sobre el escenario, frente al público. Hay mucha gente, el teatro está lleno.
         Voy vestido de frac, con moño y todo. Me he quitado la galera, haciendo una clásica y estudiada reverencia, para saludar. He dejado la galera, dada vuelta, sobre una pequeña mesa que hay a mi lado.
         No hay muchas cosas más, aparte de mi persona, sobre el escenario. A un costado, algo apartada, una gastada valija de la cual se supone que iré sacando los instrumentos que vaya precisando para realizar mi acto. Al lado de la valija hay una jaula, con cuatro, no, cinco algo amontonados conejos.
         Empieza el acto. Golpeo con la varita, la varita mágica, sobre la pequeña mesa donde está la galera apoyada. Dos golpecitos contra la metálica superficie, para captar la atención del público. Se hace un silencio, respetuoso y expectante a la vez.
         Dejo la varita. Camino hacia la izquierda unos pasos, hasta la jaula.
         Vuelvo al centro del escenario, con un conejo. Las luces me siguen.
         Meto al conejo en la galera.
         –Chan –digo–, chararán.
         Saco al conejo de la galera. Con una mano. Lo sostengo de las orejas, de frente al público, en el aire. El conejo es blanco, gordito, con el hocico rosado. Hace ese movimiento, con el hocico, tan particular, tan característico.
         Levanto de la mesa, con la otra mano, un cuchillo. Es un cuchillo Victorinox  (modelo fibrox safety nose 18 cm), mango negro, la hoja de puro acero inoxidable. Con un diestro movimiento, degüello al conejo de lado a lado. Se escucha un chillido muy agudo, como si entraran en contacto un vidrio y una superficie metálica. Salpica la sangre. Suelto el cuchillo, lo dejo caer al piso. Termino de separar, la cabeza del conejo del resto del cuerpo, utilizando ambas manos. Arrojo la cabeza del conejo al público, como si efectuara el saque de un arquero de fútbol (de gancho, podríamos decir), y me dedico a revolver el interior del cuerpo del conejo. Meto una mano como si se tratara de una alcancía, saco el corazón que todavía palpita, las vísceras, mastico un pedazo de algo, parece el hígado, me enchastro la cara.
         La gente aplaude. Hay gritos de sorpresa, de entusiasmo. Algunos se ponen de pie y sacan fotos con sus teléfonos celulares.
         Voy hacia atrás, casi hasta el cortinado de color borravino, un asistente me alcanza una toalla algo desteñida. Me limpio un poco el sudado rostro, la sangre de las manos.
         Vuelvo al frente. Doy otros dos golpes con la varita mágica contra la mesa. Se apagan los murmullos, la gente se acomoda en sus lugares.
         Camino hacia la jaula. Vuelvo, con un conejo, al centro del escenario. Meto al conejo en la galera.
         –Seguimos –digo–. Chan, chararán.
         Saco al conejo de la galera. Lo sostengo, con una mano, de las orejas. El conejo es blanco, muy blanco, quizás un poco más pequeño que el anterior. Se lo ve inquieto, le molestan las luces. Cuelgan sus patas traseras de simpática manera, como si el conejo intentara rebotar en el aire.
         Con la otra mano, y con precisión, me suelto el cinto, desabrocho un botón, bajo el cierre. Caen mis pantalones, al piso, y quedan enroscados en mis tobillos. Me bajo los calzoncillos, también. Ahora se pone difícil, porque tomo un preservativo de la mesa, muerdo el envoltorio, rompo, escupo. Pero, si bien he logrado una decente erección quién sabe cómo, a la velocidad del rayo, bueno. Se me complica, ponerme el preservativo, con una mano. Me cuesta.
         Así que dejo un momento, sólo por un momento, al conejo dentro de la galera otra vez, para que no se mueva, para que no escape. Me pongo el preservativo, ahora sí, usando ambas manos, y vuelvo a tomar al conejo.
         Tomo al conejo, con ambas manos, me coloco detrás, detrás del conejo, como si estuviera tomando al conejo por la cintura, y empujo. Con la poronga. No importa, no importa si el conejo es pequeño, si es conejo o coneja, si la operación resulta antropomórficamente inadmisible. Intento sodomizar al conejo, que lucha por escapar, mueve las patitas en el aire.
         No se puede, encuentro una abertura, un esbozo de orificio, apoyo la poronga, empujo, insisto. Lubrico al conejo, como si condimentara una ensalada, en su totalidad, con una lata de WD-40 que he traído para la ocasión.
         Nada, no consigo atravesar la materia, penetrarlo, aunque debo estar lastimando al conejo, de algún modo, porque el conejo tuerce la cabeza hacia atrás, muestra los dientes. Chilla.
         Finalmente opto por frotarme, me saco el preservativo de un tirón, y me froto con el conejo, contra el lomo del conejo que es peludo, suave. La sensación no es lo que podríamos denominar ‘the real thing’, pero aún así es satisfactoria. Cierro los ojos, me concentro.
         –¡Ahh, ahhh! Ahí va –y eyaculo, eyaculo sobre el conejo. Suelto el conejo recién eyaculado, que cae al piso, le doy una furibunda patada y el conejo vuela hacia el público.
         –¡Bravo! –grita alguien. Se escuchan aplausos– ¡Grande, master! –hay festivos chiflidos.
         Me subo los calzoncillos, me subo los pantalones, me acomodo un poco la camisa dentro del pantalón.
         Voy hacia la jaula. Vuelvo, con otro conejo, un tercer conejo, al centro del escenario. Meto el conejo en la galera.
         –Uno más –digo–. Chan, chararán.
         Saco al conejo de la galera. Lo sostengo de las orejas, de frente al público, en el aire. El conejo es blanco, tiene los bigotes muy largos.
         Saco una zanahoria, una zanahoria pequeña. Apoyo al conejo sobre la mesa, y acerco la zanahoria al hocico del conejo. La zanahoria es de un naranja brillante bajo los focos. Llevándome un índice a los labios, pido silencio. El conejo huele, y comienza a comer. Echa las orejas hacia atrás, y come, todo su cuerpo se relaja. El conejo está en su mundo.
         Lo acaricio, paso una mano por su lomo.
         Entonces, tarareo una dulce canción, mientras el conejo come. Lo sigo acariciando. La canción que tarareo, muy bajito, es ‘you are the sunshine of my life’.
         Se oyen un par de silbidos. La gente comienza a abuchearme.
         –¡Que se vaya! –grita alguien– ¡Que se vaya!
         –¡No sabés hacer nada, boludo! –Me grita una mujer de la tercera fila.
         –¡Boludo, pelotudoooo!
         –¡Devuelvan la plata!
         Me tiran objetos. Un zapato, una lata de gaseosa, un teléfono celular que pasa a pocos centímetros de mi cabeza.
         Tiene que intervenir personal de seguridad, algunas personas quieren subir al escenario, a golpearme. Corro hacia atrás, desaparezco detrás del cortinado, busco refugio.
         Sucede que a la gente le gusta ver cosas que serían capaces de realizar. Sentirse, de algún recóndito y particular modo, identificados. Pero la verdadera magia, cuando ven que podrían hacer algo distinto a lo que hacen, ser distintos de lo que son, bueno, ahí les cuesta entender. Ahí se les complica.

5 comentarios:

Angel dijo...

Me deja usted con la piel de gallina. El ambiente de su relato me gusto mucho. Saludos

J. Hundred dijo...

*angel! iba a responderle que soy un gran creador de climas, pero creo que eso ya fue dicho. en una propaganda de aire acondicionado. lo saludo.

Mar dijo...

Me gusta que sigas por acá. Me gusta que sigas escribiendo.
Sólo eso.
Hace bien.
Como siempre, hace bien que sigas escribiendo.

J. Hundred dijo...

*mar! santa madre de deus! dónde andaba, perdida! no se me ocurre muy bien qué decirle, así que por qué no citar al venerable ciego: todo regalo verdadero es recíproco. el que da no se priva de lo que da. dar y recibir son lo mismo.
ahora permítame citarme a mí mismo, estoy autorreferencial hasta las repelotas: hacemos lo que podemos, y nunca alcanza.
quiero decir, que quizás ya no tiene mucho sentido escribir, esto debiera ir terminando de alguna u otra forma. pero no se me ocurre ninguna otra cosa para hacer. digamos que para mí escribir ha sido un simpático sucedáneo de lo que para un mamífero mediano, adulto, masculino, más o menos normal, sería la playstation. le mando un tímido beso en la frente.

Mr. Kint dijo...

Yo hubiese arrancado con aplausos, ovación de pie y pañaloda si se limpiaba el culo con el cuarto conejo después de un buen garco.

Tiene razón en lo que dice, ya quisiera andar por la vida como el Tony Soprano de Balvanera.
abrazo