6.4.15

Leo en la terraza


A ver.
Me mudé, me tuve que mudar y me mudé. Me fui a vivir a un departamento más chico, mal ubicado, en fin. Son situaciones.
Subía a la terraza, dos veces por semana, bien temprano. A hacer yoga. Porque me dolía la espalda, y mi departamento era muy pequeño. Le pregunté al portero si podía subir a la terraza, me miró, el portero, como si yo fuera un extraterrestre recién llegado del espacio exterior. Al portero no le interesaba en lo más mínimo nada de lo que sucediera en el edificio, por eso era el portero.
La cosa iba normal, salvo una vecina que subió a colgar la ropa un día y se quejó porque me vio en cueros. Yo hacía media hora de yoga, antes de ir a trabajar, un par de veces por semana. Trataba de sentir que, justamente, me sentía mejor. Engañarse es una parte importante de la práctica de cualquier actividad. Podés llamarlo ‘motivación’.
Entonces subió un día una mujer. Era la del tercero ‘A’.
–Se llama Leo, le gusta sentarse y mirar el cielo –sacó un toallón, lo dobló en cuatro, y lo puso sobre el piso–. No te va a molestar. Lo vengo a buscar en un rato.
Y se fue, la mujer. Dejó a Leo. Leo era un muchachón bajo, chueco, con la cabeza desproporcionadamente grande para el resto del cuerpo. Los brazos muy largos. Los faciales rasgos tan particulares, tan característicos, de quienes tienen síndrome de down.
–Hola –dijo Leo, le costaba hablar, se le trababa la lengua– ¿Qué hacés?
–Yoga –le respondí–. Me duele la espalda.
–Bueno –dijo Leo, y no habló más.
Nos hicimos amigos. Leo era callado, respetuoso. Nos saludábamos, y la mamá se iba.
–Qué hacés –me preguntaba Leo.
–Yoga –respondía yo, otra vez–. Para la espalda.
–Yoga, yoga –decía Leo, y se reía.
Por lo general se quedaba sentado mirando algo, un insecto, un pájaro, simplemente el cielo. A veces se paraba y me imitaba, algún ejercicio. Inclinarse hacia adelante, con las piernas rectas, y agarrarse los dedos gordos de los pies.
–No puedo –decía Leo. Yo lo ayudaba a estirar, le enseñaba algún ejercicio diferente cada semana. Leo traspiraba, sacaba la lengua siempre babeante. Aunque me sorprendió un día, haciendo el ‘loto’.
–¡Muy bien, Leo! –Aplaudí, el loto era impensable para mis maltratadas rodillas. Estaba orgulloso, se reía. Le resultaba sencillo sentarse así.
Un día Leo me pidió si para la próxima vez le podía conseguir un alfajor. La madre no lo dejaba comer dulces, porque engordaba. Le traje el alfajor al otro día, tardó como veinte minutos en comerlo. Lo ayudé a lavarse la cara en la pileta para lavar la ropa. Estaba todo manchado de chocolate, feliz. Cuando llegó la madre a buscarlo, antes de irse se dio vuelta y me hizo ‘sh’, con un dedo sobre los labios.
A la semana siguiente se me acercó, le costaba pronunciar las palabras. Quería coger. No, no conmigo por suerte, quería coger con una mujer. Me dijo que tenía plata ahorrada. Me dijo que había visto películas, pero que nunca había cogido. Tenía veintisiete años.
Lo armé, no me preguntes cómo, pero lo armé. A través de una prostituta amiga. Ella no quería, pero tenía una amiga que sí, que no tenía problema. Me cobró el doble. La hice venir, un viernes, a la mañana bien temprano. La dejé escondida en mi departamento, mirando la televisión. Después la hice subir a la terraza.
Leo tuvo sexo nomás, detrás del tanque de agua. Era una metralleta Uzi, a pesar de la medicación que le daban para tenerlo bajito en vueltas. Se echó cinco polvos. Acababa y se reía, y la prostituta se reía también.
–Es una máquina, jamás había visto algo así en mi vida. –Dijo la mujer.
Volvió, Leo, a la otra semana. Me miró. Quería hablarme.
Me dijo que se iba a suicidar. Le dije que no, discutí con él. Me explicó, con una claridad que daba miedo, que por culpa de él sus padres sufrían. La vida, su vida, era un asco. No podía hacer nada de lo que quería, la gente se burlaba todo el tiempo. Me dijo que yo era su único amigo y tenía que ayudarlo.
–Ayudarte cómo –dije–. Qué.
Me explicó que el lunes siguiente se iba a matar. Se iba a tirar de la terraza. Pero como sabía que se iba a asustar en el último momento, necesitaba que yo lo empujara.
–¿Qué?
Eso, se iba a parar en la cornisa, del lado de afuera de la baranda, y necesitaba vencer el último miedo, un empujoncito.
–No puedo, Leo. No puedo hacer eso.
–Sí que podés, mogólico –me dijo con los puños apretados, le saltaban chispazos de saliva, todo rabia contenida.
Al lunes siguiente, Leo se suicidó. Apareció muerto en la calle. Gritaba una señora, sonaban las bocinas. Subieron corriendo a la terraza, ahí estaba yo, mirando para abajo, mirando a Leo derramado sobre el pavimento, en medio de todo ese ruido. Todos creen que la ciudad son los edificios y los autos y la gente corriendo pero no, la ciudad no es mucho más que ruido.
–Se tiró –dije–. Pasó del otro lado y se tiró.
La madre de Leo se acercó y me abrazó, se acurrucó contra mi pecho. Lloraba.
–Gracias, gracias por todo lo que hiciste por él –dijo–. Leo te quería mucho.

8 comentarios:

Viejex dijo...

Uffff...que manera de empezar la semana, mi viejo, que duro.

Alelí dijo...

Según como veo las cosas, el suicidio puede ser el último, y en algunos casos el único acto de afirmación a la vida. Es una elección.

De todas maneras se fue en la cresta de la ola, sostener un record de 5 al hilo es imposible, seamos sinceros.

Beso

Laura B. dijo...

Hay que leerlo completo y después, solo cuando te hayas asegurado de no haberte salteado una sola puta coma, hay que volver al principio y leer: "A ver.
Me mudé, me tuve que mudar y me mudé."
Y ya está.
Besos van, Juancete

Serendipity dijo...

tremendo relato, excelentemente escrito!! aplauso cerrado!

J. Hundred dijo...

*viejex! así la vivo.

*alelí! el notable relato de mi autoría tiene varias aristas, un alto contenido existencial y humano, situaciones para reflexionar, para conmoverse. sin embargo usted pone el acento en alguna cuestión que nos hace pensar, y yo no soy de recurrir al chiste fácil, al cachetazo, la torta en la cara, pero nos hace suponer, entonces, decía, que sería usted capaz de salir con cualquier mogólico que le garantice la apropiada dosis de escopetazos. su proceder puede parecer algo primitivo, pero no está para nada exento de sabiduría. así que ya ve, conservo la esperanza. le mando un beso en la frente.

*laura b.! quizás sea usted bella de maneras que aún ignora, de maneras que todavía no le fueron notificadas y ni siquiera imagina. no pierda la humildad, le mando un beso en la frente.

*serendipity! vamos serendipity, vieja y peluda! no, bueno, no quise decir eso.

Alelí dijo...

Ud. Es como un maestro zen!

Lady Antharlet dijo...

Entro cada tanto a leer tus cosas y no dejo de sorprenderme. Seguí así.

Lady Antharlet dijo...
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