30.7.23

Curando al ave


Íbamos por la calle. La había ido a buscar para llevarla a renovar el documento. Me había dicho que tenía que renovar el documento, o le habían robado el documento. No había prestado atención, quizás no me importaba. Me había pedido que la acompañara y la dependencia ministerial para el trámite quedaba por el centro. Así que la idea era que desayunáramos juntos y después nos tomáramos un taxi al centro. Yo trabajaba en el centro que es todo lo malo, es la muerte, pero supongo que lo mismo podría decirse prácticamente de cualquier trabajo.
No me gustaba ir con el auto al centro ni loco, a duras penas podía cuidarme yo como para tener que andar arrastrando un automóvil. Viajar en subte o en colectivo era sencillamente morir, era estar muerto y saber que estás muerto. Las delicias de la vida de ciudad, tampoco estoy dispuesto a cosechar frutos en el bosque o a levantarme a las cinco de la mañana para ordeñar una vaca, y me molestan los mosquitos. La elección es entre lo malo y lo peor, siempre. Lo bueno buscalo en netflix no sé, lo bueno no vino, olvidate.
Caminábamos dos cuadras hasta Directorio para tomar un taxi. Era muy temprano, porque la idea de renovar el documento, al parecer, consiste en llegar temprano, lo más temprano posible, y esperar. El 97% de la vida es esperar, no sé si te comenté.
Hacía calor, me olvidé de decir que hacía calor. Un calor del carajo. Enero en Buenos Aires, el horror de estar vivo.
Íbamos caminando entonces, decía, y debemos haber mirado los dos lo mismo, al mismo tiempo. Una paloma, blanca, eso era lo raro, una paloma blanca caída de costado sobre la mugrienta vereda. Fulminada por el impiadoso calor, todavía viva pero exánime, sin fuerzas para remontar vuelo, vencida por decirlo de algún modo, porque de algún modo hay que decirlo.
Nos detuvimos junto a la paloma. Nos soltamos nuestras transpiradas manos. Gisela se arrodilló, se puso en cuclillas junto a la paloma. No tuve más remedio que arrodillarme yo también. Crujieron mis fatigados meniscos.
Gisela, muy seria, se descolgó la cartera del hombro para estar más cómoda. Cerró los ojos, hizo un par de pausadas respiraciones. Y aplicó ambas manos sobre el minúsculo y extenuado pecho de la paloma, casi sin tocarlo, o rozándolo apenas. La paloma viéndolo todo con su ojo lateral, aterrorizada sin dudas por la crueldad del mundo.
Es que Gisela, entre las cosas que hacía, entre pilates y taebo y dos veces por semana a la psicóloga y cursos de fotografía, había empezado a practicar reiki. El poder de sanar con las manos, de rectificar estados anómalos, de transmitir energía.
Me puse de pie, con respeto, con cuidado. Me alejé dos o tres pasos mientras Gisela permanecía con las manos apoyadas sobre el cuerpo del ave, encendí un cigarrillo. La otra noche había hecho algo similar, bastante similar, conmigo podríamos decir, y no había conseguido gran cosa. Ni una chispa ni nada.

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