30.8.06

Médicos sin fronteras

La mujer me explicó, fastidiada por encima de cualquier otra sensación más severa, que se resfriaba. Se resfriaba en cualquier época del año. Se resfriaba, sin importar si hacía frío o calor. Se resfriaba de manera permanente y absoluta.
Esta situación, para ella, no tenía ninguna explicación. No había pasado hambre jamás. Tomaba vitamina ‘c’. Hacía ejercicio.
Reflexioné, circunspecto, un rato. En la radio sonaba Shostakovich. Atisbé a través de su blusa clara, color marfil, un corpiño negro que luchaba por contener unos pechos de turgencia inaudita. Contemplé el pantalón de jean apretado; adiviné un culo redondo, firme. Vi sus labios pintados de un rojo demencial. Vi sus zapatos plateados, con tacos de quince centímetros. Vi los gestos de la mujer; cómo manipulaba su cigarrillo. Vi sus dedos nudosos. Vi sus manos.
Exhalé. Dejé el estetoscopio sobre la mesa, como si se tratara de un animal pequeño y huidizo. Por la ventana se adivinaba una lluvia hecha de quebradizos filamentos; una lluvia que podía durar mil años.
Entonces le expliqué, sin soberbia, sin entusiasmo; era la última paciente del día.
–Es evidente que usted ha comenzado su vida sexual, pongamos, a los quince años. También es evidente, aunque no tanto, que usted tiene, más o menos, cuarenta y cinco años. Está claro que usted ha dedicado la mayor parte de su vida activa, a coger. No creo que tenga usted otra ocupación fija.
En tal sentido, deberíamos pensar en colocarle un burlete en la vagina. Estoy convencido que el frío, las corrientes de aire, ingresan por allí.

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