La sala de interrogatorios es más o menos como en las películas, no hace falta ponerse en detallista, no hace falta aburrir. Más berreta, eso sí, todo es mucho más berreta, pero la idea de fondo, lo que subyace, es lo mismo.
Las paredes están forradas de corcho, y en algunas partes de ese cartón que se usa para las cajas de huevos. Se trata, supongo, de una insonorización ‘sui generis’. Hay una mesa empotrada al piso, y dos sillas de material parecido al aluminio, aunque no creo que sea aluminio. El suelo, el piso, es de goma, de una goma color verde agua o musgo, un verde podrido, un verde que nadie con una pizca de criterio hubiera elegido jamás como color para un piso. El piso está lleno de marcas, pequeños círculos del tamaño de una moneda, donde se han incrustado millones de veces las patas de las sillas. Hay cenizas de cigarrillos esparcidas por todas partes.
Hay poca luz, una luz mortecina de tinte azulado, que da sueño. Hay una ventana por donde dos agentes, o tres, me están observando, aunque yo no puedo verlos. Como en las películas.
Estuve esposado pero me quitaron las esposas para que pueda tomar un café aguachento y gris que me trajeron en un vasito de plástico. Me preguntaron si quería fumar y dije que sí, aunque no fumo. Fumo en pipa, bah, pero para eso tengo que estar en casa, relajado. Es evidente que no puedo pedir una pipa. Además, uno no fuma en una pipa que no es suya, en una pipa prestada, cualquiera lo sabe. Entre el fumador y su pipa se establece una relación muy particular. Pero me pareció adecuado fumar, aceptar un cigarrillo, tener algo para ocupar las manos.
El último que me hizo preguntas, por espacio de una hora, fue el Comisario Salerno. El pelo al rape, algo gordo, el nudo de la corbata demasiado apretado, las gotas de sudor cayendo sobre la goma verdosa.
Hace un calor del carajo.
En realidad no hay mucho para preguntar, me dijo. Cuando llegó la policía yo estaba sentado en el comedor, viendo la televisión. El canal de National Geographic. Estaba comiendo maníes, más precisamente maní japonés; es un maní que tiene una cascarita riquísima. Había estado tomando vodka caro, no recuerdo la marca, polaco o danés, me lo deben haber regalado.
Tatiana estaba tirada en la cocina. Llevaba puesto uno de los remerones largos que usa cuando sale de bañarse. Celeste o turquesa. El hacha había entrado en su cráneo desde atrás y desde arriba, con fuerza, y había roto el material de su cabeza como si se tratara de un melón. Cayó de inmediato, se derrumbó y atinó a girar la cabeza; en su rostro no había odio ni dolor, pero sí contrariedad. Era evidente que algo la había tomado por sorpresa y la había incomodado.
Había mucha sangre sobre las baldosas de la cocina, sangre por todos lados. Cuando la encontraron a Tatiana, a Tatu, todavía tenía un cucharón en la mano. Cuando la sorprendió el hachazo, estaba cocinando, ravioles, o sorrentinos, sí, sorrentinos, con tomate y albahaca.
Salerno me dice que no hay mucho que preguntar, porque cuando llegaron, avisados por algún vecino que oyó un grito, un golpe, algo, no había nadie más. La puerta del departamento estaba cerrada. No había sido un robo, no había sido una violación, no había sido nada. Yo estaba mirando la televisión, el canal de la National Geographic, eso ya lo dije, así me lo contaron, y Tatiana estaba tirada en la cocina, con el hacha clavada en mitad de la cabeza, y el cucharón en la mano.
Tomate y albahaca, eso le ponía a los ravioles, a los fideos, a los sorrentinos.
Encontraron para colmo, me dice Salerno, la boleta de la ferretería en uno de los bolsillos de mi saco. Dice: hacha ‘bosque’ mango corto. Al parecer, compré un hacha modelo ‘bosque’, así se llama, en la ferretería ‘Don Eliseo’. Me muestran la boleta, la boleta que estaba en el bolsillo de mi saco.
Salerno me pregunta si quiero más café, más cigarrillos, y ya que estamos, si tengo algo para decir. Si quiero decir algo.
Y entonces tendría que decir que Tatiana estaba desde hace un mes, todas las noches, diciendo que no viajamos, que nunca viajamos, que nunca vamos a ninguna parte.
Decía que estaba mal, que eso era algo terrible, porque viajar te abre la cabeza, decía ella que le había dicho alguien, el psicólogo o una amiga, qué se yo. Igual prefiero no decir nada.
Las paredes están forradas de corcho, y en algunas partes de ese cartón que se usa para las cajas de huevos. Se trata, supongo, de una insonorización ‘sui generis’. Hay una mesa empotrada al piso, y dos sillas de material parecido al aluminio, aunque no creo que sea aluminio. El suelo, el piso, es de goma, de una goma color verde agua o musgo, un verde podrido, un verde que nadie con una pizca de criterio hubiera elegido jamás como color para un piso. El piso está lleno de marcas, pequeños círculos del tamaño de una moneda, donde se han incrustado millones de veces las patas de las sillas. Hay cenizas de cigarrillos esparcidas por todas partes.
Hay poca luz, una luz mortecina de tinte azulado, que da sueño. Hay una ventana por donde dos agentes, o tres, me están observando, aunque yo no puedo verlos. Como en las películas.
Estuve esposado pero me quitaron las esposas para que pueda tomar un café aguachento y gris que me trajeron en un vasito de plástico. Me preguntaron si quería fumar y dije que sí, aunque no fumo. Fumo en pipa, bah, pero para eso tengo que estar en casa, relajado. Es evidente que no puedo pedir una pipa. Además, uno no fuma en una pipa que no es suya, en una pipa prestada, cualquiera lo sabe. Entre el fumador y su pipa se establece una relación muy particular. Pero me pareció adecuado fumar, aceptar un cigarrillo, tener algo para ocupar las manos.
El último que me hizo preguntas, por espacio de una hora, fue el Comisario Salerno. El pelo al rape, algo gordo, el nudo de la corbata demasiado apretado, las gotas de sudor cayendo sobre la goma verdosa.
Hace un calor del carajo.
En realidad no hay mucho para preguntar, me dijo. Cuando llegó la policía yo estaba sentado en el comedor, viendo la televisión. El canal de National Geographic. Estaba comiendo maníes, más precisamente maní japonés; es un maní que tiene una cascarita riquísima. Había estado tomando vodka caro, no recuerdo la marca, polaco o danés, me lo deben haber regalado.
Tatiana estaba tirada en la cocina. Llevaba puesto uno de los remerones largos que usa cuando sale de bañarse. Celeste o turquesa. El hacha había entrado en su cráneo desde atrás y desde arriba, con fuerza, y había roto el material de su cabeza como si se tratara de un melón. Cayó de inmediato, se derrumbó y atinó a girar la cabeza; en su rostro no había odio ni dolor, pero sí contrariedad. Era evidente que algo la había tomado por sorpresa y la había incomodado.
Había mucha sangre sobre las baldosas de la cocina, sangre por todos lados. Cuando la encontraron a Tatiana, a Tatu, todavía tenía un cucharón en la mano. Cuando la sorprendió el hachazo, estaba cocinando, ravioles, o sorrentinos, sí, sorrentinos, con tomate y albahaca.
Salerno me dice que no hay mucho que preguntar, porque cuando llegaron, avisados por algún vecino que oyó un grito, un golpe, algo, no había nadie más. La puerta del departamento estaba cerrada. No había sido un robo, no había sido una violación, no había sido nada. Yo estaba mirando la televisión, el canal de la National Geographic, eso ya lo dije, así me lo contaron, y Tatiana estaba tirada en la cocina, con el hacha clavada en mitad de la cabeza, y el cucharón en la mano.
Tomate y albahaca, eso le ponía a los ravioles, a los fideos, a los sorrentinos.
Encontraron para colmo, me dice Salerno, la boleta de la ferretería en uno de los bolsillos de mi saco. Dice: hacha ‘bosque’ mango corto. Al parecer, compré un hacha modelo ‘bosque’, así se llama, en la ferretería ‘Don Eliseo’. Me muestran la boleta, la boleta que estaba en el bolsillo de mi saco.
Salerno me pregunta si quiero más café, más cigarrillos, y ya que estamos, si tengo algo para decir. Si quiero decir algo.
Y entonces tendría que decir que Tatiana estaba desde hace un mes, todas las noches, diciendo que no viajamos, que nunca viajamos, que nunca vamos a ninguna parte.
Decía que estaba mal, que eso era algo terrible, porque viajar te abre la cabeza, decía ella que le había dicho alguien, el psicólogo o una amiga, qué se yo. Igual prefiero no decir nada.
7 comentarios:
La falta de comentarios supone que nos ha dejado con la boca abierta. Excelente relato.
(de cualquier manera, hay que cuidarse del National Geographic porque manda mensajes cifrados, subliminales.)
Aqui me ve, estimado Juan, con la boca abierta como sugiere La Condesa...No es un espectaculo agradable pero a un sujeto acostunbrado a hachar cabezas de mujeres no lo espantara una boca abierta.
Abrazo cordial.
Errata: AcostuMbrado, claro.
Me asustó...
Pero bueno, después de leer el relato, está bien, nos quedamos y no salimos a ninguna parte.
Y eso de las vacaciones, listo, ya me lo olvidé.
*condesa! hacía mucho que yo no dejaba con la boca abierta a alguien. gracias.
*geoffrey firmin! usted también? uno podía ser casualidad, pero dos. qué raro. nota a pie de página: comparto en gran mayoría la lista de libros que usted recomienda para la temporada primavera-verano en su blog. alguien debería avisarle a todas esas chicas voluntariosas que si siguen los consejos del Swami Giordano (aquello de ‘moviendo las cabezas’), pero un poco más despacito, hasta se puede leer.
*errata! errata vieja y peluda.
*
Muy bueno.
*eemefe! gracias.
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