Llego a la oficina temprano, muy temprano. Llevo traje y corbata, saludo a la gente de seguridad del edificio, me saludan. Hace calor. Cuando hace más de 23 grados a las ocho de la mañana, es porque el día será un infierno. Así que digo ‘hace calor’, y el portero me dice ‘hoy va a ser un infierno’.
Llevo una mochila, raro en mí. No tuve mochila, que yo recuerde, cuando era niño, así que desconozco su utilidad.
En la mochila llevo siete tarros de dulce de leche Chimbote. Los tarros son de un cartón muy duro. También llevo una cuchara, no, una especie de espátula de madera.
Me saco el saco (y me pongo el pongo, Marrone dixit). Me saco la corbata. Me desabotono uno, y luego dos botones de la camisa. Me remango. Saco los tarros y los abro con cuidado, como si se tratara de nitroglicerina. Son siete tarros de un kilogramo cada uno, abiertos sobre mi escritorio. Apilo las tapas. Las coloco dentro de una bolsa de nylon, y luego, otra vez dentro de la mochila.
Saco la espátula de madera. Está todo pensado. Lo pensé ayer a la noche, mientras me bañaba, antes de acostarme.
Así que empiezo. Hago lo pensado. Silbo algunas canciones de rock nacional, canciones conocidas de tiempos pasados.
Me paso media hora, cuarenta y cinco minutos, pintando las computadoras con dulce de leche. Pinto los teclados específicamente, repasando las teclas rebeldes, las teclas que no han sido pintadas con las pinceladas gruesas. Pinto todos los teclados de todas las computadoras que encuentro a mi paso.
Y me queda dulce de leche, y tiempo. Así que pinto uno que otro mouse, completo, y algunos monitores. A uno le hago una ‘X’ perfecta, a otro un asterisco, a otro un signo de pregunta, a otro un garabato.
Pasados cuarenta y cinco minutos, estoy satisfecho y transpirado. Guardo todos los tarros vacíos en la mochila, y la espátula. Me seco el sudor en el baño con una pequeña toalla de un verde pastel, me pongo la corbata, me pongo el saco, agarro la mochila, bajo a la calle.
En diciembre, cerca de las fiestas, la gente suele ponerse melancólica y expansiva, se llena de sentimientos nobles y puros, de ganas de ayudar, de sentirse hermanos de alguien, de sentirse parte de algo.
A mí se me da por ponerme gracioso.
Llevo una mochila, raro en mí. No tuve mochila, que yo recuerde, cuando era niño, así que desconozco su utilidad.
En la mochila llevo siete tarros de dulce de leche Chimbote. Los tarros son de un cartón muy duro. También llevo una cuchara, no, una especie de espátula de madera.
Me saco el saco (y me pongo el pongo, Marrone dixit). Me saco la corbata. Me desabotono uno, y luego dos botones de la camisa. Me remango. Saco los tarros y los abro con cuidado, como si se tratara de nitroglicerina. Son siete tarros de un kilogramo cada uno, abiertos sobre mi escritorio. Apilo las tapas. Las coloco dentro de una bolsa de nylon, y luego, otra vez dentro de la mochila.
Saco la espátula de madera. Está todo pensado. Lo pensé ayer a la noche, mientras me bañaba, antes de acostarme.
Así que empiezo. Hago lo pensado. Silbo algunas canciones de rock nacional, canciones conocidas de tiempos pasados.
Me paso media hora, cuarenta y cinco minutos, pintando las computadoras con dulce de leche. Pinto los teclados específicamente, repasando las teclas rebeldes, las teclas que no han sido pintadas con las pinceladas gruesas. Pinto todos los teclados de todas las computadoras que encuentro a mi paso.
Y me queda dulce de leche, y tiempo. Así que pinto uno que otro mouse, completo, y algunos monitores. A uno le hago una ‘X’ perfecta, a otro un asterisco, a otro un signo de pregunta, a otro un garabato.
Pasados cuarenta y cinco minutos, estoy satisfecho y transpirado. Guardo todos los tarros vacíos en la mochila, y la espátula. Me seco el sudor en el baño con una pequeña toalla de un verde pastel, me pongo la corbata, me pongo el saco, agarro la mochila, bajo a la calle.
En diciembre, cerca de las fiestas, la gente suele ponerse melancólica y expansiva, se llena de sentimientos nobles y puros, de ganas de ayudar, de sentirse hermanos de alguien, de sentirse parte de algo.
A mí se me da por ponerme gracioso.
4 comentarios:
Ud.se pone dulce, sólo que le da vergüenza confesarlo.
*condesa! no se olvide la frase: tanto va el cántaro a la fuente de la asociación libre, que al final se come un ojotazo revelador.
John100: por si quedaba alguna duda, usted ya soltó amarras, m'hijito...
*roedor! ha llegado la hora de soltar las amarras, dijo el señor josé angel trelles. después fue a schwanek y se puso un mechón. no daba más, pobrecito.
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