Bajo el sol. Esperando que un semáforo, una convención cromática, lo autorice a cruzar la avenida 9 de Julio, hay un hombre. De impecable traje, moño algo torcido, zapatos recién lustrados. Tiene el cabello blanco y alborotado.
Es delgado, mayor. Muy mayor.
Sostiene un paraguas, abierto, por encima de su cabeza. Parece cobijarse aunque sin impaciencia ni temor.
–Disculpe –digo, y señalo con un índice el artilugio–. No llueve, hay sol.
–Le agradezco –me responde con una ínfima inclinación de cabeza, y vuelve a fijar su vista al frente–. Pero esa es su opinión. Yo tengo la mía.
Es delgado, mayor. Muy mayor.
Sostiene un paraguas, abierto, por encima de su cabeza. Parece cobijarse aunque sin impaciencia ni temor.
–Disculpe –digo, y señalo con un índice el artilugio–. No llueve, hay sol.
–Le agradezco –me responde con una ínfima inclinación de cabeza, y vuelve a fijar su vista al frente–. Pero esa es su opinión. Yo tengo la mía.
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