31.12.09

Problemas de conducta

Me llamaron del colegio. Me dijeron, entre otras cosas, que teníamos que hablar de mi nena, de Josefina. Me dijeron que tenía problemas de adaptación, problemas de conducta. Me dijeron que ya habían hablado con la madre, pero que era importante hablar con el padre, también. Me dijeron que era fundamental, que era preciso dejar las cosas en claro lo antes posible, para poder atacar el problema. Me dijeron que por este camino la situación de Josefina se iba a agravar, Josefina iba a repetir.
Me citaron para el jueves, a las seis.
Es jueves, son las seis.
Me presento en el colegio. La maestra de Josefina, la maestra que me llamó, se llama Nora, Nora Pastor. Pido por la maestra, pido por Nora Pastor.
Me mandan a Dirección. En Dirección me indican que vaya al primer piso, al Gabinete Psicopedagógico. Ha terminado el turno tarde y el colegio, después de haber vibrado al compás de cientos de chicos de menos de once años, se apaga, se envuelve en un reconfortante silencio, descansa, las paredes, las escaleras, los pisos, toman aire, juntan fuerzas para el próximo día.
–Hola –me dice Nora–. Tome asiento –lo que sobresale de Nora, lo que destaca, son sus lentes bifocales, y un crucifijo sobre el guardapolvos, de plata, el crucifijo, tamaño mediano, que reposa, hace la plancha sobre el volumen de lo que quizás nunca fueron tetas, lo que desde siempre deben haber sido glándulas mamarias. Nos sentamos enfrentados en dos pupitres escolares. El mío está recubierto de fórmica, un plástico naranja lleno de inscripciones, dibujos y tachaduras hechas en su mayoría con birome negra. Hay un corazón atravesado por una gigantesca flecha. El corazón dice ‘Moni’. El pupitre de Nora está recubierto de la misma superficie plástica, pero de color amarillo, muy clarito, la superficie ha sido muy trabajada con objetos cortantes, hay tachaduras, raspones. Hay otra persona, junto a la cual se ha sentado Nora. Es una mujer más grande, en volumen y en edad, quizás ha pasado la peligrosa barrera de los cincuenta años, y la más peligrosa aún barrera de los ochenta kilos. Lleva dos o tres botones del guardapolvos desprendidos, se ve una blusa de color perla, o quizás marfil. La blusa y el color, algo en su combinación, provoca angustia, aflicción, cierto deseo de sollozar. Su pupitre es verde.
–Ella es la Licenciada Roberta Durrieu –le doy la mano, su mano está fría, y pegajosa también, como si hubiera estado acariciando un besugo–. La Licenciada Durrieu es mi superiora.
–Entiendo –digo, porque entiendo, porque es fácil de entender.
–Bueno, señor, como usted sabe, lo citamos por determinadas actitudes que ha tenido Josefina. Josefina está presentando severos problemas de conducta y de integración, que nosotros queremos informarle –hace una pausa, traga saliva, yo aprovecho para asentir–. Josefina el otro día..
–El martes –acota la Licenciada Durrieu, sin levantar la vista del manojo de papeles que tiene entre sus manos.
–Josefina, el martes –asiente Nora, asiente demasiadas veces, asiente como esos perritos de juguete que a veces tienen los taxis–, le pegó un chicle a una compañerita en el pelo. Se imagina el perjuicio, porque el chicle, una vez pegado en el pelo, no puede ser despegado con facilidad. Entonces hubo que cortarle un mechón de pelo, a la compañerita, con todo el trauma que eso implica, con el profundo impacto psicológico que eso trae aparejado en esta edad donde el pelo, desde lo simbólico, resulta tan representativo en lo que hace a la identificación del propio yo.
–¡Tuvimos que cortarle un mechón de pelo! –La Licenciada Roberta Durrieu da una palmada sobre la mesa, profundamente indignada.
–Miren, yo no –saco un cigarrillo y me lo llevo a los labios. Busco un encendedor.
–¡No! –la Licenciada Durrieu se pone de pie y retrocede unos pasos, como si hubiera visto una garompa, una garompa del tamaño de la trompa de Tantor, aquel simpático elefantito que le daba bola a Tarzán porque no tenía nada mejor para hacer.
–No se puede fumar aquí, señor–La maestra, Nora, Nora Pastor, que antes asentía con la cabeza, ahora niega, ahora sigue negando–. Esto es un colegio.
Dejo el cigarrillo entonces, apoyado sobre la mesa, junto al corazón atravesado por una flecha, el corazón que dice ‘Moni’. También, al lado, dice ‘UIPI’, así, todo con mayúsuculas. La maestra Nora Pastor huele a algo, algo que me es difícil reconocer pero que de pronto me viene a la mente. La maestra Nora Pastor huele a pilas sulfatadas.
–Como les decía, yo no –la Licenciada Durrieu ha vuelto a acercarse, un poco, pasos cortos y temblorosos, pero no se sienta, permanece de pie, algo parapetada por el respaldo de su pupitre, como si yo fuera un animal salvaje y peligroso.
–¡No niegue! –grita– ¡Negar no arregla nada, señor! Debió usted pensar la responsabilidad que implica traer un niño al mundo. Pero debió pensarlo antes, antes de, bueno, antes de gestarlo, usted me entiende –mueve las manos, pero sus manos, que se enlazan por un instante en el aire, no encuentran el gesto adecuado que permita representar la gestación. La gestación, incluso desde lo gestual, la incomoda, la compromete–. Asuma su responsabilidad, señor. Usted es padre. ¡Usted es el padre! Y este asunto del chicle es grave, muy grave. Debemos preparar un plan de contención, medidas que permitan reintegrar a Josefina, que la nena recupere el espíritu gregario que le facilite su reinserción social, asistiéndola primero, y eliminando luego sus patologías tan escalofriantes. Su hija le pegó un chicle en el pelo a una compañerita, señor. Quiero que entienda la gravedad del tema.
–Eso es lo que trato de decirles –me rasco la cabeza, con un índice, miro por la ventana–, yo no tengo ninguna hija.
–¿Qué? –Nora Pastor ahora, no asiente ni niega, se aprieta los lentes contra el puente de su nariz como si el conjunto, los lentes y la nariz, estuvieran a punto de desprenderse de su rostro.
–Que no tengo hijos, soy soltero, además.
–Pero –Nora Pastor mira a la Licenciada Roberta Durrieu, la Licenciada Roberta Durrieu mira a Nora Pastor, ambas, Nora Pastor y la Licenciada Roberta Durrieu, me miran a mí.
–No sé, ustedes me llamaron el otro día, vivo a dos cuadras, y pensé que como se venía fin de año estaban llamando a los vecinos, organizando una kermés, alguna de esas boludeces que hacen los colegios. Pensé que podía haber comida, saladitos, algo para tomar, alguna maestra jovencita, con ganas de coger quizás. Tengo que encontrarme con un par de amigos por acá, no me costaba nada pasar, así que vine. Pero no soy padre, no sé quién es Josefina, y no me parece nada del otro mundo que un chico le pegue un chicle en el pelo a otro. Me tengo que ir, buenas tardes.

6 comentarios:

Federico Gauffin dijo...

Jejeje

Lara dijo...

Lo que son las cosas, yo puteo si me llaman del colegio de mi hijo y Ud va por diversión!

cogito (bis) dijo...

otra magnífica oportunidad que pierde Josefina,

por lo menos, de ésta no se va a enterar

hola J. Hundred

J. Hundred dijo...

*federico gauffin! je.

*lara! no fui por diversión. fui, como voy a tantos recónditos lugares, como un sufrido peregrino, a ver si había alguito para mí.

*cogito (bis)! muchas veces me pregunto cómo es posible que haya tantas josefinas por ahí, tantas lauras y mónicas, algunas marianas, viviendo sus vidas como si nada, soportando la tremenda desgracia de ni siquiera conocerme.
hola.

MatiAsF dijo...

muy bueno. En serio. Para todos los no-padres

Lara dijo...

uh cierto, me olvidaba de su vida triste y gris, ahora si lo entiendo, pipipipipi pipi, jajajajaja. Un saludo