7.12.09

Tanto tiempo

En el parque, caminando por el parque porque algo hay que hacer, porque uno puede seguir pensando lo mismo que hubiera seguido pensando sentado, pero si se lo piensa caminando es como si los pensamientos se oxigenaran, se movieran las aguas a través de las branquias del tiburón de la locura y soy así, me sobran las metáforas y si me vas a pedir sangre o guita te adelanto que te voy a dar una metáfora, una metáfora y no mucho más, soy así.
Pasa una persona, es un hombre vestido con equipo de gimnasia adidas, verde, pantalón y campera del mismo color, fondo verde, tiras blancas, zapatillas, tendrá treinta años, quizás uno menos, quizás cinco más.
–¡Juan!
Me llamo Juan, así que me veo obligado a detenerme, a mirar.
–¡Juancito querido, tanto tiempo! –se acerca con la mano extendida. Rechazar un saludo es una de las cosas más difíciles de hacer. Es como atentar contra dos mil años de civilización.
Miro al sujeto. No lo conozco. No se lo ve amenazante ni agresivo, sino contento de verme.
–Disculpame, pero no te conozco –estrecho su mano, igual.
–¡Pero qué decís, Juan! ¡Soy Víctor! ¡Víctor Ríspoli! Hicimos toda la secundaria juntos.
Lo miro. No lo conozco. Es cierto que he puesto el colegio secundario, como tantas otras barbaridades, dentro de algún pliegue de mi memoria. Pero no conozco al sujeto, jamás antes había oído el apellido Ríspoli.
–Lo lamento, pero te debés haber confundido –le doy una palmada en el hombro, no demasiado amistosa, y hago un leve asentimiento de cabeza. Me dispongo a continuar con mi caminata, con mi vida, nada en especial.
–¿Pero qué decís? Juan, soy Víctor. Mirame, Juan –lo miro– ¿Cómo no te vas a acordar? La vez que le desinflamos las cuatro gomas a la profesora de física, y la vez que nos peleamos contra los del Huergo, eran como quince. Y vos pegabas con el taco de billar como si fueras Bruce Lee –se entusiasma de solo recordarlo, hace una pose de kung fu, levanta una pierna, hace la grulla, una grulla gordita e inestable, y se ríe de verdad.
–No soy yo. Debe ser alguien parecido.
–¡Pero dejate de joder! –Me abraza, se separa, me vuelve a abrazar, yo recibo el abrazo con mis brazos caídos, lo que equivale a no corresponder el abrazo, a no abrazar–. Juan querido, no supe nada más de vos. ¿Te acordás de Andrea?
–No, no me acuerdo.
–¡Andrea, tu novia! Se casó con un tránsfuga, tuvo tres pibes, la vi el otro día en el supermercado. Me preguntó por vos.
–Bueno, me tengo que ir.
–¿Te acordás de Walter? –me detiene con una mano en el hombro, está contento de verdad– ¡Walter es ministro! ¡Walter! ¿Lo podés creer?
–No importa si lo creo o no, no lo conozco, ni te conozco a vos, ya te lo dije.
–¡Pero qué decís, Juan! No sabés lo contento que estoy de verte. Me divorcié, hace poco. Tengo dos hijos, uno me dice que quiere estudiar ingeniería nuclear. ¿A vos te parece? Un mocoso de once años, y te dice que quiere ser ingeniero nuclear.
–Dejalo. Dejalo ser lo que quiera –no sé qué decirle.
–Tenés razón, Juan, claro que tenés razón. Hay que dejar que los pibes vuelen. Para fracasar hay tiempo. ¡Pero esa frase es tuya! Para fracasar hay tiempo, la decías vos.
–Puede ser –digo, porque puede ser. La frase me suena, aunque en verdad creo que no hay tiempo, creo que ya fracasamos.
–Bueno, me tengo que ir.
–¡No, pará! –se desespera–. Vayamos a tomar un café, hace tanto que no nos vemos. Tengo cosas para contarte, tenemos muchas cosas para hablar.
–Mirá, no.
–¿No? ¿Cómo que no?
–No, te dije –es lo que le dije, es lo que le estoy diciendo–. No te conozco, y si te conociera, si te hubiera conocido alguna vez, tampoco importa. No me interesa nada de tu vida, Víctor. Tu nombre es Víctor, me dijiste. No me interesa quién sos, no quiero tomar un café con vos, y si me volvés a poner una mano encima te voy a arrancar dos o tres premolares de una patada. Espero que tengas suerte o lo que más te guste, ahora desaparecé.
Lo aparto con un breve pero enérgico empujón, y sigo caminando. Víctor se queda con una mano en la frente, niega con la cabeza, amaga correrme un par de pasos y se detiene. Cruzo la avenida justo antes que el semáforo se ponga verde y empiecen a pasar los autos, muchos autos, a esa hora la ciudad es un quilombo que parece no tener principio ni final.

4 comentarios:

Yoni Bigud dijo...

Víctor fue al Hipólito Vieytes. Y seguramente no tenía mucho más para contar.

Ni guita para pagar el café.

Un saludo.

Mauro dijo...

Ese hombre estaba loco, o confundido. Nadie jamás sobrevivió a una pelea con los primates del Huergo.

sergio dijo...

Te fijaste si después del abrazo no te faltaba la billetera??

Hoy en día hay cada uno...

J. Hundred dijo...

*yoni bigud! no deja de abrumarme el descubrir que la gente no tiene prácticamente nada para contar. el otro día tuve que asistir a una cena, y un ñato empezó ‘porque en la colimba, nosotros, con el negro irustiaga…’ después, al rato ‘porque en la colimba, una vez…’ así que le dije ‘disculpame, vos debés tener unos 54 años. podríamos decir que de la colimba para acá no te pasó casi nada, ¿no?’. un saludo.

*mauro! tengo motivos para no estar de acuerdo.

*sergio! lamento tener que darle la razón. pero en la querida buenos aires, si usted, por ejemplo, se tropieza en la calle, y alguien le dice ‘¿te ayudo?’, lo más probable es que, justamente, quien ofrece la ayuda, le esté robando un zapato.