El hombre subió al colectivo, como cualquier persona. Esperó que subieran dos personas que estaban delante de él. Era de noche, y estaban la mitad de los asientos ocupados, una persona de pie leyendo un diario viejo. Hacía frío.
El hombre se paró de frente a los pasajeros, de espaldas al conductor, y sacó un arma. La exhibió primero, por un instante, sosteniéndola en alto, con la palma casi abierta, prácticamente colgada del índice encargado del gatillo. Luego nos apuntó.
–Señoras y señores, buenas noches –dijo, y se levantó un poco la gorrita con visera, verde, para que pudiéramos verle el rostro–. Esto no es un robo. Los voy a matar, de a uno. No quiero plata, no deseo reivindicación alguna. Los voy a matar porque los odio, porque me cansaron, porque sí.
Lo cierto era que debíamos ser unas once personas dentro del colectivo, sin contar al hombre de la gorrita verde que nos apuntaba, y el revólver debía tener seis balas. Era un detalle que convenía no dejar de considerar.
–¡No me mate, por favor, estoy muy enfermo! –Dijo un hombre mayor, de lentes, que se irguió apenas en el asiento para mostrar lo que le costaba ponerse de pie. Alzó un bastón como si se estuviera cubriendo el pecho, como si el bastón fuera suficiente para detener las balas.
–¡No me mate, por favor, estoy embarazada, voy a ser madre! –Dijo una mujer de unos treinta años, al borde de las lágrimas o ya llorando, que intentó alisarse el vestido de un horrible estampado con flores amarillas, para que se viera la protuberancia de su vientre. Tuvo otro acceso de llanto y se cubrió la cara con las manos.
–¡No me mate, por favor, soy el futuro! –Dijo un joven flaquito que estaba sentado al fondo y se había quitado los auriculares con los que escuchaba música. El susto superaba la indignación, y ambas cosas eran superadas por el sinsentido de tener que imaginar su vida truncada antes de haber, como quien dice, explotado, antes de haber dado rienda suelta a todo su extraordinario potencial.
–No me mate, por favor –Dije. Me puse de pie, porque estaba sentado en el tercer asiento de la fila del conductor, y tenía prácticamente al hombre de la gorrita verde y la pistola a mi derecha, muy cerca. En un rápido movimiento donde la contundencia no excluía cierta dosis de elegancia, le partí con todas mis fuerzas la botella de vino que tenía sujeta del pico, contra el cráneo. Se escuchó sonido de vidrios rotos, y la sangre y el vino salpicaron en varias direcciones mientras el sujeto caía desarmado, como un maniquí arrojado desde un piso alto. Su gorra, con visera, verde, rebotó contra una ventana y quedó sobre un asiento vacío. Se escucharon algunos gritos de los pasajeros, después de tanta tensión contenida–. Tengo una cena.
El hombre se paró de frente a los pasajeros, de espaldas al conductor, y sacó un arma. La exhibió primero, por un instante, sosteniéndola en alto, con la palma casi abierta, prácticamente colgada del índice encargado del gatillo. Luego nos apuntó.
–Señoras y señores, buenas noches –dijo, y se levantó un poco la gorrita con visera, verde, para que pudiéramos verle el rostro–. Esto no es un robo. Los voy a matar, de a uno. No quiero plata, no deseo reivindicación alguna. Los voy a matar porque los odio, porque me cansaron, porque sí.
Lo cierto era que debíamos ser unas once personas dentro del colectivo, sin contar al hombre de la gorrita verde que nos apuntaba, y el revólver debía tener seis balas. Era un detalle que convenía no dejar de considerar.
–¡No me mate, por favor, estoy muy enfermo! –Dijo un hombre mayor, de lentes, que se irguió apenas en el asiento para mostrar lo que le costaba ponerse de pie. Alzó un bastón como si se estuviera cubriendo el pecho, como si el bastón fuera suficiente para detener las balas.
–¡No me mate, por favor, estoy embarazada, voy a ser madre! –Dijo una mujer de unos treinta años, al borde de las lágrimas o ya llorando, que intentó alisarse el vestido de un horrible estampado con flores amarillas, para que se viera la protuberancia de su vientre. Tuvo otro acceso de llanto y se cubrió la cara con las manos.
–¡No me mate, por favor, soy el futuro! –Dijo un joven flaquito que estaba sentado al fondo y se había quitado los auriculares con los que escuchaba música. El susto superaba la indignación, y ambas cosas eran superadas por el sinsentido de tener que imaginar su vida truncada antes de haber, como quien dice, explotado, antes de haber dado rienda suelta a todo su extraordinario potencial.
–No me mate, por favor –Dije. Me puse de pie, porque estaba sentado en el tercer asiento de la fila del conductor, y tenía prácticamente al hombre de la gorrita verde y la pistola a mi derecha, muy cerca. En un rápido movimiento donde la contundencia no excluía cierta dosis de elegancia, le partí con todas mis fuerzas la botella de vino que tenía sujeta del pico, contra el cráneo. Se escuchó sonido de vidrios rotos, y la sangre y el vino salpicaron en varias direcciones mientras el sujeto caía desarmado, como un maniquí arrojado desde un piso alto. Su gorra, con visera, verde, rebotó contra una ventana y quedó sobre un asiento vacío. Se escucharon algunos gritos de los pasajeros, después de tanta tensión contenida–. Tengo una cena.
4 comentarios:
Sin duda un justificativo mucho mejor que los otros.
Un saludo.
estaba rico? o por lo menos la compañía fue agradable?
*yoni bigud! quizás el punto sea que una cena no es un justificativo. un saludo para usted.
*alelí! mucho me temo que las dos cosas.
Usted, como era previsible, lo ha dicho mucho mejor que yo.
Un saludo.
Publicar un comentario