16.3.08

El día del desafío

El joven practicante de artes marciales entró al templo. Era muy temprano, de madrugada, y el sol se negaba a aparecer. Las alturas de la montaña Ku Soi Wen permitían, a los pocos elegidos de entre millones de aspirantes que se presentaban año a año para ser aceptados entre los discípulos, disfrutar del paisaje más maravilloso de todo China. Pero hacía frío.
Isogu había ingresado al templo teniendo tan sólo nueve años. Hijo de una humilde campesina y vaya a saber quién, tal vez un mongol que había bajado del caballo a orinar o a beber, y había dejado preñada a la mujer, para luego retirarse sin emitir mucho más que un sonido gutural.
Después de haber vagado durante su corta vida, comiendo un mendrugo de pan y un puñado de arroz, de vestir con harapos, de vivir como un lobo, sin saber mucho más que unas once palabras, había pasado un día por la puerta del templo. Como no tenía nada para hacer, y una interminable fila de muchachos de todas las edades esperaba, se había sentado a esperar también.
Cuando le tocó su turno después de nueve noches y nueve días de esperar a la intemperie, cuando llegó a la entrada del monasterio hecho de la piedra más maravillosa que nadie jamás hubiera visto, con sus furiosos dragones abrazados a columnas de jade que flanqueaban el inmenso pórtico de oro puro, se le permitió pasar, avanzar tan sólo tres pasos.
Los tres monjes examinadores le preguntaron porqué quería dedicar su vida al Kung Fu, porqué quería vivir para siempre bajo los designios del tigre y el dragón, cuáles eran sus habilidades especiales.
Cansado, exhausto, confundido por el hambre y la espera, el joven Isogu lanzó un aullido que estremeció las farolas de papel que adornaban la entrada. Luego emprendió una corta carrera en cuatro patas, y mordió con todas sus fuerzas los testículos de uno de los guardias que, despreocupado y de espaldas, se desmayó de inmediato.
Se le permitió quedarse, vaya uno a saber porqué. De eso hacía ya once años.
Isogu aprendió a hablar, a comer, aprendió artes marciales. Se volvió un verdadero maestro, temible en el manejo de sus manos y la espada, indomitable e indetenible en cada combate, sumiso y obediente a sus maestros a medida que se perfeccionaba, que se hacía hombre.
Isogu entró al templo esa mañana helada y se dirigió de inmediato a la sala de práctica, pasando la galería principal, donde pequeños budas de piedra recordaban a cada uno de los venerables predecesores que habían conducido los destinos del templo.
En la sala, iluminada apenas por la tenue luz del día que se negaba a comenzar, Pion Lin, su maestro de toda la vida, encendía cada una de las novecientas cuarenta y dos velas que circunvalaban el sagrado recinto.
El maestro Pion Lin le había enseñado todo lo que sabía. Llevaba puesto su tradicional kimono amarillo, y su cabeza rasurada parecía casi azul, por el frío. El maestro Pion Lin siguió encendiendo las novecientas cuarenta y dos velas, como cada mañana desde hacía treinta y siete años, sin prestarle atención.
Isogu sabía que el período de enseñanza había llegado a su fin. Sabía que la vida en el templo, y por ende la vida como él la conocía en su totalidad, había terminado. Sabía porqué había concurrido aquella mañana, tan temprano, después de beber un vaso de leche mezclado con la sangre de tres palomas blancas.
Isogu se quitó la camisa sin cuello de su uniforme negro, desabrochando con cuidado cada uno de los botones de nácar. Su cuerpo, trabajado al máximo, era un intrincado cableado de tendones, no había en él una pizca de grasa.
Hizo un lento y estudiado movimiento de manos que asemejaba la picadura de una cobra, con sus rodillas en una ínfima flexión y la mirada fija en la espalda, algo encorvada por cierto, del maestro.
–Maestro –su voz fue un susurro de chi contenido–, he venido a desafiarlo.
Pion Lin giró su hirsuta cabeza, apenas.
–Tomatelás, pendejo –dijo–. Hace un frío.

3 comentarios:

La condesa sangrienta dijo...

Es ud. un magnífico creador (y destructor) de climas. La última frase lo confirma.
Extraordinario.

J. Hundred dijo...

*condesa! como dijo alguna vez el señor carlos alberto garcía moreno: todo se construye y se destruye tan rápidamente, que no puedo dejar de sonreír. gracias.

Anónimo dijo...

El kimono es una prenda de origen japonés.