Ser abandonado puede parecer una experiencia traumática; no lo es. Tal vez debiera ser tomado como un ejercicio zen. Algo saludable. Algo purificador. Es más, me atrevería a recomendar ser abandonado al menos una vez al año. Chocar contra el imposible del otro; descubrir con estupor que las circunstancias son ajenas a la propia voluntad.
Recibir entonces, con hiriente meticulosidad, el detalle, el porqué lo de uno no fue suficiente, no alcanzó. Aprender que no se estuvo a la altura de las circunstancias, de las expectativas. Aceptar que uno fue desbordado por la situación, como un nadador más o menos idóneo, a quien el mar decide recordarle quién es el invitado y quién es el dueño del juego.
Ser abandonado, estoy seguro, te vuelve mejor.
Ahora, si sos abandonada, es tremendo. No sé, matáte. Hacé un curso.
Recibir entonces, con hiriente meticulosidad, el detalle, el porqué lo de uno no fue suficiente, no alcanzó. Aprender que no se estuvo a la altura de las circunstancias, de las expectativas. Aceptar que uno fue desbordado por la situación, como un nadador más o menos idóneo, a quien el mar decide recordarle quién es el invitado y quién es el dueño del juego.
Ser abandonado, estoy seguro, te vuelve mejor.
Ahora, si sos abandonada, es tremendo. No sé, matáte. Hacé un curso.
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