20.11.24

La velocidad del sonido


No soy ingeniero en aeronáutica, es más, no soy ingeniero en nada y más aún, no soy muy bueno con las matemáticas, con las ciencias denominadas ‘duras’ en general.
Pero hay una velocidad, entre los mil kilómetros por hora y los mil cien, no tengo precisión en la materia, ya lo dije. Hay una velocidad, entonces, decía, que es conocida por todos, los que entienden y los que no, como ‘la velocidad del sonido’. Pasada esa velocidad las cosas cambian, podríamos decir que cambia todo. Porque es una velocidad, esa marca en el cielo, es la que deja de un lado lo subsónico y del otro lado, lo supersónico.
Mundos diferentes si los hay. Afectados por diferentes leyes científicas podríamos decir, por qué no naturales. Cambia la intrínseca naturaleza de las cosas, las propiedades. Lo que es importante de un lado deja de ser importante del otro. Lo que funciona en un campo deja de funcionar, sí claro, en el otro. Un avión subsónico para hacerla corta, en una velocidad supersónica se desintegraría. Como si sacáramos a un pez de su pecera y lo pusiéramos en otra pecera pero llena de vino. El pez, por decirlo técnicamente, no funcionaría.
Lo mismo sucede analogía mediante con el dinero, con la plata. La guita.

10.11.24

Cuenten conmigo


En la esquina. De la avenida. Espero que el semáforo cambie de color. Espero que suelten los autos como si de una carrera de galgos se tratara. Y empiezo a cruzar bien despacio. Sin mirar claro, para el lado de los autos. Miro para arriba o para abajo, son diferentes clases de asfalto. Hay frenazos, gritos. Furibundas puteadas.
Veo un perro, un perro vagabundo bigotudo, aturdido, asustado. Lo llamo, vení loco le digo, qué te pasa, enfocamos nuestras miradas. Cuando se acerca agachando la cabeza un poco, moviendo apenas la cola, inseguro, me incorporo y le doy un tremendo patadón, lo engancho en las costillas, de costado. El perro lanza un lastimero aullido y casi parece que va a llorar pero los perros no lloran, con lágrimas digo. Se aleja rengueando.
Veo a una señora bastante mayor. Viene de la verdulería o de la frutería o ambas cosas. Camina con lentitud, lleva un par de bolsas en cada mano. Asoma de una de las bolsas, un paquete de acelga. En otra bolsa se distinguen peras, varios pomelos, duraznos. Me acerco sigiloso, por detrás. Rasgo el nylon de una bolsa, de un tirón. Le cuesta a la mujer permanecer de pie, conservar el equilibrio. Cae una bolsa. Ruedan los duraznos. Oigo los sollozos de la mujer mientras pisho contra un árbol.
Sé perfectamente desde hace tiempo que el mundo es una rotunda mierda. Me parece que debo hacer mi aporte, colaborar.

19.10.24

Miedo al miedo


Te explico lo que pasa. En realidad no te explico, te cuento. Yo hace años que dejé de explicar. Explicar es algo tan antiguo como los pantalones pata de elefante.
Viste que hubo una pandemia. No se sabe, parece que un chino estaba de excursión y le agarraron ganas de defecar, viste como son esas cosas. Y no va que el chino caga en medio del bosque y manotea buscando algo, una hoja, algo con qué limpiarse el culo para ser más exacto. Y no va que justo agarra un murciélago, un murciélago que justo estaba descansando por ahí, y el chino va y se limpia el culo con el murciélago. Y después alguien agarró el murciélago para hacerse una sopa, en fin. Mejor no sigamos.
Y desde entonces se expandió por el mundo la pandemia, nada volvió a ser, ni va a ser nunca más, como antes. Cambiaron los hábitos, se suspendieron los recitales y los eventos deportivos, cerraron los restaurantes y no hubo más viajes en avión. Y ahora cuando caminás por la calle y te cruzás con un conocido, en lugar de saludarlo primero lo mirás, lo mirás como si estuvieras buscando algún gesto, un moco, la más mínima confirmación que el tipo que tenés enfrente tiene la peste bubónica y que debés salir corriendo lo más rápido posible sin siquiera preguntarle cómo está, si terminó la secundaria, si se casó, por qué peló semejante cara de boludo, si tuvo hijos.
Pero todo eso es materia conocida, ya sabés. La gente se enojaba en la calle si no tenías puesto el barbijo pero después iba y manoseaba todas las mandarinas en la verdulería mientras trataba de acertar y elegir la que tenía menos carozos. La gente es una mierda pero eso no tiene nada que ver con la pandemia. Eso es de siempre.
¿Qué te estaba diciendo? Ah, sí, que hubo una pandemia, que llegó el fin del mundo, que la gente es la mierda más pura. Me distraje, disculpame.
No, no tengo la solución, no tengo la vacuna, no sé cómo hacer para que la gente sea feliz. Podríamos decir que soy parte del problema.
Pero noté algo, eso sí. Si te fijás bien, si prestás atención, cuanto más pelotuda es la persona, cuanto más insípida y anodina y absurda es su existencia, bueno. Era la persona que usana triple barbijo y que llevaba una garrafa de alcohol en gel colgada de la espalda y que tratana de dar dos respiraciones máximo por cuadra y así. Repito entonces, cuando ves a una persona cuya vida no tiene el menor sentido, que se ha pasado quizás los últimos diez años gritándole a su propio perro para que aprenda a cagar parado en dos patas o que quiere discutir en el ascensor sobre cómo puede ser qué caro que está todo, algo así. Una persona que jamás practicó una actividad artística ni deportiva, que se limita a pagar el gas y ver programas de entretenimientos y se hace chequeos, muchos chequeos de salud, si pudiera se haría un análisis de sangre tres veces por semana. Bueno, esa persona es la que tiene más miedo de morirse.
Y a mí me parece una maravillosa broma del universo. Quiero decir hay algo ahí que no deja de ser curioso.

10.10.24

Lo único que importa de breaking bad


Estuve viendo breaking bad. No, pará, ya sé, genio de nefli, breaking bad fue hace veinte años o algo así, ya la vio todo el mundo y ya se dijo todo lo que había que decir sobre la serie. Lo que me pasó fue que tengo, por suerte, tiempo libre a la tarde, y ya no se me ocurre nada para hacer. No quiero leer ni escribir, la sola idea de trotar me produce náuseas, así que elijo una serie y miro un capítulo por día. Pero como las series son malísimas miro las que me gustaron que son las que le gustaron a todo el mundo, los soprano, succession, peaky blinders, en fin, tampoco estoy inventando el agua caliente.
Miro un capítulo de una serie, fumo un cigarrillo, tomo un café, y me parece que el mundo todavía es un lugar amable o no demasiado hostil. Después o antes hay que lavarse los dientes, pagar el gas, quizás hervir arroz. Vivir es una maldita cosa detrás de la otra, como todos sabemos y creemos saber quién lo dijo aunque no sabemos muy bien en qué estaba pensando cuando lo dijo pero nos sirve igual.
Acá viene el tema, sobre breaking bad. No, no importa, todos los personajes están bien, y todos nos volvimos expertos en metanfetamina y todos vimos la transformación de w. white de apocado profesor de química en narco sanguinario y el derrumbe de pinkman y la obstinada muerte de hank y el genial gustav fring y la pasmosa sabiduría de ehrmantraut y está todo lo más bien aunque lo estés viendo por tercera vez y ya te des cuenta que la serie se puso vieja pero sigue siendo mejor que una boludez nueva. Por lo menos para mí.
Y se me estaba acabando, la serie quiero decir pero podría decir la vida o la alegría también. Estoy en el capítulo 15 de la temporada 5, o sea el anteúltimo capítulo de la serie.
Acá viene la cuestión, por favor no te detengas en detalles técnicos ni me corrijas un nombre o alguna boludez por el estilo. Me pasa todo el tiempo, cuando hablo con alguien, que estoy diciendo algo genial y la pregunta suele ser ‘pero en realidad te bajaste en callao o en uruguay?’. No importa pibe, tratá de seguir el foco de la maravillosa linterna con la que alumbro lo que estoy contando y capaz aprendés algo. El multitasking le pudrió el bocho a la gente, quedaron todos más boludos que antes esperando la app que les explique cómo rascarse el culo. En fin.
Estamos en el capítulo 15 de la quinta temporada, la serie se termina. W. White está escondido en una cabaña en Alaska o donde quiera que sea, después de que le ha pasado de todo. Ha logrado escapar, le han hecho un cambio completo de identidad recurriendo a los servicios del tipo con la pantalla de service de aspiradoras.
Entonces. Está W. White, solo, enfermo, ha perdido a su familia que lo odia, lo busca la justicia. Está en la cabaña, hace veinte grados bajo cero. Y llega el tipo de las aspiradoras, que se había comprometido a venir a verlo una vez por mes con las provisiones. Le trae comida, le trae periódicos, le trae lentes con distintos tipos de aumento. Le hace, incluso, una improvisada quimio porque a W. White le ha vuelto su cáncer.
Y el tipo que fue el que le inventó la nueva identidad y lo puso en esa cabaña y le trajo las provisiones está por irse apenas terminado el encargo. Y W. White le pregunta si se puede quedar un par de horas.
–¿Un par de horas? –dice el tipo–. No. Tengo dos mil kilómetros de viaje. Me tengo que ir.
Y entonces W. White le ofrece veinte mil dólares por dos horas. Y el tipo lo piensa y regatea. Le dice que acepta los veinte mil dólares por una sola hora. Y W. White lo piensa con apenas una resignada sonrisa y dice ‘bueno’.
Y entonces pasa algo más importante todavía. Acaban de arreglar que el tipo se queda una hora más por veinte mil dólares. El tipo va hasta una mesa, agarra inmediatamente un mazo de cartas y dice.
–¿Cards?
Porque tampoco se conocen ni son amigos ni tienen de qué hablar. Pero se puede jugar a algo.
Y lo que tenés que entender es que W. White se ha pasado las 5 temporadas de la bellísima breaking bad haciendo barbaridades, fabricando metanfetamina, mintiendo, matando. Y termina en una cabaña y está en presencia física de un barril de plástico con unos once millones de dólares que es el producido, lo que le ha quedado de su espectacular via crucis. Y lo único que quiere es que alguien le haga compañía. Estar con alguien, que haya alguien además de él en la cabaña aunque tenga que pagar por eso, jugar a las cartas sin el menor interés.
Y es todo tan redondo y tan perfecto y hay tanto para aprender ahí que yo lo tenía que escribir, porque le tenía que contar a alguien lo único que hay que entender, lo único que importa de breaking bad.

30.9.24

Gente corriendo


Me ha tocado ver a la gente que corre. Pobrecitos, no tienen la culpa, son parte de una colectiva desesperación que los excede, los contiene y los abarca. Ni siquiera saben por qué corren, qué les pasa. Es la imbecilidad hecha pulsión.
El domingo a la mañana quise ir a Palermo a dar una vuelta, caminar un poco antes de desayunar. Era temprano y estaba bastante fresco, poca gente, más no se puede pedir por la sencilla razón que más no hay.
Pero justo iba a empezar y pasó un carrito, una especie de jeep, bien despacio, y un sujeto con un altavoz dijo ‘¡Cuidado, señores! ¡Se está corriendo una maratón, cuidado por favor!’.
Y era verdad. Me detuve junto a un poste de luz, y comenzaron a pasar. Los más veloces primero, veinte o treinta. Un poco después el promedio, todos los demás. Tres o cinco mil almas sin paz.
Remeras naranjas o verdes casi fosforescentes, hombres en su mayoría aunque había mujeres también, y gente grande. Me quedé ahí parado unos buenos diez minutos. El chuic chuic de las suelas de goma. No vi una sola sonrisa, ni una sola, el sufrimiento tatuado sobre los rostros, profundas gestos de estupor, de contrariedad.
Se me ocurrió pensar que si se filmara lo que yo estaba viendo, gente corriendo, filmados bien de cerca, verlos pasar, cualquier maratón de cualquier ciudad, algo fácil de realizar. Si se filmara una de esas carreras de domingo a la mañana y se pasara la filmación en los televisores de las salas de terapia intensiva de cualquier hospital. Si se les mostrara a los enfermos terminales, a la gente que arrastra crónicas penurias o resiste cruentos tratamientos, si se les mostrara lo que hace la gente que está sana, se sentirían mejor con sus vidas casi de inmediato. Se darían cuenta que no es tan mala la situación que les toca atravesar.

20.9.24

Lo vamos viendo


Sé, lo sé perfectamente, los que escriben muchas veces quisieran pintar. Poder pintar, hundir un pincel en algún color para luego deslizarlo por el blanco lienzo en esa sensación única tan particular, tan característica. Ver surgir las formas venidas de quién sabe dónde, crear.
Y sé que quienes pintan desearían hacer música. Tocar un instrumento. Un piano, un violín, escupir música, llenar el espacio con sonidos que surgen del movimiento de tus manos mientras la gente presta atención, cierran los ojos, hacen silencio.
También es cierto que quienes hacen música, quienes tienen ese extraño don, esa curiosa habilidad, muchas veces desearían saber hacer otra cosa. Ser abogados, contadores, arquitectos. No tener que ganarse la vida cobrando migajas, dando clases de guitarra o de bajo a pequeños retardados que viven en barrios privados y que sueñan con tomar una fanta con bizarrap o armar bandas de rock que los lleven a la MTV o símil para poder quedarse en pausa en una entrevista como si de verdad estuvieran pensando. Para luego balbucear alguna imbecilidad.
Los abogados, los médicos, sueñan con vivir en una cabaña frente al mar, coger con jovencitas algo desaliñadas de tetas pequeñas pero muy firmes. Hacer surf hasta que anochezca y fumar, fumar porro mientras esperás hasta el próximo porro y no mucho más.
Todos estamos tristes, de eso estamos hechos.

10.9.24

Humanum est


Leo un libro. Para eso están, los libros. También podés subir algo en tu instagram o jugar con la play, pero yo prefiero leer un libro. No sé, vos hacé lo que te resulte más cómodo.
¿Qué te estaba diciendo? Ah sí, leo en un libro. Lo siguiente:
El ser humano es la única criatura que puede reflexionar sobre su propia existencia, imaginar su propia muerte, y simular un orgasmo.
Brillante la frase por donde la mires. Sé cuando estoy en presencia de algo brillante en cualquier disciplina, lo sé de inmediato. Aunque no practique la disciplina en cuestión, aunque no tenga la más puta idea de nada al respecto. Pero algo resuena en mí ante la brillantez, y yo quiero creer que es también, no sé cómo decirlo, la brillantez que hay en mí lo que reconoce la brillantez en cualquiera de sus formas y eso me hace sentir un poco mejor. Tampoco molesto a nadie.
Pero vuelvo a leer la frase. Y se me da por pensar que el ser humano, además de poder reflexionar sobre su propia existencia, también puede imaginar su propia existencia, y quizás también simularla. Y el ser humano, además de poder imaginar su propia muerte, también es la única criatura que puede reflexionar sobre su propia muerte, y también puede simular la propia muerte. Y desde ya el ser humano además de poder simular un orgasmo, también puede reflexionar sobre un orgasmo, y también por qué no, imaginar un orgasmo.
También el ser humano tiene la capacidad de comer unas rabas o unos langostionos a la provenzal con una buena cerveza, en algún barcito frente al mar. O dar vueltas por un supermercado de barrio buscando dos latas de garbanzos y un sobre de queso rallado.
El ser humano puede, como la mayoría de las otras especies aunque quizás con un touch de sofisticación, hacerse bien la paja.

30.8.24

Para finalmente cambiar tu vida


Años y años de gente sufriendo, el tema que atormenta a casi todos, la sociedad que no puede evitar asociar la delgadez con la felicidad como si eso fuera cierto. El tema de las dietas.
Te explico lo que hay que hacer. El método definitivo. La solución al problema.
La duración del tratamiento es treinta días. Para cambiar tu vida.
Acá viene la parte técnica, instrumental, los detalles.
Durante diez días, durante los primeros diez días, vas a comer en el desayuno un tubo de pringles y una lata de coca cola. Podés elegir el tubo de pringles del gusto que sea de tu interés. Pero el sabor original, las rojas, está muy bien. La coca cola debe ser la roja, ni zero ni light ni nada por favor, ni se te ocurra.
Eso. Cuando te levantás a la mañana, desayunás un tubo de pringles y una coca cola de lata y te vas a trabajar, lo que sea que hagas con tu vida. Nada más, durante el resto del día, nada. Podés tomar agua eso sí, a lo sumo un té. Podés fumar dos o tres cigarrillos por día sin problemas, lo más bien.
Hacés eso, durante diez días.
Luego de los diez días, viene la segunda fase. Lo que podríamos llamar ‘fase 2’.
Ahora pasás a comer el doble. Dos tubos de pringles, dos latas de coca cola. Durante el desayuno. Diez días. El resto del día no comés nada más. Agua, té, un cafecito si precisás. Diez días.
Y luego viene la fase 3, diez días más. Los últimos diez días.
Ahora bajás a la mitad. La mitad del comienzo, medio tubo de pringles, media lata de coca cola. Diez días.
Listo. Eso es todo. Treinta días en total, fácil de entender.
No, no sé si vas a bajar de peso. Pero te vas a sentir distinto, te vas a quedar pensando cosas que nunca pensaste. Eso te lo puedo asegurar.

20.8.24

Salita azul


Qué querés que haga, me acordé y la cuento como me sale, como me viene a la mente. Podés considerarlo un homenaje porque el pibe murió, alguien me vino a contar que el pibe murió. Debe ser por eso.
Trabajaba, yo, en una oficina. No quiero contar mucho de qué trabajaba pero si querés podés decir que era en el sector financiero. Tenía la fuerza de un toro, yo, me había cansado de ser pobre y quería subir en la pirámide hecha de la mierda más pura, cosas que pasan.
El asunto, lo que me quiero acordar, cerró una empresa del grupo donde trabajaba, y como yo venía siendo un empleado correcto, en lugar de echarme me pasaron a otra empresa del mismo grupo. Y como yo encima había mostrado ciertas capacidades dentro de las finanzas, bueno, me pasaron a otra empresa y me pusieron de jefe.
Y en el sector que me ponen de jefe había tres tipos, pero había uno, P. que creía que le tocaba, le correspondía ser jefe a él. Así que le caí mal desde el principio, éramos muy jovencitos todos, menos de treinta años, te creés que te comés el mundo, o que otro no te deja comerte la porción del mundo que te corresponde y no lo podés creer. Después, cuando pasa el tiempo y te venis grande, si tenés suerte vas a entender aquella maravillosa frase de Lily Tomlin creo: el problema con una carrera de ratas es que aún si ganás, seguís siendo una rata. Se refería a Hollywood, supongo, la estimada Lily. Pero se aplica a cualquier oficina, en fin.
El asunto es que el pibe, P., se puso mal de ver que le traían a un jefe de afuera. Y como yo estaba lanzado a conseguir algo parecido a mi progreso personal, bueno. Me di cuenta que el pibe me trataba de complicar las cosas y lo empecé a maltratar un poco. Y yo era bueno en eso, además de ser bueno en mi trabajo. Así que el día a día era una mierda y todos la pasábamos lo peor posible y eso era lo más normal del mundo.
Y el tema fue que un día nos había venido a ver mi jefe, un tipo importante dentro de la organización, y vino de visita con el dueño de la organización, que era entre otras cosas un banco.
Vinieron de recorrida y me estaban consultando sobre un tema y yo le dije a P. algo como ‘bueno, entonces fíjate la variación de los fondos del año pasado’, o ‘Fijate por qué no hicimos las ventas en descubierto la semana pasada’, o cualquier cosa por el estilo. Y entonces el pibe, P., se dio cuenta que no podía responder lo que yo le estaba preguntando, y que por no poder responder lo que le estaba preguntando estaba quedando mal conmigo que era su jefe, y con mi jefe, y con el dueño del banco, todo al mismo tiempo y a la vista de cinco o siete personas más.
–Pero no puedo hacer eso –dijo P. –. No tengo las herramientas.
Acá estamos en la parte de la historia que quería contar.
Yo tenía algo, quizás por haber querido ser escritor, no sé, algo relativo a la facilidad de palabra. Solía decir alguna que otra cosa original o divertida, me salía naturalmente.
–Si tuvieras las herramientas no sería trabajo. Sería salita azul.
Eso dije, delante de todos, delante de mi jefe y del dueño del banco. Eso le dije a P. que sólo atinó a volver a su escritorio y tratar de esconderse detrás del monitor mientras la gente se reía. Porque si le va mal a otro hay que reírse, porque para eso son las oficinas.
El asunto es que pasó el tiempo, pasó la vida podríamos decir, P. se fue del trabajo, yo también seguí mi camino. Y hoy a la mañana estaba en el supermercado y me saludó un tipo que trabajó con nosotros. Nos acordamos de tal o cual cosa y me dijo ‘che, no sabés, murió P.’. Y me contó que a P. se le había desatado una enfermedad de las más terribles, ultraviolenta, que se lo llevó en seis meses. Estaba casado, tenía tres hijos, le gustaba mucho hacer asado, jugaba al fútbol los miércoles con sus amigos.
Entonces me acordé la vez que me dijo que no tenía las herramientas. Y yo te pido disculpas con estas precarias palabras, P., por lo mal que te traté aquella vez, y porque la vida se encarga de recordarnos de muy mala manera lo lindo que era, las ganas que tenemos todos de volver a salita azul.

10.8.24

Todos tenemos un don


Quizás se te escapó viendo breaking bad por quinta vez o leyendo la condorito, no sé cuál es tu situación mental y tampoco me importa. Lo mismo da.
Pero hubo una pandemia. O quizás deba decir hay una pandemia, no, de boludos no, esa pandemia es eterna. El covid podés llamarlo, o facundito, llamálo como quieras. Puede ser una gripe mitad chancho mitad pollo, en fin.
Se habla de eso, la gente se muere además y eso desde ya es tan triste, pero se habla todo el día de eso, en las noticias. Cierran los aeropuertos, te obligan a ponerte una bombacha usada en la cara para entrar al supermercado a comprar doscientos gramos de salchichón y entonces el chino dice ‘non tendo’, como decía siempre, pero ahora non tendo tiene muchísima más fuerza, significa mucho más.
No, ya sé, todavía no dije, nada, no es eso lo que quería decir, adonde quería llegar.
Hay una pandemia entonces, se vino el fin del mundo y quedó al descubierto lo peor de nosotros, hay vecinos que denuncian a un vecino porque dicen que trabaja de enfermero en un hospital y va a traer la peste, del hospital, a sus preciados departamentos de dos ambientes contrafrente donde tienen colgadas unas simpáticas grullas de papel que aprendieron a hacer con un tutorial, origami. Y entonces le pintan la puerta, al vecino, le escriben ‘asesino’ o ‘te vamos a matar’, mientras en la puerta de al lado hay un vecino, otro vecino, que se masturba viendo pornorgrafía infantil pero a ese no le dicen nada porque ese saluda en el ascensor y dice ‘qué caro está todo’ o ‘qué país le vamos a dejar a nuestros nietos’, y toca el botón del ascensor con los dedos pegoteados de esperma y mermelada de arándanos que usa especialmente para meterse los dedos en el culo.
El asunto es que hay una pandemia y nadie quiere morirse porque después que te morís parece que no podés seguir viendo programas de preguntas y respuestas por televisión ni partidos de fútbol de la Cadorna Champions Melba International Ligue, y eso es tan triste.
Pero en medio de lo impensado, de la tristeza y el miedo y el dolor, hubo gente que aprovechó para hacer algo con sus vidas. Quizás viendo que debían aislarse de tantas tareas que antes consumían la mayor parte de su tiempo, quizás para no enloquecer. Como la flor de loto que aparece en medio del barro más infecto y tiene una deliciosa fragancia.
Entonces hubo gente, personas que aprendieron finalmente a tocar el acordeón, o decidieron comprarse un perro y llevarlo a pasear, o dedicarse a estudiar matemáticas o python y encontraron no sé, que las criptomonedas podían cambiar sus vidas o que podían hacerlos parecer interesantes diciendo varias veces en medio de cualquier conversación la palabra ‘blockchain’. Hay maravillosas historias así.
Te cuento que hice yo.
Empecé a comer empanadas. Al mediodía. Bajaba a dar una vuelta y al principio estaba todo cerrado, pero encontré una panadería. Y te atendían sin dejarte pasar, vos estabas en la calle y le gritabas a una piba que estaba detrás de un mostrador, con guantes quirúrgicos y una cofia en la cabeza. Entonces descubrí que las panaderías, la mayoría, también venden empanadas.
Empecé a comprar empanadas en cualquier panadería que encontrara en mi camino, porque bajaba a caminar, aunque fuera veinte minutos para mover las piernas. Para no volverme loco.
Y luego, a los seis meses, ya tenías rotiserías abiertas también, y las rotiserías también venden empanadas. Y después estaban las casas de empanadas propiamente dichas, que oh casualidad no me los vas a creer, venden empanadas. Y las pizzerías claro.
Así que estuve tres años comiendo empanadas al mediodía, eso es lo que hice durante la pandemia. Y entonces me sucedió, porque el conocimiento llega de las más variadas formas, de las más extrañas maneras, que desarrollé una capacidad, un don.
Vos me das una empanada de cualquier lado, de la capital federal, vas y comprás empanadas y traés las empanadas a mi casa. Y yo me vendo los ojos, doy dos mordiscos, lo que equivale a decir que como media empanada. Unos treinta segundos ponele, y te digo de qué negocio es. La empanada.
Listo, eso es todo. Tengo una efectividad del 98%. En empanadas de carne mi efectividad es del 100%, pero en jamón y queso o queso y cebolla bajo un poco. La gente no lo puede creer, vienen amigos y hacen la prueba de alejarse de mi barrio, van a una panadería de morondanga no sé, en floresta. Pero yo no fallo. Toco la empanada, como si la sopesara por un instante en una mano, luego la muerdo, dos mordiscos. Cierro los ojos. Y te digo de dónde es la empanada, de qué negocio es.
¿Cómo? Ah, claro. Vos querés saber la utilidad de mi don. Para qué carajo sirve lo que hice, la facultad que me llevó dos años desarrollar.
Mirá no sé. Tenía hambre.

30.7.24

Algo relacionado con el uso excesivo de la fuerza


Te tengo que decir algo fuerte, es difícil, son temas de una profundidad tremenda y quizás no estás preparada. Sí sentate si querés, pero no pichona, dejar qué, cómo te voy a dejar si sos lo mejor que me pasó en la vida. Me levanto a la mañana cuando te quedás a dormir y no lo puedo creer, te veo ahí al lado mío durmiendo con el flequillo sobre la frente y me dan ganas de arrodillarme al lado de la cama y rezar, decir una plegaria de agradecimiento.
¿Qué? Ah, sí, que te iba a decir algo importante, bueno, sí, ahí vamos.
Mirá, no me gusta que me chupen la pija.
Nooo, pará, no te pongas así. Qué puto ni que no puto, si a los putos también les gusta que les chupen la pija, pero por tipos supongo y entiendo. No tiene nada que ver con lo que estamos hablando.
Es un tema técnico, no, ya te dije que no. No tiene nada que ver con vos, no hiciste nada mal, no me lastimaste. ¿Me dejás hablar?
El tema es así, me gusta que me chupen la pija, claro que me gusta que me chupen la pija, me encanta que me chupen la pija, quedate tranquila. Pero acá viene la cuestión, no tanto que me la chupen. Que la tengan en la boca se podría decir.
Es una diferencia no menor y para nada sutil, porque la gente tiene mucha pornografía encima, supongo que es el signo de los tiempos. Entonces vos vas y te prendés a la pija como una garrapata y empezás a cabecear como un oso hormiguero succionando como si tuvieras que raspar el fondo del tarro donde quedó la última cucharadita de miel de la vida misma.
Pero no, eso me incomoda un poco y quizás en parte me intimida, no es lo que yo preciso. Lo que me gusta, lo que me sirve a mí, es que la pija, mi pija, descanse. Descanse en una boca, en tu boca claro, porque la pija descansa y se siente muy cómoda, es un estímulo placentero pero no excesivo. Y sí claro, hay un crescendo, puede haber algún ínfimo movimiento de la parte receptora que serías vos, o que el portador de la poronga, de la pija propiamente dicha o sea yo, en algún momento acelere un poco de algún modo, intensifique el contacto de la herramienta dentro del recipiente por decirlo así buscando el resultado por todos conocido.
O sea, en algún momento algo, la plácida criatura descansando en el líquido amniótico de la vida misma si nos ponemos poéticos, despertará, abrirá los ojos, y es probable que con algunos movimientos no demasiado efusivos eyacule como un chancho pecarí, como un maldito mono carayá. Adentro de tu boca, claro.
Y eso es todo lo que tenés que saber por ahora. Y puede que no haya sido así desde siempre, desde muy jovencito ahora que me lo preguntás y que lo pienso. Lo importante es que quizás como en tantos otros órdenes de la vida no haga falta que te exijas tanto, no es necesario hacer gran cosa. La experiencia resulta de lo más satisfactoria sin que sea preciso tan elaborado esfuerzo. Sucede igual.

20.7.24

Tantos Rodolfos


Pasa algo, nada genial desde ya, hace rato que no me suceden cosas geniales. Las cosas geniales pasan hasta los treinta años, treinta y cinco como mucho. Lo que queda después bueno, fatiga de materiales, decadencia y caída. Podríamos decir, la vida.
En fin. Tenía que reunirme con uno por un tema, un tema de laburo, pero después de la pandemia el laburo ya no es lo que era antes, demos gracias a Dios por eso. Quiero decir, ya no es necesario que las reuniones sean en la oficina, uno puede tener algo de libertad ambulatoria, reunirse en cualquier lado.
Y eso hago, cito a A. en un bar de chacharita, por lacroze, a las 11 de la mañana.
Camino un poco, llego antes, hace frío pero el bar tiene mesas sobre la vereda y una especie de carpa de nylon que no protege de nada pero para el viento. Y la gente se sienta adentro del local, claro, porque es más calentito o para agruparse. Y yo me siento afuera entonces, claro también.
Eso es todo o casi todo lo que tengo para contar, lo que quiero contar, ya llego.
Llega una mujer. O no llega, la traen, porque está en silla de ruedas. Es muy mayor, la mujer, se nota que le han cepillado un poco el pelo hacia atrás, entre blanco y gris. Tiene manchas, esas manchas tan características que te deja el paso del tiempo en el rostro, en las manos. La trae una enfermera. La enfermera es realmente un mamut, una mujer de más de cien kilos que bufa y resopla mientras corre una silla para poner directamente la silla de ruedas, con la mujer, a la mesa. Afuera claro, porque es más cómodo. La enfermera, que es realmente una heladera de dos puertas y lleva un uniforme azul y un pulover, acomoda a la mujer y se sienta a su lado, ambas frente a mí.
Viene a atenderlas un mozo, chiquito, con barbita candado y el cabello imitando el corte de algún jugador de fútbol. Es muy afeminado y excesivamente amable. Le dicen que todavía no le van a hacer el pedido porque están esperando a alguien. El chico se va, la mujer saca un celular de su abrigo e intenta parecer mundana y desenvuelta, pero se nota que apenas puede manipular el pequeño artefacto. Le tiemblan las manos. La enfermera ha sentado a la mujer en el bar, ése era su encargo, y se desentiende por completo. Está aburrida, de la vida y de la mujer y de su trabajo. Mira su reloj.
Mientras tanto pasa gente, por la calle. Gente que sale de una verdulería con alcauciles y zanahorias, chicos con gorritas con visera y miradas ávidas que buscan algo para robar, suenan las bocinas de los automóviles. La ciudad se ha vuelto la mierda más pura o quizás fue siempre así pero yo no me daba cuenta porque estaba ocupado o entusiasmado con algo que no consigo recordar. Pienso en eso.
Llega entonces el otro invitado. Es un hombre mayor, mayor todavía que la mujer que lo aguarda, y en silla de ruedas también. Tiene las venas muy azules marcadas sobre un cráneo que parece un huevo a punto de romperse y yo no puedo evitar preguntarme qué pasará cuando eso suceda. Le han puesto un buzo polar que le queda grande, y el hombre tiene las manos sobre el regazo. El buzo es color verde botella, reconozco la marca por el logo de una suerte de montaña.
Al hombre lo trae otro hombre, otro enfermero o cuidador, debe tener unos cincuenta años y tiene bigote, algo de rulos, nada en él llama excesivamente la atención.
El cuidador hace de maestro de ceremonias, saluda a la mujer con una sonrisa excesiva y un beso en la mejilla.
–Cómo está, Rodolfo –dice la mujer.
–Bien, Rosita, bien, me duelen las rodillas de tanto subir al podio –dice Rodolfo, mientras corre otras sillas para acomodar al hombre que ha traído. El hombre en silla de ruedas debe ser un familiar de la mujer, quizás un primo, quizás un hermano.
Y yo que no tengo nada para hacer mientras espero que venga la persona que debo ver, presto atención y sé que me molesta Rodolfo. Me molesta su bigote y su ropa ordinaria y las boludeces que dice, veo claramente que el hombre se ha ido yendo a pique y no le ha quedado otra alternativa que trabajar de enfermero o cuidador de ese pobre viejo.
Vienen a tomarles el pedido, otra vez.
–Bueno –dice Rodolfo–, vamos a pedirle a mi amigo un asado con papas fritas…
Se ríe, Rodolfo, y se ríe Rosita. El hombre que ha traído Rodolfo no se ríe, tampoco gesticula. Es evidente que su situación vital es mucho más comprometida, además de la edad. Ha debido tener un ataque o algo que lo ha dejado prácticamente incapaz de moverse.
Me entra un mensaje al teléfono, A. me avisa que va demorado, que va a tardar como media hora. Corto, puteo un poco, miro el tráfico.
Y entonces pasa algo. Vuelvo a prestar atención a la mesa, a la mujer que mira a su primo o a su hermano y que apenas puede probar su café con leche, al paquidermo que bufa y mira su celular y espera que se pase el tiempo, al pobre hombre que no puede mover ni sus pies ni sus manos y que está mucho más cerca del reino vegetal que del animal.
Y ahí está Rodolfo, contando algún chiste de hace más de treinta años que le contó el mismísimo facha martel, acercando la taza de café con leche a los labios del pobre hombre que babea, limpiándole la cara con una servilleta, riendo, gesticulando, contando una anécdota de una pelea de mano de piedra durán, sosteniendo como puede los frágiles piolines de esa mesa que se derrumba, tratando que parezca una reunión normal, familiares que se encuentran porque se quieren ver y tomar algo.
Y por un momento quizás recuerdo los últimos versos de ‘los justos’, y sé que Rodolfo está haciendo lo que puede por salvar al mundo y me dan ganas de pararme, de ir hasta la mesa y pedirle diculpas y abrazarlo y decirle ´gracias, loco’.

10.7.24

El delicado momento en que descubrís que no sos tan genial


Mirá, fue de casualidad, así es como se producen los descubrimientos. Me estaba cogiendo a una francesa, o sea una piba de Francia que había venido a la Argentina a estudiar no sé qué. La verdad que la piba cogía con entusiasmo, con alegría, y para mí eso era más que suficiente. Me pedía que la lleve a comer a parrillas, a bodegones, y después íbamos a coger. Se levantaba a la mañana de buen humor, se bañaba pero no mucho, una enjuagada apenas, tomábamos un café y se iba fresca como un tomate. Alegría.
Y alguna vez haciendo tiempo para entrar a un cine o porque sí, habíamos entrado a alguna librería. Hubo un tiempo que fue hermoso, no, digo, hubo un tiempo en que yo creí que estaba destinado a ser el mejor escritor de la argentina, y eventualmente del mundo. Sabía que tenía una misión, la misión de contar, no sé, de escribir. Y durante esa época, es de lo más natural si querés escribir, leía. Compraba libros, iba a librerías.
Pero se me había ido pasando, la vida desde ya en general, y eso de escribir en particular. El delicado momento en que descubrís que no sos tan genial, que no tenés nada para decirle al universo pero que aún así vas a tener que seguir viviendo. La vida que te va pasando la lija triple cero por las bolitas hasta que no podés más, lavarse los dientes, pagar el gas. En fin.
Y al haber pasado mi tiempo de escribir creí que había pasado también mi tiempo de leer, así que había dejado de ir a librerías.
El asunto fue que entré a una librería con la chica francesa, y A. me hizo un comentario. Me dijo algo como ‘acá, en esta librería, hay más libros de Foucault que en toda Francia. No sé qué carajo les pasa en Argentina’. No lo dijo exactamente así desde ya, lo dijo algo risueña y sorprendida y mechando un poco alguna palabra en francés que yo no entendía pero que sonaban hermosas. Pero eso fue lo que dijo.
Sí, no va a ningún lado lo que te estoy contando pero no me jodas, es mi manera de estar en el mundo, soy así. No, no tiene nada que ver con la tristeza de saber que uno no tiene nada para decir, que la vida no tiene ningún propósito en particular (el glorioso mantra de Richard Sylvester: hopeless, helpless, meaningless), ni con la chica francesa que terminó lo que tenía que hacer en la argentina y se volvió a Francia.
Pero el otro día estaba haciendo tiempo antes de entrar al laburo, pasé por una librería, me senté en un bar a tomar un café, me acordé de la chica francesa. Y ahí me di cuenta.
Me di cuenta que no hacía falta ni saber francés ni leer a Foucault, pero que se podía contestar prácticamente todo, cualquier pelotudez que te preguntaran. Usando los títulos, los títulos y nada más, de los libros de Foucault.

Ejemplo 1.
–Che, Juan, ¿vos qué opinás del matrimonio igualitario?
–Bueno –dije yo–. Ni apocalípticos ni integrados.

Ejemplo 2
–No tengo pastrón –dice el chino del supermercado, que además tiene la fiambrería o algo parecido a una fiambrería adelante, junto a la caja–. Pero tengo salchichón.
–Ay, maldito hijo del sol naciente –respondo–. Las palabras y la cosas.

Ejemplo 3
–La puta madre que te remil parió, Hundred –El tipo tiene barba candado y se peina con gel, debe medir más de un metro noventa, se lo ve atlético y enojado–, dice mi hermana que además de no llamarla nunca más, le quedaste debiendo guita.
–Vigilar y castigar –digo y enciendo un cigarrillo.

Listo, no hace falta más, creo que ya entendiste la idea. Lo interesante es que vos decis un título de algún libro de Foucault y la gente se queda pensando. Te lo digo porque lo tengo bien estudiado.

30.6.24

Sai Baba de Saladillo


Tenía que ir a un pueblo a visitar a un familiar, un tío que se había venido grande y estaba mal de salud. Era viudo mi tío Hugo, los hijos vivían en el exterior, no tenía a quién acudir.
No importa el pueblo, el nombre del pueblo, para el lado de Bahía Blanca a unos setecientos kilómetros de la capital.
Decidí arrancar temprano, a eso de las seis de la mañana, sino después la ciudad se volvía un infierno sin atenuantes, una melaza donde era imposible moverse, mucho menos pensar en estar apurado.
Ezeiza Cañuelas Lobos Saladillo. Entré a la estación a cargar nafta, debían ser los ocho de la mañana. Me entraron ganas de desayunar.
–Un café con leche –dije y agarré un alfajor del mostrador. Cuando le di la plata a la empleada le rocé sin querer, apenas, la mano. Me miró.
–¡Es él! –gritó, se desplomó de rodillas, alzó los brazos al cielo– ¡Es el Mesías!
Retrocedí un par de pasos del susto, con la bandeja con el café con leche en una mano. Había una mujer detrás de mí, baldeando el piso. Se ve que al retroceder la toqué.
–¡Estoy curada! –gritó, dejó caer el secador de piso– ¡Estoy curada por Dios bendito! –empezó a saltar y señalaba hacia el piso para que yo pudiera apreciar que ya no tenía ninguna dificultad en mover los pies.
–Bueno –dije por decir algo. Fui a sentarme a una mesa al fondo, contra el vidrio. Había dos o tres mesas ocupadas. Mastiqué mi húmedo alfajor, tomé un sorbo de café con leche.
Entró uno de los tipos que trabajaba en la estación, el que me había cargado nafta. Me señaló.
–¡Su auto se movió solo! ¡Tiene poderes! –Se sacó la gorra y se pasó una mano por el pelo. Después se largó a llorar como un chico.
Quise levantar una mano como si me hubieran confundido con alguien, como si me estuviera disculpando, y tiré la cucharita al piso. Una mujer se acercó y levantó la cucharita que curiosamente, quizás por un efecto de luz, no parecía plateada sino de oro puro. La mujer sostuvo la cucharita en alto para que los demás presentes pudieran verla. Luego se arrodilló y puso la frente sobre mis atormentadas zapatillas.
–¡Ha llegado el hijo de Dios! Alabado seas.
Pensé en tomar el café con leche de un trago y salir corriendo como un loco, pero llovía fuerte. Se empezó a juntar gente, me miraban desde afuera a través del vidrio, un perro se alzó en dos patas y quedó así parado, sin apoyarse en nada, mirándome sin pestañear.
Supe que algo había cambiado, que no me iba a poder ir.

20.6.24

Acerca de los monos


–Dejame que te comente dos cosas –dije–. Lo vi por televisión en el canal de la National Geographic. Me gusta mirar la National Geographic, no sé muy bien por qué. Quizás me parecen más interesantes los animales que las personas, debe ser eso.
Este programa, el programa que te estoy contando, era sobre monos. Sobre chimpancés.
Primero hacían una prueba con dos chimpancés. Tenían a los dos chimpancés en la misma habitación. Agarraban a uno de los chimpancés, llamalo el chimpancé 1, y le hacían una prueba. Una prueba cualquiera, sencilla, imitar al humano que se tapaba la cara con una mano o se tocaba la cabeza, algo así. Cuando el chimpancé 1 cumplía la prueba, entonces le daban como recompensa una banana. Entonces agarraban al otro chimpancé, al chimpancé 2 que había estado presente durante la prueba del chimpancé 1, y le pedían que hiciera la misma prueba. Cuando el chimpancé 2 hacía la prueba con corrección, entonces le daban una uva. El chimpancé 2 esperaba un poco, pero no le daban nada más. Los asistentes que llevaban adelante la prueba se ponían a hablar entre ellos, se desentendían de los monos. El chimpancé 2, viendo que había recibido sólo una uva, enloquecía de furia.
La otra prueba. Sí, no te dejé hablar, ya termino. La otra prueba era que ponían a un chimpancé en la tierra, en el piso, cerca de un árbol, y le ponían cerca un racimo de bananas. Al otro chimpancé lo ponían arriba del árbol. Cuando el chimpancé que estaba arriba del árbol, después de curiosear un poco, empezaba a bajar del árbol, el chimpancé que estaba abajo hacía un sonido, una suerte de chillido. Los chillidos que hacía eran los que en el idioma de los chimpancés significan peligro, está por venir un león. El chimpancé que estaba por bajar del árbol escuchaba los chillidos y escapaba, volvía a subir al árbol. El otro chimpancé terminaba su banana y se comía otra y después otra más, tranquilo.
Lo que te quiero decir, lo que te digo, lo que te estoy diciendo, es que hasta para los chimpancés el mundo es injusto y lo perciben, y además están preparados para mentir de acuerdo a su conveniencia. Ahora sí querida, te escucho.

10.6.24

Hoy estoy así


Después de una experiencia traumática, después de un incendio que se llevó puesta tu casa o un divorcio donde tu mujer te dejó fotos de ella abrazada a la garompa de un senegalés, esas garompas como ramas de árboles azules que vos creías sólo eran posibles en las películas pornográficas. Después de una cirugía que te dejó con algún rasgo de invalidez, después de ser víctima de un asalto donde el ladrón hizo pis sobre tus hombros, mientras otro ladrón te apuntaba con un arma y antes de irse te gatilló en la cabeza y vos pensaste que ese clic era el último y definitivo clic, un clic que no podrás olvidar jamás, después de un viaje en avión donde el avión por lo que dura un minuto pareció rendirse, dejar de volar y vos sentiste que te caías, que eras perfectamente capaz de explicar la ley de gravedad que nunca entendiste en las clases de física del colegio secundario.
Después de una experiencia traumática decía, quedan no mucho más que variaciones de dos caminos.
Uno de los caminos es el rencor, el profundo fastidio, el odio en cualquiera de sus manifestaciones, el por qué a mí, el esto no es justo, yo no me lo merecía.
El otro camino es alegrarse que no te hayan arrebatado todo, que aún seas capaz de revolver el café con leche, que puedas ver un perro moviendo la cola, oír el mar, cosas así.
Ajustar las expectativas es una de las cosas más difíciles de hacer. Y tal vez mucho me temo, la única manera de seguir.

30.5.24

Qué te gusta


Para saber si estás deprimido/a, para saber si no das más, para saber si estás a punto de subir a la terraza y mirar para abajo como si fuera una posibilidad, lo que se debe hacer es bastante sencillo. O no es excesivamente complejo, por decirlo de otra forma.
Hay que sentar a la persona en cuestión en una silla, se le puede ofrecer un café, un té, un vaso de agua. Y se le pregunta, a la persona, se le hace una pregunta, una sola pregunta.
Ah, la pregunta, sí.
–Dígame qué le gusta.
Si la persona repregunta, por ejemplo, si dice ‘¿qué cosas o qué actividades?’.
Si la persona busca un cigarrillo y pregunta si se puede fumar.
Si la persona dice ‘¿Cómo? ¿Me repetís la pregunta? Estaba distraído, no escuché bien’.
Si la persona se alisa el pelo o se rasca la nariz o mira por la ventana haya o no ventana en la habitación. Si resopla o suspira.
Si la persona tantea con una mano para sentir, desde el tacto, dónde está su billetera o su teléfono celular.
En cualquier caso, si la persona no contesta en menos de nueve segundos sin dudar, sin subir el tono de voz, sin gesticular demasiado ni reírse, si la persona no consigue contestar de inmediato bueno. No, no importa si tenés la foto de tus hijos de protector de pantalla o si reservaste para la segunda quincena de Enero en Buzios, tampoco importa si te nombraron subgerente regional ni si vas al gimnasio tres veces por semana ni si tu último chequeo te dio que tenés los glóbulos rojos peinados con gomina. Tampoco importa lo que vas a decir, en esta preciosa ocasión no tiene importancia nada de lo que estás pensando.

20.5.24

No culpes a la iuvia


Llueve. Qué cagada. Porque son las ocho de la mañana, y llueve.
Tengo que aclarar un par de cosas. Me encanta la lluvia. Desde chico, desde siempre. La lluvia me parece genial, para nadar en el mar, para tomar whisky mirando por la ventana, para coger, para dormir, para caminar bajo la lluvia bien despacito, para acariciar a un perro que también se moja y no puede creer que alguien lo quiera acariciar y mueve la cola, para comer pizza casi tibia en la barra de dos o tres pizzerías que son todo lo que me interesa de Buenos Aires, para llorar.
Pero no me gusta la lluvia cuando tengo que ir a trabajar. Porque no me gustan los paraguas, no creo en los paraguas, pero tampoco creo en los pilotos ni en los sobretodos ni en las gabardinas. Soy demasiado grandote, si me pongo un piloto arriba del traje siento que no me puedo mover, que no te voy a poder tirar una trompada cuando me vengas a pedir dinero, que no me voy a poder ir corriendo cuando me digas que fuiste conmigo a la primaria, me pongo mal. Y tampoco puedo mojarme justo al ir a trabajar porque, precisamente, estoy yendo a trabajar. No es por mí, es por el traje, por los papeles que llevo, quiero cobrar, y uno de los requisitos para cobrar el sueldo es no aparecer arrasado por cualquier fenómeno climático. No transpirar demasiado en verano, no llegar tiritando en invierno. Parecer normal.
Llueve entonces, ya lo dije. Son las ocho de la mañana y llueve. Espero un poco pero es evidente que va a seguir lloviendo. Tengo que caminar cinco cuadras hasta el subte. Agarro el paraguas y salgo.
Camino media cuadra, menos, veinte pasos. Y para de llover. De un saque. Increíble. No cae una gota. Me voy a tomar un café a un bar. Pienso que voy a tener que cargar el paraguas todo el día y eso me hincha las bolas con locura. Es incómodo llevar algo que no sea un libro ni un cuaderno, moverse en el microcentro, molesta, si es que todavía en el microcentro existe algo que pueda molestar por encima de todas las molestias aún más.
Es fácil pienso. Vuelvo a casa, dejo el paraguas y ahí sí, voy al subte y a trabajar. Eso hago.
Bajo de mi casa por segunda vez. Camino media cuadra. Y se larga a llover. Con todo. Llueve como si fuera a llover toda la vida, como si no fuera a parar de llover nunca más.
Me empiezo a reír. Porque Dios existe. Porque está claro que Dios existe pero no, no para que vayas a la iglesia y le pidas que te crezca el pelo, o que Facundito consiga trabajo, o que vuelva tu patético novio. No, nada de eso. Lo que a Dios le gusta como a todos nosotros cada tanto, es bromear.

10.5.24

Como vos querías


Es bastante gracioso. Es me atrevería a decir, divertido. Aunque por lo general nadie se ríe. Lo normal es que ya nadie se ría.
Es muy probable que no te salga nada, nada de lo que vos quieras. Es lo que pasa todo el tiempo, no hace falta hablar de eso.
Pero están también los que les sale algo, algo de lo que querían. Acá la cosa se complica.
Uno ve a alguien al que le salió algo de lo que quería. Y lo ve hinchado las pelotas también. Enojado, triste.
Y es que lo que querías cuando lo querías mientras lo querías, estaba revestido del fulgurante brillo del deseo.
Cuando lo tenés, si lo tenés, cuando llegás, se salpica de la fastidiosa realidad. A tu flamante Audi A4 se le clava la computadora en el kilómetro 193 y no, no vas a llegar a Cariló, y sí, el fin de semana largo va a ser bien largo. Andrea, la chica de la primaria por la que hubieras estado dispuesto a dejarte quemar los pelos de los huevos con un encendedor con tal de que bailara un lento con vos, uno solo, para tener algo que recordar por el resto de tu vida cada vez que llueva, tiene un flujo vaginal algo excesivo, algo fuerte, una sola gota de ese flujo sería suficiente para quemarte una baldosa del parquet. Y apesta.
Y así vamos viviendo. Los que no tenemos nada y cada tanto, por un acto reflejo, nos pegamos una vuelta por el bar de los anhelos. Y los que tienen algo, algo de lo que quisieron, y se quedan parados en una esquina cualquiera con la boca entreabierta, moviendo un poco las manos, tratando de comprender dónde doblaron mal, en qué esquina de la vida estaba la deliciosa trampa.

30.4.24

Me tengo que sacar una muela


El dentista me dijo que me tenía que sacar una muela. La muela tuvo varias caries primero, luego necesitó un tratamiento de conducto, después perno y corona. Pero se siguió pudriendo, la muela junto conmigo, se partió algo de lo que quedaba, de la muela, la corona se cae, no queda de dónde sujetarla.
–Hay que sacarla –dijo el dentista.
Odio a los dentistas. Por haber elegido una profesión donde hay que meterle las manos en la boca a la gente, una profesión que requiere un grado de intimidad aún mayor que el de la prostitución misma, los odio porque de chico la pasé remal cada vez que tuve que ir al dentista, sufría como un condenado, te arreglaban las caries sin anestesia de boludos que eran o para ahorrar, cómo saberlo. Y los odio por las dudas también, un odio que surge en mí como un géiser venido de cualquier parte, un odio que podríamos decir es parte constitutiva de mi fracasado ser, una especialidad de la casa.
Fui el lunes al dentista. Me dio la mala noticia y fijamos fecha para la extracción de la muela para el jueves a las dos de la tarde.
El jueves a la mañana estaba por irme a trabajar y sonó el teléfono. Temprano a la mañana, raro. En mi domicilio por lo general hace años que no suena el teléfono. En mi domicilio por lo general, si suena el teléfono no lo atiendo.
Atendí. Era una mujer, la mujer del dentista. Para avisarme que la noche anterior había fallecido la madre, la madre del dentista. Un imprevisto, una desgracia. Me dijo que el dentista, su marido, le había pedido que me llame. El dentista estaba mal, estaba triste por la muerte de su madre, me pasaban el turno para el martes siguiente, el martes de la otra semana.
De más está decir que la noche anterior al llamado, la noche anterior al día de la extracción de la muela yo no dormí. Tuve palpitaciones, transpiraba, cerraba los ojos y soñaba que la anestesia no me tomaba, el dentista tomaba una pinza, una pico de loro y tiraba con todas sus fuerzas desde adentro de mi boca hasta que algo se rompía.
Esperé hasta el martes siguiente, seguí tomando los antibióticos, lloraba de noche, pensaba en lo triste que es perder una muela como un avión que va perdiendo los tornillos, parte del fuselaje en pleno vuelo, la vida.
Llegó el martes, yo estaba psicológicamente destrozado. Pensé en volcarme a la religión, pensé en urdir un robo a un banco y huir a la costa, vivir con dos o tres perros de playa, dejarme la barba, bañarme una vez por semana.
Estaba por irme a trabajar y sonó el teléfono, otra vez. Martes a la mañana.
Era la esposa del dentista, casi en un hilo de voz. Su marido, el dentista, no había podido resistir la muerte de su madre. Se había suicidado, se tiró por el balcón el fin de semana. Tuvo un acceso de llanto, la mujer, y después cortó. Dijo ‘disculpe’, y cortó.
Yo llevaba cinco noches soñando con la gigantesca tenaza, el tirón, el dolor más allá de lo imaginable, la tibia sangre manchándome la pechera de la camisa. Mientras tanto no me habían sacado la muela, se había muerto la madre del dentista, el dentista se había suicidado, se había tirado por el balcón después de fumar un parliament.
Bajé a la calle, tenía tiempo para tomar un café, los árboles siseaban una dulce melodía de otoño. A veces estás vivo y todavía existe el café y un perro mueve la cola y eso alcanza.

20.4.24

Claramendi


Estoy en un bar tomando una cerveza, una cerveza bastante berreta la verdad, los tristes afeminados de palermo han hecho moco la cerveza, la cerveza ya no es como antes, y viene alguien y me pregunta si hay vida después de la muerte.
–No sé –le digo, porque no lo sé.
Estoy en la calle, en una esquina esperando para cruzar, y viene alguien y me pregunta si hay vida en Marte, si es cierto que ya hay marcianos en la tierra viviendo entre nosotros preparando un plan para transformarnos en sus esclavos. Si es verdad que los marcianos son fanáticos de las minas más bien culonas y de comer galletitas con dulce de membrillo.
–No sé –le digo, porque no lo sé.
Estoy comprando fruta en una frutería, si estuviera comprando carne sería en una carnicería, así funciona la cosa, estoy comprando un kilo de duraznos blancos y una señora viene y me pregunta si hay vida en el fondo del mar, si existió alguna vez la Atlántida.
–No sé –le digo, porque no lo sé.
Soy un genio, todo el mundo se da cuenta. Un genio que sólo sabe de qué gusto pedir la pizza, a veces empanadas.

10.4.24

Arriba los corazones


Lo que deberías saber es que Argentina es una escalera mecánica que va para abajo. Siempre. Cuando pares a tomar aire, a atarte un cordón, te vas a dar cuenta lo más bien.
Lo que deberías saber es que el amor es una mercadería perecedera, como un durazno olvidado por demasiado tiempo en la heladera. Se pudre, toma mal olor. Se arruina.
Lo que deberías saber es que el segundo vaso de agua da menos satisfacción que el primero y el tercero da menos que el segundo, lo mismo se aplica para ese whisky single malt tan particular o para un alfajor de nuez o para coger con esa piba que sabe levantar tan bien el culito cuando la ponés en cuatro patas y te mira por encima de un hombro y dice que sí con la cabeza y sonríe o para caminar por Madrid. Detrás de esa ley económica se oculta la deliciosa trampa, el exquisito truco del deseo.
Lo que deberías saber es que lo que tiene explicación no tiene sentido, son hámsters subidos a rueditas diferentes. La explicación no es otra cosa que la necesidad de convencerse a uno mismo que en verdad entendiste algo, cualquier cosa que sea lo que está pasando, el asentimiento del otro suaviza nuestras pegoteadas dudas por un minuto. O dos.
Lo que deberías saber es que fracasaste, no importa lo bien que te hayan quedado las uñas, no importa que el peluquero te diga que ese color de pelo hace juego con tu personalidad. Es el color que mejor te queda.

29.3.24

En la mitad


Estamos en la confitería Richmond, en el centro. La Richmond es una confitería vieja para viejos, para garcas, para turistas. Un interminable living rectangular, antiguo, arañas que cuelgan del techo, cómodas sillas con apoyabrazos recubiertas de cuerina verde.
Y aunque no creemos pertenecer a ninguna de las categorías mencionadas entramos en la Richmond, es martes, son las seis de la tarde, tomamos un café.
–¿Sabés cuál es mi problema? –dice M–. Mi problema es que no tengo el colmillo, la voracidad, para venir a trabajar al centro no sé, veinte años más y arrancarle el corazón a alguien. Pero tampoco sé tocar la guitarra como Spinetta, ni siquiera como algún primo bobo del flaco. No tengo el ánimo, la vocación ni el interés para poner un local de venta de empanadas, para tratar de romper la lógica de oficina y horario y algún ascenso tal vez mientras esperás la oportunidad de afanarte algo. Pero tampoco estoy dispuesto a cantar tangos en un cabaret por unas monedas en medio de patéticos borrachos y viejas prostitutas. No tengo los anticuerpos necesarios para estar casado con una mujer veinte o treinta años, no podría resistir esa monumental catarata de fastidio derramándose sobre mí como si yo fuera el culpable hasta de los fenómenos climáticos. Pero tampoco soy un galán, no estoy dotado genéticamente, no recibí ninguna gracia que se acomode con el patrón estético imperante. Coger siempre me costó, tuve que convencer, insistir, mendigar. No tengo la fuerza, carezco de la capacidad para viajar en subte por más tiempo, pero no podría asaltar un banco.
–En definitiva –siguió M. después de terminar de un sorbo su café que ya debía estar frío–, no voy a poder, no veo cómo hacer para torcer mi vida, pero tampoco veo que la pueda soportar así como está. Estoy así, tengo treinta y cinco años, no doy más.
–Vayamos a comer una pizza al Palacio –dije–. Napolitana con ajo, un par de cervezas.
Salimos caminando muy despacio por Florida hasta Corrientes. Hace calor, Enero en Buenos Aires es el horror de estar vivo. Lo que mata es la humedad.

*la Richmond cerró hace algunos años, cosas que pasan.

20.3.24

Unas ojotas tres números más grandes


Hace tiempo, más de un año seguro pero menos de cinco, que no me pasa nada. Me lavo los dientes antes de ir a dormir eso sí, después de cenar un plato de pastas y un vaso de vino de calidad media. A veces hiervo arroz. Miro la tele un poco aunque no miro, da lo mismo un partido de fútbol que el canal de cocina, hasta que me quedo dormido.
Me encuentro con gente a la que no le pasa nada. Un divorcio, un infarto, un hijo que quiere estudiar programación o hacerse un poco puto. Me cuentan que se encontraron con alguien, alguien que me conoce, alguien a quien no le pasa nada tampoco.
Llevo la ropa al Laverap y el chico que me atiende, quizás sea japonés, quizás sea coreano, usa unas ojotas tres números más grandes que el tamaño que precisarían sus pequeños y mugrientos pies, unas ojotas que se debe haber olvidado alguien y que el chico usa hace como cinco años, me dice ‘mdía’, y no le pasa nada.
Viajo en subte, en taxi, en colectivo, viajo con gente que habla por celular a los gritos de todo lo que no les pasa.
Voy a trabajar, trabajo en una oficina donde la gente en sus casas ve fútbol o queda embarazada (por lo general los que ven fútbol son hombres, por lo general las que quedan embarazadas son mujeres), alguien cambia el auto, alguien se pone tetas, alguien pregunta si se puede pedir para el almuerzo peceto al horno con papas, igual si te traen una porción de tarta de verdura da lo mismo, no pasa nada (las de carne son de pollo quizás sea una de mis mejores frases, significa tanto que me da un poco de miedo).
El otro día le comenté el tema, el tema es que a nadie le pasa nada, se lo comenté a un amigo mientras tomábamos una cerveza que debería ser artesanal y sólo era una cosa tibia y adulterada.
–Pero no entiendo –dijo mi amigo– ¿Vos qué querés que pase?
–No sé –dije–. Algo.

10.3.24

Algo trivial, ponele


Vivimos en un mundo muy extraño.
Vivimos en un mundo donde los peluqueros por lo general son pelados.
Vivimos en un mundo donde el que maneja un automóvil sueña con manejar un automóvil más caro y el que maneja un automóvil más caro le paga a alguien para que maneje su automóvil más caro. Y a otro alguien para que lo saque a caminar, a él.
Vivimos en un mundo donde todo lo que te gusta hace mal y a medida que vas soltando todo lo que te gusta porque hace mal sabés que te estás haciendo un bien pero estás cada vez más triste. Y después estás rebien pero no te reís nunca más.
Vivimos en un mundo donde las secretarias se ponen tetas de doscientos cincuenta megahertz pero le lloran a sus respectivos psicólogos porque nadie las invita a caminar de la mano.
Vivimos en un mundo donde la gente está dispuesta a comprar todos los artilugios que sean necesarios para no mojarse cuando llueve. Y a poder prender el aire acondicionado con el teléfono celular, a distancia, treinta kilómetros antes de llegar a casa. Podés controlar la temperatura de todo man, llegaste.
Vivimos en un mundo donde los millonarios viajan al Tibet para que algún peladito de escuálido torso les de un puñado de arroz al día y les enseñe que para vivir hace falta en principio respirar y no mucho más que eso. Mirá vos, qué loco todo.
Vivimos en un mundo donde mujeres algo mayores miran fotos y estarían dispuestas a jurar y perjurar que ahí justo ahí fueron felices y plenas y radiantes, pero cualquiera que haya estado presente en la escena congelada por la fotografía o a unos veinte metros de distancia sabe que es mentira, lo que equivale a decir que no es cierto. No eras feliz, yo te vi.
Vivimos en un mundo muy extraño.

29.2.24

A tu manera


Entre la suerte y el talento lo mejor es, sin dudas, la suerte. La suerte te mantendrá contento y expectante, como una novia nueva con una bombacha nueva. La suerte hará que te den ganas de silbar una canción mientras la gente que espera el colectivo se muere de pena. La suerte es un perro que te mueve la cola y una lluvia divina y una maceta que cae justo sobre la cabeza de otra persona porque vos paraste un instante para desenvolver un alfajor. El talento es un poco más problemático, el talento es un don y en algún momento te preguntarás si es justo que sepas tocar así el piano, si no podrías haber sido el mejor del mundo, si no se apagará también porque sí, algún día, la deliciosa llama que te acompaña.
Entre el talento y el esfuerzo lo mejor es el talento, así de una. El talento es nadar en medio del mar con elegancia y desdén mientras el resto de los mortales boquean, se arrastran. El talento es pararse frente a un blanco lienzo, blanquísimo, levantar tu pincel cargado de témpera verde y sentir (no saber) que hacés magia. El talento te hará decir exactamente, como un láser, las dos palabras que harán que ella no pueda evitar la carcajada. El esfuerzo en cambio es picar y picar la misma piedra hecha de voluntad y frustración hasta que crezca una forma. El esfuerzo te dejará extenuado y triste aún cuando llegues en tu absurda y caprichosa carrera a cualquier parte. El esfuerzo hará que cuando mires atrás te parezca que la recompensa ha sido poca, insuficiente, nunca alcanza.
Si lo tuyo es el esfuerzo entonces mejor que ni lo sepas. Vas por la vida y bueno.

20.2.24

Jugador


El hombre entra al bar. Alguna vez, hace muchos años, fue un ídolo del fútbol. Un extraordinario jugador, llegó a la selección, inclusive. Se le atribuían romances con bellas modelos de la época, se subía a su descapotable, lentes oscuros, cabello al viento. Lo iban a transferir al exterior y se jodió una rodilla. Ligamentos cruzados. Difícil que vuelvas a trabar una pelota con la misma convicción. Como la primera vez que no se te para, que no tenés ganas, jamás volvés a entrar con la misma confianza al césped del amor. O como si te robaron en la calle y parás en esa esquina esperando que cambie el semáforo pero mirás a los costados un poco más de lo necesario, pensando si habrá alguna forma, si será posible sacudirse del cuello al chimpancé del temor.
Deben haber pasado veinte años pero lo reconocí de inmediato. Está gordo, con poco pelo, con ese andar que tienen los futbolistas cuando se retiran, ese andar que hace que un futbolista pueda decir si alguien fue futbolista o no con sólo verlo cruzar la calle. Un rictus en la cara, algo en el tobillo o en la rodilla siempre, un persistente dolor. La camisa gastada por el uso, la mirada algo embotada de quien se ha pasado la noche bebiendo vino barato, o ginebra tal vez. Prende un cigarrillo ya sentado, desdobla un diario, las carreras. Pide un café sin levantar la vista, intenta juntar fuerzas para otro día completo hecho de noticieros y recuerdos y el tiempo que gotea como melaza sobre el parquet.
Pienso, no puedo evitar pensar, qué es peor. Si no haber saboreado jamás la mermelada del éxito, la tribuna que ovaciona, el aplauso, los reportajes, la mirada de alguien que te reconoce y de inmediato sonríe por un gol que recuerda o una canción que compusiste, alguien que te quiere abrazar o decirte ‘gracias’, o ‘grande, campeón’. O haberlo tenido, haber estado ahí, haber sentido que la vida era como deslizarse por una pista de esquí con el sol en la cara y la nieve que parece acariciarte la planta de los pies y perderlo todo después, saber que no vas a volver a sentirlo, no vas a volver a rozar esa sensación nunca más.
Pienso qué es peor, y termino mi café.

10.2.24

Leche deprimida


Tomábamos mucho en esa época. Y mal. Éramos jóvenes, el cuerpo aguantaba cualquier cosa. Después de los treinta mejor que empieces a pensar un poco lo que hacés, es triste, claro, pero se te vuela el fuselaje del avión y querés seguir volando. La vida.
Teníamos más de quince años y menos de veinte, éramos siempre más de cinco y menos de diez. Vacaciones en Villa Gesell. La vida desplegándose como un multicolor abanico repleto de exquisitas posibilidades.
Íbamos a bailar todas las noches, para eso íbamos a Villa Gesell. Antes de salir, a eso de las doce de la noche nos sentábamos alrededor de la mesa de la cocina, cada uno en el mismo lugar de siempre, a beber. Bebíamos como leones enjaulados, un vodka barato y a veces caliente, una basura que hoy no calificaría como lustramuebles, con tónica o con seven up o con sprite (en ese orden).
Y charlábamos, una hora o dos. Todos jóvenes y alegres y borrachos, hacíamos confesiones, jurábamos lealtades para toda la vida, nos preparábamos para salir con el incontenible deseo de fornicar, de pelear, de darle un par de mordiscones a la vida y su paleta de sabores.
El colo estaba triste, no melancólico, triste, cuando todos nosotros todavía no sabíamos muy bien qué era, en qué consistía la tristeza de verdad. Hijo de un reconocido médico, practicaba lucha y boxeo, iba a ser médico él también, sus padres tenían una clínica, toneladas de dinero, andaba en un automóvil japonés, su vida parecía estar encaminada cuando muchos de nosotros todavía ni siquiera sabíamos cómo íbamos a hacer para zafar.
–Colo, ¿qué te pasa? ¿Se puede saber qué carajo te pasa? –el que hablaba era G. Bebió de su vaso, se acomodó el flequillo, la noche estaba por comenzar–. Sos joven, tenés guita, ayer cogiste. ¿Qué carajo te pasa, colo?
Se hizo un silencio, una pausa. Alguien, A., encendió un cigarrillo. Se escucharon un par de ladridos de afuera, de la casa de al lado.
–Es que a mí me amamantaron con leche deprimida –dijo el colo–. Cuando mi mamá me dio la teta estaba con una profunda depresión, lo tengo chequeado. Así que eso es todo, esa es la explicación. No tiene cura. Estoy triste, voy a estar triste siempre, nada más.
Esa noche el colo en algún momento se fue del boliche y se mató con el auto en la ruta, yendo de Gesell a Pinamar.

30.1.24

Estuve triste


He estado triste. He estado triste con una tristeza que vos no te podés imaginar. Una tristeza como si te abrazara una mujer de ciento cincuenta kilos o más pintada de mermelada de durazno, o de naranja.
Tuve una tristeza que no sé de dónde vino y me volteó en la calle de una trompada, me dejó sentado, temblando y confundido, sentado en una calle por la que todavía me cuesta volver a pasar.
Estuve triste, asustado, emocionalmente destruido, viendo cómo el dique de mi ser era incapaz de soportar las filtraciones, los agujeros por donde entraba la tristeza más pura que yo jamás hubiera conocido, la tristeza inundándolo todo, tristeza tapando mis descalzos pies cada mañana, tristeza sobre las baldosas de la cocina.
La tristeza cansa, la tristeza duele además. La tristeza es un agujero por el cual se escapa cada miserable rayito de energía. Te pinchan los dedos de las manos, te dan mareos, querés quedarte en la cama muy quieto sin abrir los ojos, que no comience otro día.
Pude llegar, no sé cómo, a la otra orilla. Nadé y nadé en un agua negra y viscosa y muy fría. Pensé que me ahogaba, pensé que jamás llegaría.
No sé cómo se sale pero se sale, así como un pintor te diría que pintar no es fácil ni difícil, pintar es imposible. Algo, no sé, una lluvia, un chocolate, la sonrisa de un niño, un perro que mueve la cola, un whisky de madrugada en un bar de mala muerte, la espalda de una mujer en bombacha abriendo la heladera, cosas así.
Y entendés que no hay más nada para vos ni para nadie, no hay que buscar nada, te hace bien caminar un poco y un café y mirar el mar, o ver a una mujer por televisión en el canal de cocina preparando puré, agregando leche, manteca, pimienta o quizás nuez moscada, aplastando las humeantes papas de la vida.

20.1.24

Pomadita


Todo lo que escucho son calamidades. La gente habla de catástrofes aéreas, de niños mordidos en el rostro por famélicos dogos, de un cáncer que se masticó a alguien como si fuera un muñequito de hojaldre. Alguien le cuenta a alguien que otro alguien fue atropellado por una camioneta cargada de heladeras o vaquillonas, alguien tiene un sarpullido por comer camarones mezclados con dulce de batata, alguien tiene el pito verde por coger con una negra de una tribu africana, alguien quedó en medio de un terremoto y vio cómo la tierra se tragaba su ciclomotor recién comprado, alguien estaba colgando la ropa en la terraza y un halcón le picoteó un ojo.
Y así seguimos mientras vemos cómo se nos acaba el frasco de mermelada de la vida, con el único consuelo de saber que al resto de los mortales también les va para el culo, los choca una nave espacial, se les quema el televisor, quizás los pica una araña.

10.1.24

Parecía mongol


El joven Tenshi habitaba en la aldea Imawi, cerca del monte Emei. Siendo huérfano, su tío Em había logrado que fuera aceptado en el monasterio Turuca en las afueras de Kyoto, y puesto a las órdenes del gran maestro Tomai. El gran maestro, considerado casi una divinidad en todo el Japón, había pasado los noventa años y necesitaba asistentes. A cambio el joven Tenshi se libraba de su destino de labriego, huérfano y analfabeto. Parecía un trato justo. Tenshi tenía 15 años recién cumplidos y ya sabía leer y escribir. También le habían enseñado a coser, a preparar distintos platos clásicos de la comida japonesa y a jugar al go.
Como cada mañana desde que tenía once años, el joven Tenshi se despertó a eso de las 5, después de lavarse la cara, beber un insípido té verde y darle de comer a las cabras de su tío, partió presuroso hacia el monasterio Turuca. Debía llegar antes de las 0800, el gran maestro Tomai precisaba ayuda para darse su baño matinal, y luego para la preparación del desayuno. El joven Tenshi debía recorrer los once kilómetros de un escarpado terreno, con el final de una pronunciada subida por la ladera del monte Emei. Iba con su precaria túnica y unas gastadas sandalias que ya le apretaban los pies, pero no sentía tristeza ni dolor. Sabía que el gran maestro Tomai lo bendeciría con su sabiduría, mostrándole algún halo de luz en el camino de la vida.
A poco de emprender su caminata, algo llamó la atención de Tenshi. Al costado del camino, sobre unos desordenados pastizales, yacía un burro.
Se acercó dado que todavía no amanecía. El burro no estaba muerto pero agonizaba, quizás destrozado por las pesadas tareas a las que había sido sometido a lo largo de su vida, o quizás por el abrasador sol de cada día o el frío de las noches. Podía también haber sido atacado por una serpiente o picado por una araña, cómo saberlo.
Yacía el burro de costado, con la boca abierta y algo de sangre alrededor de su hocico. Los ojos miraban la nada misma, apenas algún movimiento convulso en una de sus patas traseras a intervalos regulares.
Dudaba, Tenshi. Debía volver a la aldea y avisar que el burro necesitaba ayuda. Pero si lo hacía llegaría tarde a ver al maestro Tomai, y el maestro Tomai tenía poca paciencia. El desayuno del maestro Tomai era sagrado.
Entonces vio venir en dirección contraria, es decir, hacia la aldea de Imawi, a un granjero con su hijo. El hijo, no mucho mayor que el propio Tenshi, sostenía sobre su cuello dos o tres cañas de bambú, que hacían de soporte de dos grandes tinajas de una rústica terracota que colgaban a ambos lados de su cuerpo. Debían contener sake artesanal para vender en el pueblo. Su padre, un campesino tosco pero amable a quien Tenshi se había cruzado varias veces, se llamaba Sunito.
–Hermano Sunito, qué alegría verlo –dijo Tenshi e hizo una reverencia–. Acabo de encontrar a este pobre burro que agoniza. Es preciso que usted me ayude. Quizás pueda usted ir a la aldea y conseguir que vengan otros campesinos, con 5 o 6 sería suficiente. Así cargamos al burro y lo llevamos para que alguien lo asista. El doctor Imao siempre está dispuesto a curar hombres y animales.
–¡Pero qué dices, muchacho! –dijo Sunito y negó con la cabeza–. Este burro ya está casi muerto. Lo que debemos hacer es llamar a uno de los guerreros de la guardia imperial para que venga con su katana y corte el cuello del animal. Así podemos trocearlo sin dificultades y llevarlo para que coman en la aldea. La señora Sasimi sabe hacer manjares con cualquier tipo de carne, tiene arroz y especias que ella misma cultiva. La aldea está sufriendo horrores la sequía, y la carne de este animal sería una bendición. El pueblo estará de fiesta.
–¡No! –Tenshi dio una patada en el piso, indignado. Lo sorprendió la vehemencia de su propio gesto–. El maestro Tomai nos enseña la divinidad que habita en todas las criaturas vivientes. La vida de este burro es tan sagrada como la suya o la mía. Es nuestro deber socorrerlo. Eso es lo que mandan las sagradas escrituras.
–Pero querido –dijo Sunito negando con la cabeza. Su hijo había dejado la carga de ambos toneles en el piso para poder descansar un poco, empezaba a hacer calor–. Entiendo que has elegido el camino de la fe y la beatitud, pero la madre naturaleza en toda su sabiduría no nos deja interferir en su ciclo. A la vida sigue la muerte y no está en nuestras manos modificar eso. Las serpientes se comen a las ranas, los zorros cazan gallinas, y eso es algo que no podemos modificar ni interferir.
Se hizo una pausa, los argumentos habían sido expuestos. Tenshi sabía que no podía ni pensar en arrastrar al burro, y también había entendido con toda claridad que Sunito no lo ayudaría. Se encontraba inquieto, preso de un dilema que lo incomodaba en lo profundo de su ser.
Entonces apareció de la nada un hombre. Parecía pequeño y curtido por el sol, llevaba también una suerte de túnica y sandalias. Se quitó el cónico sombrero hecho de paja trenzada, llevaba la cabeza rapada. Sus ojos eran achinados y sus pómulos salientes, quizás fuera mongol.
El hombre no saludó ni expresó ningún comentario. Se arrodillo junto al animal, y le palmeó dos veces un anca.
Luego, sin mediar palabra, se acostó sobre la tierra, junto al animal y desde atrás, como si fuera a dormir en la posición que se conoce como ‘cucharita’. Se remangó la túnica, y ya estaba con la pija muy parada. Incluso la pija parecía algo desproporcionada, por tamaño y por el color púrpura reluciente, en relación a la totalidad de su cuerpo. Se apretó al burro, y lo penetró de un saque.
Siendo el burro, por decirlo de algún modo, un masculino, la penetración estaba ocurriendo por el culo, no cabía otra posibilidad. El sujeto se aferró a las ancas del animal y empujó varias veces, con los ojos en blanco, murmurando algunas incoherencias. El burro no mostraba mayor contrariedad ni reacción.
–¡Ahhhh! –dijo el hombre, dio un par de empujones más contra el animal– ¡Tomá, tomá hija de mil puta!
Concluido su afán se puso de pie, tenía la pija manchada de mierda. Sosteniendo todavía su túnica en alto con una mano, usó un puñado de pasto para limpiarse un poco la pija.
–Ya ven –dijo el hombre, dejando caer su túnica, y pasándose un antebrazo por la sudorosa frente. Recuperaba el aliento–. Mientras ustedes discuten sobre el bien y el mal, quizás el destino del universo, yo me recontracogí al burro. Ahora me siento mucho mejor, estaba cargado como una pila varta. Sigo mi camino, me esperan y llego tarde. ¡Que viva nuestro sagrado imperio del sol naciente! Les deseo el bien.
El hombre desapareció a paso vivo por donde había venido. Lo vieron perderse detrás de los árboles.
–Bueno, Sunito, nos vemos –dijo Tenshi. Quería llegar al templo lo antes posible y ver al gran maestro Tomai. Tenía tantas cosas para contarle.

*sí, y es gratis. quiero decir, no me debés nada.