Pasa algo, nada genial desde ya, hace rato que no me suceden cosas geniales. Las cosas geniales pasan hasta los treinta años, treinta y cinco como mucho. Lo que queda después bueno, fatiga de materiales, decadencia y caída. Podríamos decir, la vida.
En fin. Tenía que reunirme con uno por un tema, un tema de laburo, pero después de la pandemia el laburo ya no es lo que era antes, demos gracias a Dios por eso. Quiero decir, ya no es necesario que las reuniones sean en la oficina, uno puede tener algo de libertad ambulatoria, reunirse en cualquier lado.
Y eso hago, cito a A. en un bar de chacharita, por lacroze, a las 11 de la mañana.
Camino un poco, llego antes, hace frío pero el bar tiene mesas sobre la vereda y una especie de carpa de nylon que no protege de nada pero para el viento. Y la gente se sienta adentro del local, claro, porque es más calentito o para agruparse. Y yo me siento afuera entonces, claro también.
Eso es todo o casi todo lo que tengo para contar, lo que quiero contar, ya llego.
Llega una mujer. O no llega, la traen, porque está en silla de ruedas. Es muy mayor, la mujer, se nota que le han cepillado un poco el pelo hacia atrás, entre blanco y gris. Tiene manchas, esas manchas tan características que te deja el paso del tiempo en el rostro, en las manos. La trae una enfermera. La enfermera es realmente un mamut, una mujer de más de cien kilos que bufa y resopla mientras corre una silla para poner directamente la silla de ruedas, con la mujer, a la mesa. Afuera claro, porque es más cómodo. La enfermera, que es realmente una heladera de dos puertas y lleva un uniforme azul y un pulover, acomoda a la mujer y se sienta a su lado, ambas frente a mí.
Viene a atenderlas un mozo, chiquito, con barbita candado y el cabello imitando el corte de algún jugador de fútbol. Es muy afeminado y excesivamente amable. Le dicen que todavía no le van a hacer el pedido porque están esperando a alguien. El chico se va, la mujer saca un celular de su abrigo e intenta parecer mundana y desenvuelta, pero se nota que apenas puede manipular el pequeño artefacto. Le tiemblan las manos. La enfermera ha sentado a la mujer en el bar, ése era su encargo, y se desentiende por completo. Está aburrida, de la vida y de la mujer y de su trabajo. Mira su reloj.
Mientras tanto pasa gente, por la calle. Gente que sale de una verdulería con alcauciles y zanahorias, chicos con gorritas con visera y miradas ávidas que buscan algo para robar, suenan las bocinas de los automóviles. La ciudad se ha vuelto la mierda más pura o quizás fue siempre así pero yo no me daba cuenta porque estaba ocupado o entusiasmado con algo que no consigo recordar. Pienso en eso.
Llega entonces el otro invitado. Es un hombre mayor, mayor todavía que la mujer que lo aguarda, y en silla de ruedas también. Tiene las venas muy azules marcadas sobre un cráneo que parece un huevo a punto de romperse y yo no puedo evitar preguntarme qué pasará cuando eso suceda. Le han puesto un buzo polar que le queda grande, y el hombre tiene las manos sobre el regazo. El buzo es color verde botella, reconozco la marca por el logo de una suerte de montaña.
Al hombre lo trae otro hombre, otro enfermero o cuidador, debe tener unos cincuenta años y tiene bigote, algo de rulos, nada en él llama excesivamente la atención.
El cuidador hace de maestro de ceremonias, saluda a la mujer con una sonrisa excesiva y un beso en la mejilla.
–Cómo está, Rodolfo –dice la mujer.
–Bien, Rosita, bien, me duelen las rodillas de tanto subir al podio –dice Rodolfo, mientras corre otras sillas para acomodar al hombre que ha traído. El hombre en silla de ruedas debe ser un familiar de la mujer, quizás un primo, quizás un hermano.
Y yo que no tengo nada para hacer mientras espero que venga la persona que debo ver, presto atención y sé que me molesta Rodolfo. Me molesta su bigote y su ropa ordinaria y las boludeces que dice, veo claramente que el hombre se ha ido yendo a pique y no le ha quedado otra alternativa que trabajar de enfermero o cuidador de ese pobre viejo.
Vienen a tomarles el pedido, otra vez.
–Bueno –dice Rodolfo–, vamos a pedirle a mi amigo un asado con papas fritas…
Se ríe, Rodolfo, y se ríe Rosita. El hombre que ha traído Rodolfo no se ríe, tampoco gesticula. Es evidente que su situación vital es mucho más comprometida, además de la edad. Ha debido tener un ataque o algo que lo ha dejado prácticamente incapaz de moverse.
Me entra un mensaje al teléfono, A. me avisa que va demorado, que va a tardar como media hora. Corto, puteo un poco, miro el tráfico.
Y entonces pasa algo. Vuelvo a prestar atención a la mesa, a la mujer que mira a su primo o a su hermano y que apenas puede probar su café con leche, al paquidermo que bufa y mira su celular y espera que se pase el tiempo, al pobre hombre que no puede mover ni sus pies ni sus manos y que está mucho más cerca del reino vegetal que del animal.
Y ahí está Rodolfo, contando algún chiste de hace más de treinta años que le contó el mismísimo facha martel, acercando la taza de café con leche a los labios del pobre hombre que babea, limpiándole la cara con una servilleta, riendo, gesticulando, contando una anécdota de una pelea de mano de piedra durán, sosteniendo como puede los frágiles piolines de esa mesa que se derrumba, tratando que parezca una reunión normal, familiares que se encuentran porque se quieren ver y tomar algo.
Y por un momento quizás recuerdo los últimos versos de ‘los justos’, y sé que Rodolfo está haciendo lo que puede por salvar al mundo y me dan ganas de pararme, de ir hasta la mesa y pedirle diculpas y abrazarlo y decirle ´gracias, loco’.