Cuando era un adolescente, cuando estaba en la edad en que uno desea pura y exclusivamente fornicar como un conejo de angora, descubrí que tenía un inconveniente, un problema.
Ah, sí, el problema. Cómo explicarlo con claridad y al mismo tiempo ser sutil, cómo no derrapar en la grosería. El problema eran las hormonas a todo vapor, el deseo desatado, el descubrimiento de una magia absolutamente nueva. No, no se entendió aún, no fui lo suficientemente claro todavía. El problema era que el primer pistoletazo, la primera eyaculación capaz de partir un azulejo, sobrevenía con inusitada rapidez. El deseo llenaba por completo el recipiente de mi ser y desbordaba en oleadas de la más pura alegría. Imposible contenerse, imposible de manejar.
Lo hablé con un amigo, con mi mejor amigo de aquellos años, que era un par de años mayor que yo (y curiosamente lo sigue siendo) y un entendido en cuestiones que tuvieran que ver con mujeres. Mi amigo Urko.
Nos tomamos una cerveza en Villa Gesell, así lo recuerdo, sentados en la vereda, pasándonos la botella mientras se hacía de noche y uno sólo podía imaginar un exquisito abanico que se desplegaba ante nosotros, ante nuestra juventud, repleto de posibilidades.
El Urko me dijo que el problema no era problema, que era algo perfectamente normal, que yo era sencillamente un toro de diecisiete años, pura potencia. La cosa tenía solución.
–Tenés que pensar en algo feo –me dijo el Urko–. Pensá en algo terrible, y entonces vas a durar más.
La idea me pareció absolutamente brillante, jamás se me hubiera ocurrido. Se trataba, en pleno bombeo, cuando uno casi podía percibir que estaba a dos o tres matracazos de distancia de perderse, de pasar del otro lado del amor, de saltar y no poder evitarlo, se trataba, entonces, de pensar en gente muerta, en terremotos, en catástrofes aéreas, en lentas procesiones hacia un entierro.
Sin embargo, por más que pensaba y repensaba lo peor, en gente mordida por cocodrilos, en olor a hospital, en féretros, yo seguía eyaculando como un babuino enloquecido.
Fue entonces cuando comprendí muchas cosas. Comprendí que la pasión tiene la fuerza, está dotada de las herramientas para vencer a la tristeza. Comprendí que cuando se tienen ganas de coger, te importa un carajo el hambre en Etiopía.
Ah, sí, el problema. Cómo explicarlo con claridad y al mismo tiempo ser sutil, cómo no derrapar en la grosería. El problema eran las hormonas a todo vapor, el deseo desatado, el descubrimiento de una magia absolutamente nueva. No, no se entendió aún, no fui lo suficientemente claro todavía. El problema era que el primer pistoletazo, la primera eyaculación capaz de partir un azulejo, sobrevenía con inusitada rapidez. El deseo llenaba por completo el recipiente de mi ser y desbordaba en oleadas de la más pura alegría. Imposible contenerse, imposible de manejar.
Lo hablé con un amigo, con mi mejor amigo de aquellos años, que era un par de años mayor que yo (y curiosamente lo sigue siendo) y un entendido en cuestiones que tuvieran que ver con mujeres. Mi amigo Urko.
Nos tomamos una cerveza en Villa Gesell, así lo recuerdo, sentados en la vereda, pasándonos la botella mientras se hacía de noche y uno sólo podía imaginar un exquisito abanico que se desplegaba ante nosotros, ante nuestra juventud, repleto de posibilidades.
El Urko me dijo que el problema no era problema, que era algo perfectamente normal, que yo era sencillamente un toro de diecisiete años, pura potencia. La cosa tenía solución.
–Tenés que pensar en algo feo –me dijo el Urko–. Pensá en algo terrible, y entonces vas a durar más.
La idea me pareció absolutamente brillante, jamás se me hubiera ocurrido. Se trataba, en pleno bombeo, cuando uno casi podía percibir que estaba a dos o tres matracazos de distancia de perderse, de pasar del otro lado del amor, de saltar y no poder evitarlo, se trataba, entonces, de pensar en gente muerta, en terremotos, en catástrofes aéreas, en lentas procesiones hacia un entierro.
Sin embargo, por más que pensaba y repensaba lo peor, en gente mordida por cocodrilos, en olor a hospital, en féretros, yo seguía eyaculando como un babuino enloquecido.
Fue entonces cuando comprendí muchas cosas. Comprendí que la pasión tiene la fuerza, está dotada de las herramientas para vencer a la tristeza. Comprendí que cuando se tienen ganas de coger, te importa un carajo el hambre en Etiopía.
7 comentarios:
Coger y morir no tienen adjetivos
Alejandra Pizarnik en Solamente las noches
De la mano de esa revelación sobreviene el éxito verdadero.
Un saludo.
*condesa! http://www.youtube.com/watch?v=nNYGrm5CylQ
*yoni bigud! tanta pero tanta gente se la pasa pregonando que su mayor anhelo es ayudar a la humanidad para luego, ni bien se presenta la ocasión, lo único que hacen es comerse un churrasquito bien jugoso. un saludo.
Ay, Juan... eso también es inadjetivable!
a mi me gustaría que alguna vez me pase algo similar...que se me escape, que tenga que hacer un esfuerzo para que no llegue el orgasmo....aiiii
*alelí! puede considerarme usted un colaborador desinteresado e idóneo.
ja! que bien empezar así el año! estupendo...sabiendo que todavía existe la solidaridad, el altruismo...todavía hay esperanzas! cuanto me alegro...
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