18.6.08

Entre nosotros

El perro viene hacia mí. Es una bola negra lanzada en velocidad. Chorrea baba hacia los costados, suficiente para llenar un balde. Muestra, en su enloquecida carrera, los dientes. Son demasiados dientes, amarillentos, cada uno del grosor de un dedo anular. El perro debe pesar sus buenos cincuenta kilos, o más, y se ha soltado, y corre, hacia mí. Alguien grita, alguien se aparta, alguien se toma la cabeza con ambas manos. Alguien sabe lo que va a ocurrir.
Mi cerebro, que suele funcionar a una velocidad respetable, no emite ninguna instrucción, ninguna señal. Me quedo quieto, de pie, sobre la vereda, esperando el impacto, la mordida, lo que sea que vaya a suceder.
El animal corre, más rápido, un poco más. Llega hasta mí. Y se detiene. En seco. Le cuesta frenar. Me mira, la baba se mezcla con el sudor. Se acuesta, y se cubre los ojos con sus patas delanteras, como quien solicita clemencia, alguna suerte de absolución, ser relevado de su castigo, o lisa y llana piedad por parte de un animal mucho más tremendo y feroz.

2 comentarios:

La condesa sangrienta dijo...

Este negro descendiente de Pavlov y Sai Baba, sabía de estímulos y reflejos condicionados. sabía de no violencia y sabía leer: el cartel decía "cuidado con el hombre".

J. Hundred dijo...

*a mí me parece que el perro percibió que tengo toda la onda, o quizás se dio cuenta que yo le iba a caer pesado, los animales son muy intuitivos, me dio no sé qué preguntar.