30.1.08

Un kilo de éxito

A falta de talento en el sentido amplio del término, pero lleno de inquietudes, aún así, de deseos de vivir del arte, de firmar autógrafos, de recibir las mieles del éxito, decido llevar adelante un procedimiento ingenioso.
Los fines de semana, los días sábado, por lo general, voy a la frutería. Compro, entonces, por ejemplo, ciruelas, un kilo, por ejemplo, duraznos, un kilo.
A la mañana del lunes, me como una ciruela, o me como un durazno. Terminada la ingesta me queda el carozo. Lo chupo, elimino así cualquier resto del fruto.
Es entonces cuando, sin quitarme el carozo de la boca, me dirijo a los principales museos y galerías de arte de la ciudad. Pido ver al dueño, a la persona a cargo, aunque por lo general no consigo ver a nadie más allá del portero, del personal de seguridad.
Para resumir, propongo exponer el carozo. Digo que incluso estoy dispuesto a venderlo, si la suma que me ofrecen es adecuada.
En la mayoría de los casos soy echado a empujones, recibí incluso algún golpe de puño. Esto no me desanima ni me intimida. He leído acerca de la incomprensión y el rechazo que han debido afrontar los más brillantes artistas.

7 comentarios:

Geoffrey Firmin dijo...

Usted ha descrito estupendamente el mundillo actual del arte, donde una escupida en un lienzo negro, si tiene buen marketing, alcanza niveles de admiración superiores al Guernica. Por ello le sugiero que insista en sus recorridas de sábado, carozo en mano. Más temprano que tarde usted se convertirá en el nuevo boom artístico.
Abrazo!

La condesa sangrienta dijo...

Su texto me recordó el famoso mingitorio de Marcel Duchamps y la eterna pregunta de ¿qué es el arte?
Tal vez deba pintar un durazno primero para que puedan digerir el carozo después.

http://docentes.uacj.mx/fgomez/cursos/Duchamp/marcel_duchamp.htm

La condesa sangrienta dijo...
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La condesa sangrienta dijo...
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La condesa sangrienta dijo...

http://docentes.uacj.mx/fgomez/cursos/Duchamp/
marcel_duchamp.htm

J. Hundred dijo...

*geoffrey firmin! hacía tanto que alguien no me entendía, que me había olvidado lo que se siente. se lo agradezco de verdad.
permítame acercar unas palabras para ilustrar la cuestión. tiempo atrás había ido yo a visitar a un amigo a madrid. mi amigo, junto con su novia y otra pareja, me dijeron ese día ‘hoy vamos a ir al Thyssen Bornemisza’. y yo dije sí, claro, pensando que bueno, debía ser un lugar de comida alemana o húngara, tal vez, pensando que me iba entonces a embuchar un goulash, o unas salchichas con puré y chucrut, porque estábamos en diciembre y el frío te partía la piel, y la cerveza que venía tomando en madrid era exquisita.
pero resultó que el Thyssen Bornemisza era un museo. así que yo me predispuse a una experiencia de museo, a saber: comprar una remerita con los girasoles de van gogh estampados, ver el culito pequeño de alguna canadiense en sandalias, y ya que estaba, preguntar si había algún Bacon, porque a mí me parece que Francis Bacon fue un pintor del carajo. en eso estaba, tratando de ver algún culito decente de alguna chica con inquietudes, respondiendo las miradas de una japonesa ínfima que sacaba fotos a prácticamente todo lo que pudiera, desde los cuadros a los zócalos, viendo que el museo era realmente exquisito, cuando todo el mundo se puso a correr.
muy a mi pesar, me puse a correr yo también. era evidente mi mala suerte: venir al Thyssen Bornemisza por primera vez en mi vida, y tener que pasar por un incendio, o un robo. y yo, en ese momento, más que correr prefería coger, y más aún comer. en ese orden estaban las cosas.
me chocaron al punto de hacerme perder la vertical, dos austríacos que corrían de la mano: ella con un simpático sombrerito de piluso, y demasiadas mochilas para una sola persona; él flaco como un alambre, con una cámara de fotos cuyo teleobjetivo podía ser la trompa de un elefante pequeño.
–Sorry –me dijo el muchacho, fijándose que en el choque su cámara de fotos no hubiera sido dañada.
–¡pero what happen, jodemil! –respondí midiéndolo en altura, para asegurarme que podía embocarlo de una trompada sin inconvenientes.
–¡Rothko! –me dijo el pibe, mientras su chica le daba un tirón del brazo, para que siguieran trotando al son de la multitud– ¡éstann mossstuando el rothko!
y se fueron corriendo, y yo corrí también, porque si había alguna mina en pelotas o algo para comer, no me parecía justo ser el único que se lo perdiera.
corrí por un amplio pasillo donde el suelo brillaba como una pista de patinaje, en medio de risitas nerviosas de mis compañeros de huida, tratando de no patinar en las curvas y terminar rompiendo un jarrón o algo que tuviera que pagar, porque yo no tenía un solo peso. doblaron todos a la izquierda, y doblé yo también. corrí unos treinta metros más. ingresaron todos a una sala, ingresé yo también. se detuvieron todos, me detuve yo también.
y ahí se quedaron. embobados, de pie. como si hubiera aparecido una jirafa lavándose los dientes. frente a la pared del fondo, había un cuadro. un cuadro solo. un cuadro grande. se oía el frenético cliclí de las cámaras. y se hizo un silencio. un japonés hizo su mejor reverencia marcial. se oyó un llanto emocionado.
así que me acerqué por detrás de la multitud, soy alto, y miré el cuadro. el rothko. supe que estaba frente a un momento trascendente, la gente se tomaba de las manos. miré. el cuadro era grande, muy grande, como dos o tres metros de altura, y bastante ancho. hubiera ocupado por completo la pared de mi cuarto, eso pensé. el cuadro, lo que vi, me desconcertó un poco al principio. era un rectángulo grande, verde, de un verde oscuro, sobre un fondo marrón. seguí mirando, porque supuse que recién entonces, tal vez yo estaba algo confundido, aparecerían las ninfas en el cielo, angelitos gordos con el pito enrulado como una colita de chancho, los relojes derretidos, el rostro níveo y adusto de algún archiduque.
pero no, nada. era el rectángulo verde, sobre un fondo marrón. tuve que esperar unos buenos cuarenta y cinco minutos, que disminuyera un poco la marea de gente, para poder acercarme al cuadro. necesitaba saber algo más. el título. ah sí, el título era ‘verde y marrón’, o ‘verde sobre marrón’. y yo pensé que entonces se me iba a acercar alguien para decirme ‘es una cámara oculta’, o todo el mundo se iba a empezar a reír y por detrás del cuadro saldría una conejita de playboy con unas gomas descomunales y una bandeja con canapés. pero no, nada. ahí estaba el cuadro, el cuadrado verde, el fondo marrón.
y yo tenía ganas de decir algo. algo como ‘suck that mandarain’, o ‘si me dan unas témperas y unas banditas elásticas, y me tienen un cachito de paciencia, yo puedo pintar algo así con la garompa’.
pero entonces vino personal del museo a decir que por hoy era suficiente, que tenían que cerrar la sala. y yo me quedé unos días más en madrid, yo no volví a hablar del rothko, yo no dije más nada.
*condesa! usted no me lo va a creer, pero el fragmento que escribí terminaba con ‘me gustaría saber que haría Marcel Duchamp en mi lugar’. después me pareció algo excesivo y presuntuoso, y lo saqué, aunque no me terminaba de cerrar el final. y usted no me lo va a creer, pero yo se lo acabo de contar.

La condesa sangrienta dijo...

Sí, ¿cómo no voy a creerle? últimamente me suceden muchas coincidencias con los sitios que visito. Será cuestión de sintonía nomás.
Por eso...no tema parecer presuntuoso, quienes lo visitamos seguramente también lo somos!