Vuelvo a mi casa. Deben ser las ocho de la noche. Hace un calor que sólo puede suceder en Buenos Aires, un calor que hace que la lengua de los perros roce las baldosas de las veredas. Vengo de una mala década, estoy arrasado, pateando los vidrios de mis sueños rotos, vengo mal.
Pongo la llave en la cerradura y abro la puerta de calle. Quiero tomar el ascensor, bañarme, descansar.
Hay un curioso semicírculo de personas que me observan, serán unas veinte personas, adultos en su mayoría, con predominancia masculina, diría que en una proporción de dos a uno.
–Buenas noches –digo aún sin saber quiénes son. Saludaría de idéntica forma a Pamela Anderson, al General De Gaulle, a un canguro australiano.
–Estamos en reunión de consorcio –dice una voz de mujer. La observo con inquietud, con sorpresa, como miraría a una lechuza. La mujer se asusta un poco, se apresura en aclarar–. Soy la administradora. Del consorcio.
–La felicito –le digo.
Intento avanzar hacia el ascensor, pero el hall del edificio está demasiado concurrido. Han colocado una mesa en el centro, con papeles, y una silla también. Pido permiso.
–Permiso –digo.
–No puede irse –dice una voz, un vecino con aspecto de no haberse bañado jamás. Tiene una esposa, una mujer, cuyo aspecto corporal es el de un roedor que se ha erguido sobre sus patas traseras, un roedor de unos cuarenta kilos, que olisquea el aire y mueve la cabecita de una manera frenética y no hace mucho más–. Tiene que participar de la asamblea. Tiene que firmar.
–¿Qué? –digo. Intento avanzar otra vez, pero la multitud, algo temerosa por cierto, se abroquela.
–Sí, tiene que firmar –dice otra voz, otro hombre que fuma unos tristes cigarrillos mentolados, y usa unos lentes que parecen a punto de caerse de su nariz. Tiene poco pelo, un pelo, tal vez, y lo usa para cruzar su cráneo en diagonal, intentando que el pelo, ese pobre pelo, cumpla la función de todos los pelos, de pelo lateral y masa capilar, y flequillo también. Ese pelo nada más.
Es evidente que consideran que si soy vecino, debo participar del castigo que ellos mismos han elegido. Debo escuchar esa burda patraña de ágora participativa, debo asentir, acatar y permitir que alguien se robe un peso o dos, que otro alguien maneje la compra de escobillones con discrecionalidad, que alguien practique ser un pichón de Churchill, un estratega geopolítico capaz de determinar en qué punto del planisferio los perros no deberían ladrar.
Así que no hablo. Con un diestro movimiento, me bajo los pantalones del traje, y los calzoncillos, me pongo en cuclillas, con el riesgo que eso implica para mis castigadas rodillas, y comienzo a defecar. Mi corbata roza el piso durante la maniobra.
–¡Eh! ¡Oiga!
La gente retrocede un poco. Veo algunos rostros de estupor, de contrariedad. Pero es raro que alguien se anime a tocar a un hombre que está cagando.
–¡Qué horror! –grita una mujer. Luego los murmullos se apagan. Oigo gente que corre por las escaleras, ascensores que suben, que bajan, que vuelven a empezar. Suenan portazos como tiros.
Me incorporo, me pongo de pie. Un importante sorete reluce bajo las dicroicas. No creo que sea oportuno bucear en lo descriptivo. La administradora del consorcio se ha quedado refugiada en el ángulo que forman dos paredes, con el libro de actas a modo de escudo.
La miro. La noto respirar con dificultad. Tengo los pantalones y los calzoncillos enroscados a la altura de mis tobillos.
–¿A ver dónde, qué más hay que firmar? –pregunto.
Pongo la llave en la cerradura y abro la puerta de calle. Quiero tomar el ascensor, bañarme, descansar.
Hay un curioso semicírculo de personas que me observan, serán unas veinte personas, adultos en su mayoría, con predominancia masculina, diría que en una proporción de dos a uno.
–Buenas noches –digo aún sin saber quiénes son. Saludaría de idéntica forma a Pamela Anderson, al General De Gaulle, a un canguro australiano.
–Estamos en reunión de consorcio –dice una voz de mujer. La observo con inquietud, con sorpresa, como miraría a una lechuza. La mujer se asusta un poco, se apresura en aclarar–. Soy la administradora. Del consorcio.
–La felicito –le digo.
Intento avanzar hacia el ascensor, pero el hall del edificio está demasiado concurrido. Han colocado una mesa en el centro, con papeles, y una silla también. Pido permiso.
–Permiso –digo.
–No puede irse –dice una voz, un vecino con aspecto de no haberse bañado jamás. Tiene una esposa, una mujer, cuyo aspecto corporal es el de un roedor que se ha erguido sobre sus patas traseras, un roedor de unos cuarenta kilos, que olisquea el aire y mueve la cabecita de una manera frenética y no hace mucho más–. Tiene que participar de la asamblea. Tiene que firmar.
–¿Qué? –digo. Intento avanzar otra vez, pero la multitud, algo temerosa por cierto, se abroquela.
–Sí, tiene que firmar –dice otra voz, otro hombre que fuma unos tristes cigarrillos mentolados, y usa unos lentes que parecen a punto de caerse de su nariz. Tiene poco pelo, un pelo, tal vez, y lo usa para cruzar su cráneo en diagonal, intentando que el pelo, ese pobre pelo, cumpla la función de todos los pelos, de pelo lateral y masa capilar, y flequillo también. Ese pelo nada más.
Es evidente que consideran que si soy vecino, debo participar del castigo que ellos mismos han elegido. Debo escuchar esa burda patraña de ágora participativa, debo asentir, acatar y permitir que alguien se robe un peso o dos, que otro alguien maneje la compra de escobillones con discrecionalidad, que alguien practique ser un pichón de Churchill, un estratega geopolítico capaz de determinar en qué punto del planisferio los perros no deberían ladrar.
Así que no hablo. Con un diestro movimiento, me bajo los pantalones del traje, y los calzoncillos, me pongo en cuclillas, con el riesgo que eso implica para mis castigadas rodillas, y comienzo a defecar. Mi corbata roza el piso durante la maniobra.
–¡Eh! ¡Oiga!
La gente retrocede un poco. Veo algunos rostros de estupor, de contrariedad. Pero es raro que alguien se anime a tocar a un hombre que está cagando.
–¡Qué horror! –grita una mujer. Luego los murmullos se apagan. Oigo gente que corre por las escaleras, ascensores que suben, que bajan, que vuelven a empezar. Suenan portazos como tiros.
Me incorporo, me pongo de pie. Un importante sorete reluce bajo las dicroicas. No creo que sea oportuno bucear en lo descriptivo. La administradora del consorcio se ha quedado refugiada en el ángulo que forman dos paredes, con el libro de actas a modo de escudo.
La miro. La noto respirar con dificultad. Tengo los pantalones y los calzoncillos enroscados a la altura de mis tobillos.
–¿A ver dónde, qué más hay que firmar? –pregunto.
5 comentarios:
ouch!
Obligatorio, lo que se dice obligatorio... comer, coger y cagar.
Usted si inclinó por la tercera para graficar el ejemplo, y la administradora debería agradecer, en vez de andar usando letras como escudo.
Un saludo.
Mire hace rato no comento en este sitio que leo siempre. Sepa usted eperdonar la facilidad del aserto: Las reuniones de consorcio son una cagada.
Que oficie más de saludo que como otro comentario ineficaz de mi parte. Mándelo a esa cuenta.
Abrazo!
hoy pasé por el super y compre un rollo de papel higiénico con dibujitos de perritos en color celeste muy fino y m acordé de usted. Doy una vuelta por acá y lo veo en la misma posición, incómoda por demás. Le dejo el rollo acá cerca por si acaso le hiciera falta en ésta o futuras oportunidades.
Salud!
*alelí! me salió todo, ejem, el temperamento.
*yoni bigud! como dice el refrán: obligatorio se fue al recuperatorio. un saludo.
*geoffrey firmin! usted tiene carnet vitalicio, no tiene que comentar nada. gracias por pasar a saludar. y un abrazo.
*alelí! quienes escriben tienen la altanería de creer que sus palabra son relevantes, cuando no trascendentes, para el que lee. que las palabras, del que escribe, impactarán, en el que lee, de manera singular y única, cambiando pautas de comportamiento, o permitiendo otra mirada en circunstancias tan trascendentes como definitivas de la vida del lector. yo fui recordado por usted mientras compraba papel higiénico, mire cómo vengo.
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