Quien acude al consultorio de un psicólogo debiera despojarse de esa dosis extra de megalomanía, y concurrir en el estado de ánimo de quien visita a una prostituta. Alguien que, sin importar la inmensidad de la dolencia que lo perturba, sabe que deberá pagar para ser interpretado, para lograr alguna suerte de alivio.
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