25.8.07

La zeta de Zorro

V. me pide que la acompañe. Debe dejar a su hija en el colegio, han organizado una fiesta de disfraces. Después de dejar a su hija en el colegio, dispondrá de cuatro, cinco horas tal vez, para que vayamos a cenar, para que juguemos a inventar un sucedáneo del amor.
Así que entramos al colegio. V. de la mano de su pequeña hija, que debe tener siete años, o nueve, y yo tres pasos por detrás, acompañando a distancia, como quien teme ser involucrado en algún malentendido de esos que pueden durar una vida.
La hija de V., que se llama L., va disfrazada de pirata, y está tan feliz como sólo un niño puede estarlo. Lleva puesto un pañuelo rojo, atado con un nudo, que le cubre por completo sus dorados bucles, un amplio cinturón en el que lleva enganchado su cimitarra de plástico fluorescente, y un parche que le cubre un ojo.
Está orgullosa de su disfraz, y ya en el centro del patio lucha por soltarse de la mano de su madre para poder así perderse con sus amigos en un fantástico mundo lleno de piratas, panteras rosas, astronautas, conejos y algún sapo desteñido de un metro y medio de altura.
V. intenta darle las últimas instrucciones, recordarle a qué hora pasará a retirarla, señalarle a la profesora que ha tomado posición en un improvisado mangrullo, infinitamente aburrida, encargada de tocar un silbato ante fracturas, incendios, intentos de violación masiva, o lo que sea que hayan inventado los niños para divertirse.
Con las manos en los bolsillos, miro alrededor. Algunos padres espían a sus hijos que se empujan en el centro del patio. Los chicos corren y gritan, y los disfraces van perdiendo pedazos hasta transformarse en un todo indiferenciado y colorinche. Hace mucho calor.
Revuelvo los cajones de mi memoria, intentando hallar una fiesta de disfraces en mi pasado, pero los recuerdos se ponen sombríos, y decido correr una cortina color borravino de mi mente y seguir, ir a cenar, acostarme con V., pasar un buen rato.
Entonces veo a un chico. El chico ha intentado acercarse a un grupo de chicos en el centro del patio, pero curiosas y enigmáticas fuerzas lo van alejando, repeliendo. Nadie le habla, nadie quiere hablar con él. Es un obstáculo más que debe ser sorteado. El chico es un poco más alto que sus compañeros, y gordo. De esa gordura masiva, sucesivas capas de piel en cascada, dedos cortos, rodillas del tamaño de melones, cráneo demasiado ancho para sus hombros, y orejas de un rojo inapagable. Usa pantalones cortos, y un sombrero negro hecho de cartón, que es demasiado pequeño para su cabeza y ha dejado caer hacia atrás, sobre su espalda, sostenido por un piolín que se pierde entre los pliegues de su cremoso cuello.
Está, como dije, en shorts y remera, por sobre la cual le han puesto, a modo de capa, una bolsa negra de residuos, atada al cuello. Sobre la bolsa alguien, un asesino piadoso, un dulce criminal, ha intentado con tres trozos de cinta adhesiva fabricar una desarticulada ‘Z’, que parece ir despegándose pero no termina de despegarse y cuelga, exangüe. El niño ha sido provisto también de una espada que se ha perdido en alguna parte, menos la empuñadura de plástico amarillo, que aprieta en un puño como si le fuera la vida en ello.
Las pocas personas que se dirigen a él, un adulto con sonrisa de durlock, algún niño a la pasada, lo hacen diciendo una sola palabra. La palabra es ‘gordo’.
Y ahí está el gordo, con su espada y su capa que parece quedar suspendida en el aire por un segundo más cada vez que se mueve y sus cachetes rosados y sus ojitos pequeños congelados en una mirada que da miedo, afuera para siempre de todas las fiestas de este mundo sin que nadie comprenda que lo que está sucediendo es más triste que las guerras, más cruel que los terremotos.
–¿Cómo te llamás? –Le pregunto.
–Manuel, Manuel –repite y aprieta los dientes–. Manuel.
Y me voy a quedar acá, en el medio del patio, abrazado a Manuel que se deja abrazar y lanza un suspiro que va a durar toda una vida, apretándolo tan fuerte hasta que él o yo tengamos ganas de respirar una vez más, abrazado al zorro, de rodillas, y nos vamos a sentar en el piso, y voy a llorar toda la noche, voy a llorar hasta que pase algo.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Ciertamente, una tragedia cotidiana a la que los profesores se terminan acostumbrando. Aunque he de confesar que me he reido a carcajadas mientras leía la descripción del chico. No sé si debería sentirme mal por ello.

No dejes de deleitarnos con tus reflexiones y observaciones, Juan.

Bugman dijo...

La justicia poética reclama, exige, necesita que Manuel viva para convertirse en un ser admirado, adorado, respetado. O en un asesino serial, por lo menos

J. Hundred dijo...

*anónimo. no hace falta que se sienta mal. déjeme a mí, que sentirme mal es una de mis especialidades.
*bugman! hay muchas situaciones donde uno invita a la justicia poética, pero viene el fracaso en prosa.

Roedor dijo...

Yo no me reí, más bien lloré un ratito con la descripción... Cuando era chiquito era medio gordichuelo pero no a ese nivel ni llegué a casos de aislamiento extremo como ése.

De todos modos, despreocúpese y no se me ponga sentimental: es altamente probable que dentro de unos 40 o 50 años Manuel sea ministro de economía y se va a cobrar con creces los desprecios.

Y usted va a ser sólo un jubilado, cualquiera sea su situación económico-social, pero un jubilado al fin y ya sabe qué cuota de poder maneja ese sector.

Muy bueno.

J. Hundred dijo...

*roedor! ante su preclaro vaticinio de Apocalipsis, de redención, de revancha, no podemos quedarnos de brazos cruzados. vayamos eligiendo el gusto de las empanadas, no sé.