7.2.17

Buenas noches, Juan


Entré a trabajar en el hospital, turno noche. Mantenimiento, limpieza, una tarea que podría hacer un chimpancé sin mayores inconvenientes. Un chimpancé aplicado desde ya, al que le explicaran un poco la tarea.
Estaba por el hospital desde las doce de la noche hasta las seis y media de la mañana. Limpiando, limpiando, los pisos básicamente, con lavandina y detergente y algo más. Limpiando los interminables pasillos, las habitaciones vacías que quedaban con el aire cargado de ese olor tan pero tan particular, tan característico.
Iba y venía, me ponía auriculares, alguna enfermera de las más antiguas me saludaba o me ofrecía una porción de tarta que había preparado. ‘Buenas noche, Juan’.
Para mí con ganar algo de dinero y no tener que interactuar con demasiada gente estaba bien. El horario no me molestaba, me había pasado más de diez años con insomnio. A las seis y media de la mañana me daba un baño en el subsuelo y salía a la calle. Desayunaba un café con leche con medialunas en un bar cualquiera, y me iba a dormir. Volvía a salir después de las siete de la tarde, cuando oscurecía y la gente volvía a sus casas. Iba al revés de todo el mundo, con eso era suficiente.
Empezó como empiezan todas las cosas, un poco de casualidad. Una mujer desesperada en la sala de espera porque su madre se moría, se moría pero no terminaba de morirse. Oí hablar a los médicos en un patiecito mientras se fumaban un cigarrillo. La mujer era un vegetal, no tenía la más mínima posibilidad de recuperarse.
La maté un martes. A las tres de la mañana. Puse música clásica en la radio (Shostakovich) y le tomé las manos. Le dije al oído ‘ya está bien, es tiempo de marchar’, y la asfixié con un almohadón. Fue una exhalación apenas, un suspiro, la besé en la frente. A la mañana siguiente vi a la hija haciendo los trámites, agotada pero un poco mejor, aliviada después de días y días de esperar por algo que no tenía remedio.
Esa fue la primera vez.
Tomé el hábito, yo no diría el gusto. Todos estamos sobre la faz de la tierra con algún propósito que a veces permanece oculto, no se nos revela a lo largo de todas nuestras vidas. El mío había aparecido como una fuerza de la naturaleza, aliviar el dolor de aquellos que sufrían sin sentido.
Empecé a matar gente. Ancianos con enfermedades terminales o en estado comatoso del cual no despertarían nunca. Después vinieron los pacientes producto de accidentes automovilísticos que quedarían inválidos de por vida, gente que se había dado un definitivo golpe en la cabeza o con fractura de columna. Gente que había quedado con la facultad de parpadear apenas y que ni siquiera podían ir al baño por sí mismos. Después empecé con los recién nacidos. A pesar de todos los avances científicos, bebés que nacían con horrorosas malformidades, o con distintas clases de retardo que harían de sus vidas un absurdo calvario. El almohadón o desenchufar algo, a veces un pinchacito.
Sabían, todos sabían. Alguien me debe haber visto a una hora extraña saliendo de terapia intensiva. Los médicos, las enfermeras, los demás muchachos de mantenimiento y limpieza.
Cuando alguien debía morir, cuando alguien estaba condenado a la desgracia porque la medicina no podía ayudarlo más que a seguir sufriendo, me dejaban una carta. Una carta de un mazo de cartas de truco, una carta cualquiera, sobre la mesita al costado de la cama. Dejaban esa sola carta, junto al vaso de agua, boca arriba. Entonces yo iba y hacía lo mío y daba vuelta la carta, eso era todo. Como quien limpia una mancha de mermelada de una baldosa de la cocina.
Nadie hablaba conmigo más de lo necesario, hola y chau, algo relativo al clima o al partido de fútbol del día anterior. Pero todos me trataban con respeto y consideración. Los médicos que me cruzaban en un pasillo asentían, apenas, o murmuraban ‘buenas noches’. Las enfermeras me preguntaban si quería una gaseosa, un café.

10 comentarios:

Alberto Arenas dijo...

Si cada vez que lo irremediable empapara nuestra existencia, apareciera un personaje como el del relato, tomando "cartas" en el asunto y ejecutando lo que muchos - ya sea por un tema de temor, moralidad o cobardía - no se animan, bueno, nuestros destinos se ahorrarían en muchos casos un extenso dolor, apagandose lentamente como brasas agonizantes. Excelente lo suyo Hundred, un saludo.

Jorge Aureliano dijo...

Necesite a ese Juan en dos oportunidades. Muy bueno. Siempre leyéndote en las salas de esperas. Leer a Hundred para no putear.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Podría ser una historia no sobrenatural de Cuentos de la cripta.

J. Hundred dijo...

*alberto arenas! usted dice ‘lo irremediable empapa la existencia’, y es una bellísima imagen. hacemos lo que podemos, y nunca alcanza. 1saludo.

*jorge aureliano! usted me hace sentir útil, justo a mí, que sentirme un inútil ha sido a lo largo de mi vida, cómo decirlo, mi segunda piel. 1saludo.

*el demiurgo de hurlingham! sí, yo vi la película, ‘cripta, birra, faso’. 1saludo.

Dany dijo...

Lo que a la luz de día lo convertiría en un asesino serial......en los pasillos oscuros de la noche, lo convierte en un delivery de alivio. Buenas noche, Juan. Abrazo.

J. Hundred dijo...

*dany! ‘delivery de alivio’, buen nombre para un libro de poemas, o para un restaurante. 1abrazo.

Frodo dijo...

Uh, ¡y uno laburando en un sanatorio! Ahora voy a desconfiar de los de limpieza turno noche. A veces los cruzo cuando salen a las 7 y yo estoy entrando.
Muy buen relato, boceto de guión de serie o película pareciera.

Abrazo!

J. Hundred dijo...

*frodo! y el que sale de trabajar en limpieza turno noche, lo ve ingresar a usted y piensa ‘mirá, este la va de gran doctor y se coge minitas anestesiadas’. como dijo el filósofo finisecular, poeta y amigo, pedro pablo mavale: qué loco todo. 1abrazo.

Viejex dijo...

Excelente el cuento, y cuanta poesía en el comentario de Arenas, qué gusto!

J. Hundred dijo...

*viejex! viejex viejox y peludox! lo abrazo.