Las clases especiales, las clases sólo para los cinturones
negros, eran los sábados a las siete de la mañana. Éramos cuatro alumnos,
porque uno se había ido a vivir a Japón, donde pensaba finalizar su formación
con el gran Maratoshi Nakasa. A veces el maestro dejaba que participara de las
clases algún cinturón marrón al que le faltaba menos de un año para rendir el
examen de cinturón negro. Pero el alumno tenía que saber que la iba a pasar mal, que esa experiencia era parte
del aprendizaje.
Hacía frío, los techos eran altos. Una sola ventana,
minúscula, un cuadrado de no más de veinte centímetros de lado. El pequeño
gimnasio estaba revestido en madera, el piso, y las paredes hasta unos dos
metros de altura, lo demás era cemento. No había gran cosa. Unos duros listones
de madera, enclavados en unas bases rectangulares de concreto, maderas a las
que había que golpear hasta que te sangraran los nudillos. Todo era rústico y
despojado. En una pared, pintado con letras muy pequeñas, podía leerse
‘Cualquiera puede soportar lo soportable. El objetivo del karateca es soportar
lo insoportable’.
El maestro Makoda hizo su ingreso. Nos pusimos, los cuatro,
en línea, firmes, y lo saludamos con un grito que dejaba en claro nuestra
veneración, nuestro respeto.
El maestro era implacable con sus correcciones, casi sin
hablar. De pronto venía y te aplicaba una artera patada en los riñones, para
indicarte que no estabas prestando atención o que tu postura no era lo
suficientemente erguida. Makoda había venido del Japón, debía tener unos
cincuenta y cinco años, morrudo, el cabello ya gris cortado a cepillo, las
manos como sartenes. Había sido campeón mundial de karate, en el mundial de
Suecia, era una leyenda viviente.
Estábamos por comenzar con la rutina de calentamiento, para
luego pasar a las formas y al combate. Se abrió la metálica puerta pintada de
verde oscuro.
–Pimiso –ingresó una pequeña japonesa. Flaca como un
alambre, de un metro y medio de altura como mucho. Iba vestida con lo que
parecía ser una especie de pijamas, pantalón y casaca de seda negra. El
conjunto tenía algunos grabados dorados, en las mangas que le quedaban un poco
largas, como arabescos, quizás como flores. Pensamos que sería una asistente del maestro
Makoda, que venía a traerle algún mensaje a nuestro Sensei, quizás un poco de
té. El maestro la miró con severidad, las clases eran sagradas, el maestro
detestaba ser interrumpido.
Intercambiaron, el maestro y la mujer, algunas palabras en
japonés, cortísimas frases como esputos, cargadas de jotas y de bufidos.
Entonces la mujer dio un paso más, se acercó al maestro
Makoda, y le aplicó un sonoro cachetazo.
–Seguí –le dijo la mujer–, vos seguí dando estas clases de
mierda, mientras tu hija y yo nos cagamos de hambre.
La mujer nos miró, hizo una ínfima reverencia que consistió
en una casi imperceptible inclinación de cabeza, y salió del gimnasio haciendo
ruido con las ojotas que llevaba puestas en sus pequeños pies.
6 comentarios:
楽屋
Backstage
Y si...las bambalinas de la existencia son devastadoras.
*juan sebastián olivieri! si la gente pudiera ver detrás del decorado, se darían cuenta que no conviene cambiar zapatos con nadie. lo saludo.
Magnífico el relato. Magnífica la síntesis de Olivieri: "las bambalinas de la existencia son devastadoras" Impresionante.
*viejex! en este precario espacio, hay personas que poco a poco se han ido volviendo imprescindibles. yo, for example.
Es que mas allá de la profundidad espiritual que alberga ese "soportar lo insoportable" como deslumbrante ideal de vida, por lo general sucede que tan sabios lemas se nos escapan por etéreos. A veces en este plano terrenal lo que nos quiere decir el sensei nos es más que tener que bancarse a tu jermu/dorima hasta en las más agotadoras situaciones.
La ejecución es todo y "en el tatami se ven los pingos" concluía mi tío Horacio cuando se juntaba a tomar ginebra Llave en el Club con el tintorero de la vuelta. (hubiese visto usté lo que era esa meeting, como si siglos de shogunato y tradición nipona se fundiesen con un collage de partidas de truco, mortadela y música de Trulala al mango; situación que haría resucitar al mismísimo Mishima solo para que vuelva a cometer seppuku). Lo más parecido que puedo encontrar es el siguiente video: http://www.youtube.com/watch?v=cpRKBoCLB18
(la letra que allí aparece es una delirada de quien le escribe).
Buen texto el suyo. Un abrazo para usted.
*mr. kint! si yo fuera un reconocido profesional de las ciencias sociales cualquier cosa que ese concepto signifique, haría una investigación para entender/interpretar la diversidad cultural de los pueblos a través de la pornografía que consumen y filman. no hay más que ver, por ejemplo, pornografía japonesa, para entender honduras del oriental pensamiento, a diferencia, por ejemplo, en lo actitudinal, en lo antropométrico, en alegría de vivir, del pueblo brasileño. o descubrir la pulsión de vida en la quizás algo abnegada juventud ucraniana, y sus notables diferencias, tan culturales como alimenticias, con los jóvenes mexicanos. analizar, nunca mejor dicho, la voluntad filipina, la impostación norteamericana, el efecto de las bajas temperaturas en la particular suecia. y así podría uno seguir, investigando, entendiendo, descifrando pautas culturas y religiosas, una cosmogonía de pensamiento, maneras de comprender nuestro precario paso por la tierra, y al mismo tiempo el mundo todo. investigando, como dije, investigando y mientras tanto haciéndome la paja, a eso iba. un abrazo.
Publicar un comentario