10.8.11

Lejano Oriente

Ignacio se había perdido en el camino, más o menos como todos. Tenía un buen laburo de oficina (si la contradicción es admisible), se había divorciado después de nueve años de casado. Tenía una madre viuda, tenía un hijo. Había tenido un perro, también, pero lo pisó un auto, un Fiat que dio marcha atrás una tan tremenda mañana de invierno. El perro, que se llamaba Toti, quedó tirado sobre el indiferente asfalto, le salía sangre de la boca. Ignacio lo levantó y le sostuvo la cabeza con las manos, mientras el perro lo miraba, lo miraba muy hondo, y le salía como un silbido del pecho. Hasta que se murió, Toti. Ignacio pensó que no iba a poder parar de llorar nunca, que simplemente se iba a inundar toda la ciudad con su llanto.
Probó de todo, Ignacio, porque se había dado cuenta que estaba triste, que la vida no tenía mayor sentido. Había cumplido treinta y tres años y no veía ninguna resurrección a la vista. La escalera mecánica de la vida se había puesto para abajo, eso generaba fastidio al principio, susto después. Algo nuevo, algo malo. Después de cierta edad, lo nuevo y lo malo caminan de la mano.
Fue de casualidad y se enganchó de inmediato. Lo llevó un amigo, Hernán. Hernán siempre había tenido el mambo de las artes marciales, desde chico. Lo llevó a un gimnasio, en Almagro. Había un profesor, un japonés. El japonés daba clases de Aikido.
Ignacio fue la primera vez, a la primera clase, porque estaba aburrido. Pero le gustó. El profesor era un hombre de unos cuarenta y tantos años, gordito, siempre sonriente. Y les explicaba los movimientos, el uso de la energía del oponente, cómo lo blando se imponía a lo duro aunque pareciera joda, los hacía pasar de largo con ínfimos movimientos, dejando al ocasional atacante en el más pleno desconcierto. Te dejaba despatarrado en el piso y te ayudaba a levantarte, siempre con esa tibetana sonrisa que era un mar de comprensión y agradecimiento.
Practicaban kendo, también, con máscaras y palos. El profesor Ling, porque así se llamaba, Ling, les contaba historias de samuráis que se suicidaban por honor. Y les enseñaba, les seguía enseñando. Ling les hablaba de los sutiles protocolos, de las geishas, la ceremonia del té. Ling hablaba de los ritos del Japón de su niñez, con respeto no exento de emoción, con una voz que era apenas un susurro. Ignacio sentía que mejoraba, que finalmente había encontrado algo donde poner su atención, algo que hacer.
Iba los martes y los jueves, a sus clases de Aikido, practicaba, y Ling les hablaba de la importancia del Reiki, les enseñaba los simples y tan profundos caminos de la meditación, la esencia del Zen.
Ignacio llegó temprano, ese día, porque había salido del trabajo a las cinco y no tenía nada para hacer. Tomó un café y se fue caminando al gimnasio, con el bolsito. Entró al vestuario.
–Me das una toalla, Mario –el pibe lo conocía. Le dio la toalla, y él le dio cinco pesos en lugar de dos, como de costumbre. Todos contentos.
Siempre que Ignacio llegaba a la clase, Ling ya estaba sentado en el Dojo, piernas cruzadas, los ojos cerrados, las palmas hacia arriba sobre el regazo, meditando, así recibía a los alumnos. Decidió Ignacio hacer lo mismo, cambiarse, ir al recinto, sentarse a meditar y esperar al maestro. La clase empezaba a las siete, eran las siete menos veinte.
Se estaba cambiando en una punta del vestuario, cuando entró Ling. Vestido con ropa de calle, bolsito al hombro, con sus lentes sin marco, sonriente como siempre.
–Hola, Malio –Ling no lo había visto, había ido directo al mostrador– ¿Sabés qué númelo salió en la quiniela?
Ignacio se dio cuenta que jamás podría volver a creerle a Ling nada de lo que le dijera. Que ya no importaba el Aikido ni el Kendo, el Reiki, el Zen. A la semana dejó de ir, se borró del gimnasio y se compró una bicicleta con cambios.

14 comentarios:

Alelí dijo...

mi hiciste acordar a una escena de kill bill.

y después vendrán los patines, la patineta, el globo aerostático, la compra de peces exóticos y los viajes espirituales.

o no.

Ignacio A dijo...

jajjaja.. muy bien

Juan Sebastián Olivieri dijo...

Uno nunca debería conocer el detrás de escena.
Las bambalinas de cualquier circunstancia son, seguramente, la víspera del cambio. Como bien decís.

Nefertiti dijo...

Lo he dicho varias veces: a uno le gusta la salsa, pero no quiere saber de que está hecha. Lo importante es mantener la ilusión ciega

Viejex dijo...

Creo que opino a contramano de la mayoría: yo si quiero saber de que esta hecha la salsa y con más motivo si me gusta.

¿Que le pasa al tal Ignacio? ¿Cuando comprendió que la naturaleza de Ling era tan humana como la propia ya no se le podría creer?

Disculpe si me puse demasiado serio.

Saludos

LaLa dijo...

claaaa, la gente no quiere amar lo mundano, esta buscando allá afuera algo que sea divino, intocable, ideal, perfecto, y cuando alguien tiene ambas cosas, uno sistemáticamente rechaza un lado y elije el otro; uno siempre quiere quedarse con una parte, no con el todo. A mi gusta el todo!!!! lo quiero todo!!! jajaja, perdón me exalte...jejeje

Jorge dijo...

Salió el 56 que es La Caída...
Atte/

Yoni Bigud dijo...

No mucho tiempo bastará para que esa bicicleta con cambios también logre derrumbarlo. Es el problema de la gente que construye ídolos de barro con personas de carne y hueso, y que también idealiza los objetos con el mismo fanatismo.

La desilusión, como el fracaso, es una forma de vivir.

Gran postal.

Un saludo.

Familiarizada dijo...

Se puede ser Zen y jugar a la quiniela. Si ves incompatibilidad no cazaste el zen

Anónimo dijo...

me llamo yesica pero es mas fácil comentar como anónimo,me ahorro un par d pasos.
el tema seria algo como "la ignorancia es lo único q nos hace feliz"??
si es así quiero volver a nacer xq elegí el camino equivocado.
pd: realmente un genio ust.
mis mas sinceros saludos.

Dany dijo...

Meterse en algo creyendo ciegamente es un antídoto contra la propia realidad. A medida que se descubre que todo se parece a uno mismo el castillo de naipes se viene abajo. Ignacio debe estar probando el parapente ahora. Abrazo!

J. Hundred dijo...

*alelí! usted me visita, y es como si la mismísima uma thurman se dignara posar sus fantásticos ojos sobre las purulentas llagas de mis palabras.

*ignacio a!

*juan sebastián olivieri! la sutil importancia de las bambalinas, usted se encarga de refrescárselo a la monada. si tuviéramos la posibilidad de compartir, no digo mucho, una semana por ejemplo, con un artista que nos fascina, de seguro pasaríamos a detestarlo sin miramientos.

*nefertiti! que nos vaya bien a todos.

*viejex! errar es humano, centrifugar es divino, entiendo que decían sagradas escrituras.

*lala! cuando usted manifiesta que le gusta todo, dan ganas de, ejem, interpretarla. lo que quiero decir es que celebro su efusividad.

*jorge! recordará usted, no tengo dudas, algunas películas de superhéroes. en ellas, en las que realmente resultaban entretenidas, bueno, el villano era un ser incluso más cautivador que el superhéroe. cuando finalmente el villano era vencido (en algún momento la película tenía que terminar), el superhéroe no podía dejar de reconocer, maravillado, atributos del villano en cuestión. decía, el superhéroe, algo como ‘si hubiera utilizado su inteligencia para el bien’, o cosas por el estilo. que su comentario tiene ribetes de excelencia, y a mí se me vino a la cabeza, con mis precarios modos, lo que le acabo de contar.

*yoni bigud! usted habla de la desilusión, del fracaso, como si los conociera. un saludo.

*familiarizada! quedamos así.

*yesica! cuando usted hace mención a la ignorancia, me recuerda un ínfimo episodio que me han comentado alguna vez. viene un hombre caminando, por un parque, con un perro y dos cachorros. una persona le pregunta, al hombre, qué raza es el perro. ‘lo ignoro’, responde el hombre. ‘qué lindos los ignoritos’, dice la persona. ya sé, ya sé, el chiste es pésimo, pero tengo derechos constitucionales que me asisten. reitero entonces, hasta la extenuación, aquellas palabras que escuché decir a onetti alguna vez: yo le agradezco a usted por perder su tiempo así, conmigo.

*dany! la vida suele presentar una peculiaridad de lo más interesante. tenés que saltar, y el paracaídas te lo dan abajo. 1abrazo.

Mr. Kint dijo...

Como la chica que de tanto leer a Hundred comienza a creer en ese personaje misterioso, en sus palabras, en la verdad brutal de sus relatos y supone a partir de ahí la existencia de ese ser que imagina contestario y cautivador, y un día de tener la fortuna de conocerlo podría ayudarla a ella al enseñarle el camino, mostrándole la belleza del mundo y de ella misma, y cambiarle la vida con un polvazo redentor, no sé, por qué no.
Bue, es como si un día esa chica lo encontrase a usted en un bar hojeando la Papparazzi, hablando con el mozo sobre la pelea de Lafauci y Barbieri en el programa de la noche, y ordena al mismo tiempo un Ballantines y coca light. No sé, o puede ser algo pequeño y certero como verlo agrandar el combo en un Mc Donalds.
Es así, la gente como Ling tiene que andar en puntas de pie, no es su culpa pero lo toca cargar en el lomo (además de su propio bagaje)las frustraciones proyectadas de tantos otros.
Un saludo para usted y brillante otra vez.

J. Hundred dijo...

*mr. verbal kint! hay algo que puedo decirle con grado de certeza. todas las chicas que me han conocido se han sentido decepcionadas. ellas, muchas veces, no entienden la curiosa naturaleza de mi arte: ser un abnegado cobayo humano, decepcionarlas una y otra vez, hasta que se convenzan, sí, claro, seguro, que el problema soy yo. un saludo y gracias.