Hay un local sobre la avenida Corrientes, llegando a Pueyrredón. Es un local pequeño, algo sórdido, lúgubre. En su interior, el aire parece no haber sido respirado jamás. En el escaparate que puede verse desde la calle, hay una cabeza de un maniquí, con su correspondiente cuello, apoyado sobre un pequeño pedestal de madera algo lastimada. También hay un antebrazo, de pie, con una mano extendida como quien reclama una limosna a los transeúntes que sólo tienen tiempo para obsequiar apenas una gota de curiosidad, seguida de un baldazo de glacial indiferencia.
Hay un cartel, también, pequeño, sin luces ni efectos decorativos, pintado a mano en letras negras, mayúsculas, de imprenta.
El cartel dice ‘COMPRO ORO’.
Empujo la puerta y entro. Existe un mecanismo, algo en la puerta, sin dudas, que avisa a quien esté en el interior, que alguien, otro alguien, ha ingresado al local. Espero de pie, tampoco hay sillas ni nada donde uno pueda apoyarse, en la vitrina del mostrador se ven algunas cadenitas sobre un terciopelo demasiado gastado y sucio, como si hubiera sido usado para limpiar una mesa después de una comida.
Se abre una puerta lateral, y aparece una persona.
Sin mediar palabra, me bajo los pantalones, me bajo los calzoncillos, intento, con un movimiento tan característico como particular, desplegar mi pito algo entumecido. Logro al menos estirarlo un poco, separarlo del resto del cuerpo, y apoyarlo tímidamente sobre el vidrio. La vitrina está fría.
–¡Ja! –Dice el hombre que es calvo y pequeño, usa gruesos lentes y tiene alguna dificultad para desplazarse, o es que simplemente se ha acostumbrado a caminar así, entre vitrinas y mostradores. El pelo que le falta en la cabeza parece haber brotado de los orificios auditivos y nasales. Tiene el cuello de la camisa raído, las uñas amarillas y deformes, y el aspecto de no haberse bañado jamás.
Sin decir nada más, se dirige a la misma puerta por la que acaba de ingresar, y desaparece en el interior del local por misteriosos pasadizos.
Y yo no tengo más remedio que pensar que anoche me mentiste, producto de la excitación y el entusiasmo, o quizás no has tenido contacto con mucha gente, cosas que se dicen en medio de situaciones de carácter íntimo y que uno debería olvidar inmediatamente después, cosas que representan un momento de formidable alegría y que de ningún modo pueden ser verdad.
Hay un cartel, también, pequeño, sin luces ni efectos decorativos, pintado a mano en letras negras, mayúsculas, de imprenta.
El cartel dice ‘COMPRO ORO’.
Empujo la puerta y entro. Existe un mecanismo, algo en la puerta, sin dudas, que avisa a quien esté en el interior, que alguien, otro alguien, ha ingresado al local. Espero de pie, tampoco hay sillas ni nada donde uno pueda apoyarse, en la vitrina del mostrador se ven algunas cadenitas sobre un terciopelo demasiado gastado y sucio, como si hubiera sido usado para limpiar una mesa después de una comida.
Se abre una puerta lateral, y aparece una persona.
Sin mediar palabra, me bajo los pantalones, me bajo los calzoncillos, intento, con un movimiento tan característico como particular, desplegar mi pito algo entumecido. Logro al menos estirarlo un poco, separarlo del resto del cuerpo, y apoyarlo tímidamente sobre el vidrio. La vitrina está fría.
–¡Ja! –Dice el hombre que es calvo y pequeño, usa gruesos lentes y tiene alguna dificultad para desplazarse, o es que simplemente se ha acostumbrado a caminar así, entre vitrinas y mostradores. El pelo que le falta en la cabeza parece haber brotado de los orificios auditivos y nasales. Tiene el cuello de la camisa raído, las uñas amarillas y deformes, y el aspecto de no haberse bañado jamás.
Sin decir nada más, se dirige a la misma puerta por la que acaba de ingresar, y desaparece en el interior del local por misteriosos pasadizos.
Y yo no tengo más remedio que pensar que anoche me mentiste, producto de la excitación y el entusiasmo, o quizás no has tenido contacto con mucha gente, cosas que se dicen en medio de situaciones de carácter íntimo y que uno debería olvidar inmediatamente después, cosas que representan un momento de formidable alegría y que de ningún modo pueden ser verdad.
10 comentarios:
El oro puro es demasiado lábil, no sirve de mucho; mejor aleado y medirlo en kilates.
mentime que me gusta? Están buenos los espejitos de colores? Anyway, si sirvió para pasar una buena noche, está bien.. o quizás algunas varias, mientras no busque fantasmos donde no los hay. Enjoy!
Indudablemente usté tiene oro bajo y por más que lo estiró sobre la vitrina no pudo llegar a los 18...kilates ( y tenga cuidado porque quienes compran oro verifican con un ácido los kilates del oro ofrecido).
A lo mejor ella no le mintió porque, habiéndose adornado toda la vida con bijoutería barata, un 14 le resultó más que suficiente.
Condesa, usted piensa que los kilates son lo importante? me extraña.
No Caia, al que parece interesarle la calidad de su oro es a quien lo puso sobre la vitrina con intención de cotizar!
sabe que tiene toda la razón, condesa? Saludo.
vivo de eso.
Te compro la mentira.
Puedo pagarte con oro de 18 kilates.
¡que dulce y divertido mi estimado Hundred!
es interesante observar como la literatura agita el haren y todas la femias hablan del oro en cuestión.
Yo que usted aprovecharía
mis saludos cordiales y respetuosos y quedo atenta a cuando se anime a ir a tirar algunas flechas. En esta semana estoy a punto de vambiar mi ballesta y el arco está presto y tensado a su solicitud
*agarrensé de las manos (josé luis rodríguez, contemporáneo).
Sería mucho más divertido si nos agarráramos todos del oro en cuestión.Claro está, si el dueño del oro no se molesta.
Como una de esas manijitas que hay en los subtes para sostenerse y no irse al piso
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