20.4.20

Cazador


–Nada, che –dije–. No pasa nada.
–¡Sh! –Me respondió M., que seguía subido al árbol. Había bajado la escopeta y la tenía entre las piernas, cansado de esperar. Muy quieto, en lo alto, parapetado sobre una rama. Le debían estar doliendo las rodillas de estar así en cuclillas, como el carajo.
Maldito el momento en que acepté venir a cazar. Qué carajo tenía que ver yo con cazar jabalíes, si no había tirado un tiro en toda mi vida. Pero R. y M. me habían insistido, fin de semana largo. Íbamos a Madariaga, donde R. conocía a unos baqueanos que lo dejaban cazar en un campo de por ahí. Venían con nosotros, los tipos, y traían los perros. R. y M. llevaban unas Glock .40 y un fusil con mira telescópica. Después, si algo fallaba, entraban los baqueanos a cuchillo. Y los perros, claro, unos perros no demasiado grandes, de raza indefinida. Perros nobles que se dejaban acariciar y dormían al lado tuyo, pero de pronto se transformaban en pirañas. Lo seguían al jabalí herido le mordían las patas, las orejas. Los testículos.
La idea era cazar dos o tres jabalíes, el sábado comeríamos violento asado, y después nos íbamos para Pinamar. Ese era el plan.
Había que estar escondido, en silencio, esperando que aparecieran los jabalíes. Que a decir verdad tampoco eran jabalíes, eran chanchos cimarrones que tenían una tremenda fuerza pero no tenían colmillos, así me lo explicaron.
Pero nada. Debían ser las doce de la noche. Hacía más de una hora que estábamos quietos. Se me había acalambrado una pierna, estaba aburrido, me estaban comiendo los mosquitos. La naturaleza no es como la ves por televisión, lamento informar que la naturaleza está más photoshopeada que el culo de jennifer lopez.
M. seguía arriba del árbol, justo por donde tenía que venir el jabalí que no era jabalí. R. parapetado detrás de unas piedras, con la glock .40 en una mano y una Taurus brasileña en la cintura. Los baqueanos, habían venido tres, echados sobre el pasto, con los perros, con sus afilados cuchillos.
Nada. Se oía el zumbar de los insectos, y la lluvia.
–¡Ehhh! –me habían dado un .38 corto bastante viejo pero efectivo, pegué un salto, comencé a tirar– ¡Aeee!
Tiraba contra todo, contra mis amigos, contra los perros que se alborotaron y ladraban como poseídos, contra los árboles, contra la superficie de la pequeña laguna. Tiré, gesticulando, saltando en cualquier dirección. Hasta que escuché el click click.
–¡Qué pasa, qué pasa! –M. casi se cae del árbol– ¿Dónde?
–¡Cuidado, loco! –gritó un baqueano–. Le diste al Urko.
Efectivamente, un perro lanzaba un lastimero quejido, arrastraba una pata.
–Pará, Juan –se acercó R. Me puso una mano en el hombro, me quitó el arma–. Ya está, se debe haber ido. ¿Por dónde lo viste?
–¿Eh?
–Por dónde lo viste –guardó su Glock atrás, en la cintura–. Al chancho.
–No, no vi ningún jabalí –dije. R me miraba feo, ladraban los perros. De pronto me había cuenta que no quería cazar ningún jabalí. Estaba tan hinchado las pelotas, lo que necesitaba era tirarle a todo, al mundo en general.

1 comentario:

Frodo dijo...

Lo felicito. Hay que tener huevos para mandar todo a la mierda.

Explican los que tienen un arma (y la saben usar), que el mundo se divide en dos: cazadores y cazados. Usted parece pertenecer al otro grupo, el de los que escuchan y piensan en otra cosa.

Abrazo y cuídese