20.3.20

El hombre que hablaba con los autos


Todos los domingos iba a tomar mate con un amigo que volvió de Londres. Era ingeniero, mi amigo G., pintaba para campeón. Lo habían contratado de Unilever. Sueldo del carajo, vivía en Londres, andaba en Alfa Romeo. Pero le dio un estresazo, casi se queda seco. Se dio cuenta G. que no quería ser ejecutivo ni dar vueltas por el mundo viajando en primera, ni le hacía falta esquiar en Aspen. Lo que quería G. era bajar a caminar el domingo a la mañana, fumar un cigarrillo después de almorzar en una fonda, cogerse alguna piba de vez en cuando. No mucho más que eso, y tener guita para poder seguir haciendo eso desde ya, pero me fui de tema.
G. se había vuelto a vivir a Vicente López. Yo iba los domingos a la tarde, después de almorzar con mi madre. Jugábamos un poco al ajedrez, o veíamos un par de capítulos de alguna serie americana. Tomábamos un par de gin tónics.
Yo agarraba Cabildo, para ir a lo de G. Y paraba en una estación de servicio. Antes de Lacroze, creo que era Olleros. Olleros o Gorostiaga, no, Olleros.
–Llenalo de super, por favor –decía yo–. Sí, revisale agua y aceite, y limpiame los vidrios.
Y me iba. Dejaba el auto y me iba a comprar algo al pequeño autoservicio. Cigarrillos, caramelos, a veces una Coca Cola.
Acá viene el punto, acá estamos.
Volvía. Al auto. El tipo que atendía usaba un uniforme amarillo y rojo, y la gorrita hasta los ojos. Parecía reírse, tenía una bobalicona semisonrisa tatuada en el rostro. Y tenía un tic, como si inclinara la cabeza, todo el tiempo, apenas, en repetición. ‘Gracias, gracias, muchas gracias’, decía cuando le dejaba veinte pesos de propina.
Una vez me pareció que se había movido, el auto. No sé por qué, fue una sensación. No había prestado atención cuando lo dejé, pero el auto no estaba en la posición que yo lo había dejado.
Entonces vino otro domingo, con la indolencia que tiene el paso del tiempo cuando te parece que vos, que aquello que podríamos denominar tu vida carece de la menor relevancia.
Fui a almorzar a lo de mi madre, había arreglado que iba a lo de G. a charlar, a jugar al ajedrez, a tomar algo.
Paré en la estación de servicio de siempre. No había nadie. Tres y pico de la tarde, domingo, Enero, un calor del carajo.
Dejé el auto, saludé. Me fui a hacer pis, a comprar algo. Antes dije.
–Llenalo de super, por favor.
Fui. Volví.
Algo estaba mal. El muchacho me estaba terminando de limpiar los vidrios, pero algo estaba mal.
Porque yo había dejado el auto en el segundo surtidor, contando desde cabildo, de eso estaba seguro. Y el auto estaba en el primer surtidor.
–Oíme –Le dije al chico que se había bajado la gorra más que de costumbre–. Algo está mal.
–¿Eh? –el chico se quedó a una distancia prudencial, medio de perfil. Tenía el pequeño secador para limpiar los vidrios en una mano.
–Yo dejé el auto en el otro surtidor –dije–. No en éste. ¿Lo moviste vos?
El muchacho hizo silencio.
–¿Lo moviste vos? –Me acerqué, el chico me esquivaba la mirada–. No pasa nada, pero justo me llevé las llaves. No sé cómo hiciste, ¿lo empujaste?
Nada, el pibe cabeceaba un poquito. Le toqué un hombro.
–Sólo quiero saber cómo lo hiciste –dije–. No sé, para mí que lo dejé en el otro surtidor. Estoy seguro, quizás me estoy volviendo loco.
–Les hablo –susurró, el chico. Un hilito de voz.
–¿Eh?
–Les hablo –dijo–. Los trato bien, los autos me quieren. Son como los perros. Si uno les habla bien, te hacen caso.
–Me estás jodiendo –dije. Pero el pibe no se reía–. A ver, mostrame.
Dudó. Se puso un poco nervioso, pero ahora estaba en juego su reputación, su palabra. Se fijó que no hubiera nadie demasiado cerca. Negó con la cabeza.
–Es mentira –insistí–. Lo arrancás, debés tener una llave maestra, no sé cómo lo hacés.
Negó con la cabeza otra vez. Varias veces.
–Dale, mostrame –dije–. No se lo voy a decir a nadie.
–Bueno –dijo. Miró el auto, mi pobre auto–. Vamos, bicho.
Nada. Se hizo un pausa.
Y el auto se movió. ¡El auto se movió! Despacito, muy despacito. El auto se movió. El chico lo guiaba con una mano en alto. Lo hizo avanzar, primero, retroceder después. Luego avanzar otra vez, le hizo dar una vuelta al surtidor, despacito, bien despacito. Yo quería decir algo, juro que quería decir algo. Pero no me salió nada.
–Bien, Picho, muy bien –le palmeó el guardabarros derecho–. Los autos son buenos, sólo hay que saber hablarles.

9 comentarios:

Alberto Arenas dijo...

Buenos días Hundred. Me pareció sinceramente genial. Acostumbrado a otro tipo de relatos (igualmente de geniales que me invitan a volver una y otra vez a estas precarias playas, como usted las ha bautizado) me sorprendió gratamente el final.
Le envío un apocalíptico abrazo, en medio de todo este inusitado encierro.

J. Hundred dijo...

*alberto arenas! estimado, quizás sea un exceso de su parte. respecto al apocalíptico abrazo y a lo que sucede ahora mismo, al aislamiento social preventivo, le dejo el siguiente pensamiento. cuando en mi mínimo y reducido e intransferible via crucis, de pronto me cruzo con alguien, alguien al que quiero saludar. acá viene lo que le quiero contar: yo levanto un antebrazo, o sea, levanto el brazo, con el puño más o menos cerrado, y exhibo el antebrazo en alto a la altura del rostro podríamos decir. y lo que recibo del otro lado, hasta ahora casi siempre, es alguien, el otro alguien, que intenta chocar codo con codo. cómo puede ser que no se den cuenta que un choque de antebrazos sería un saludo poderosísimo e incluso novedoso, y que intentar chocar codos es de imbéciles sin alma? así que ya ve, siempre en las cosas importantes. lo saludo con alegría.

José A. García dijo...

Dos corchazos, en la nuca. Sin dudarlo. No vaya a ser cosa que se reproduzca.

Y no, no hablo del auto.

Saludos,

J.

J. Hundred dijo...

*josé a. garcía! estimado, podríamos decir que se encuentra usted con el ‘mood’ apropiado, con la actitud correcta. lo saludo.

Frodo dijo...

El relato más surreal que leí de vuestra pluma. Compite con aquel en el que su personaje de traje cargaba la media res.
Crack. El confinamiento le hace bien, a usted y a su pluma.

Lo saludo a distancia prudencial

J. Hundred dijo...

*frodo! el relato donde cargaba media res tenía lo que yo llamo ‘potencia expresiva’. son momentos, los actuales, ahora mismo, donde se puede aprender muchísimo. o no, como de costumbre. espero que esté usted bien, lo saludo.

Unknown dijo...

Al lector le queda desdibujado el primer personaje, al que el escritor hace llamar G. El lector espera que ese personaje tenga algo que ver con el final y eso no sucede. Una regla clave de un relato es que todo lo que se ha de escribir debe cumplir una función esencial en la narrción, de otro modo debo sacarlo. Pueden leer los escritos de Edgar Allan Por en cuanto al relato, creo que servirá. De todos modos me gustó la idea del cuento, está muy buena, hay que hacer ciertos cambios y listo!

J. Hundred dijo...

*unknown! estimado, sin dudas su opinión es muy valiosa. para sus familiares quiero decir, incluso puede que tenga usted algún ser querido. lo saludo.

Dalila dijo...

Ah, hacia un tiempo que no pasaba por acá, me sorprendió el final, esperaba no acierto a expresar muy bien qué, pero de todas maneras es excelente. Tambien me quedo con la reflexión sobre aquellos que saludan con el codo. Que todo mejore!