30.8.18

Bruma


Nunca tuvimos demasiado contacto con mi abuela, pero me lo pidió mi madre. Y no importaba lo mal que yo estuviera en la vida, lo fracasado que me sintiera, no había modo de omitir que mi madre me había querido. Se había esforzado, había hecho lo mejor que había podido aunque los resultados, bueno, los resultados fueran una mismísima mierda.
Lo que me pidió, mi madre, fue que fuera a ver a mi abuelita que estaba internada en un geriátrico hacía dos o tres años. Iba, mi madre, tres veces por semana sin falta, se sentaba junto a ella y le tenía una mano.
Nada, mi abuelita no emitía el menor comentario, una demencia que la había pasado por encima dejándola sin expresión, tan chiquita, la mirada acuosa casi transparente. El cabello blanco y áspero cepillado hacia atrás un poco. Ni una palabra.
Así que ahí fui, sábado a la mañana, un frío del carajo. Tenía partido de fútbol y asado, después. Gascón, cerca de Corrientes, logré estacionar el auto a una cuadra.
Toqué timbre, me anuncié, me abrieron una reja con otro timbre, y una puerta de metal después. Tenías que estar anotado como visita, aunque el guardia de seguridad estaba muerto de sueño. Tampoco había demasiado que cuidar, supongo que era eso.
Una mujer de uniforme celeste y cofia en la cabeza me hizo pasar a una sala de estar que daba a un precario jardín. Me preguntó el nombre de mi abuelita, se lo dije.
–Ah, sí, ahora la bajan –Dijo, y se fue.
Ahí me quedé, en la sala donde había mesas y sillas y algunos viejos dispersos. Pensé en no mirar nada, en mantener la vista unos veinte grados por encima de la línea del horizonte y quedarme sentado hasta que trajeran a mi abuelita. Pero miré.
Dos viejos en pijamas jugaban al dominó pero no jugaban. Permanecían sentados frente a frente, sin jugar, como si estuviera sucediendo algo de vital importancia frente a ellos pero que tampoco tuvieran apuro en descubrir. Una mujer caminaba dando cortos pasitos sin decidirse muy bien adónde ir, se le había abierto el camisón y se veía su azul desnudez. Un hombre lloraba en un rincón apretando un bastón entre sus piernas, mientras alguien, su hijo quizás, lo acariciaba, le pasaba la mano por el pelo cortado al rape como si fuera un gato. Alguien tuvo un acceso de tos y gargajeó y escupió un esputo que iba del verde agua al gris. Alguien se puso de pie, elevó las manos al cielo, se le cayó un vaso de plástico al piso, y gritó ‘¡Señor!’
Y el olor, el olor envolviéndolo todo como una manta polar. Un olor a desinfectante, a vómito apagado con sucesivas capas de lavandina, a muerte, a descomposición.
–Disculpe –me hablaba la mujer de la cofia, que era bajita y tenía una dulce sonrisa–, pero su abuelita no va a poder bajar. Está recostada, no se siente bien.
Me hablaba, la mujer de la cofia, pero yo no podía entender nada de lo que me decía. Tampoco podía recordar quién era yo ni dónde estaba. Era uno de ellos, no me iba a poder ir.

8 comentarios:

Alberto Arenas dijo...

Entre las cosas más tristes que le pueda suceder a un ser humano, se encuentra la de terminar sus días en un lugar semejante al de su relato.
Hace pocos meses perdí a mi madre, y aunque en sus últimos años su salud estuvo muy deteriorada, nunca fue una opción llevarla a un geriátrico. Supongo si así hubiera sido, nos hubiera dejado mucho antes.
Hundred, me hizo recordar que nunca hay que olvidar.
Le envío un abrazo grande.

alberto baru dijo...

Y del pedazo de cielo reservado para cuando toca entregar el equipo, repartiesen anticipos a los más necesitados... Quizá llegar a viejo sería todo un progreso, un buen remate, un final con beso. En lugar de arrinconarlos en la historia, convertidos en fantasmas con memoria... Si no estuviese tan oscuro a la vuelta de la esquina... O simplemente si todos entendiésemos que todos llevamos un viejo encima.
JMSERRAT

J. Hundred dijo...

*alberto arenas! una de las cosas más difíciles de entender, para mí, es que hacemos lo que podemos. sus palabras me hicieron pensar en eso. lo abrazo.

*alberto baru! no estoy en ningún lado la verdad, pero si tuviera que estar en algún lado, supongo que estaría más del lado de sabina que de serrat. eso no invalida la precisión de las palabras que usted menciona, la potencia expresiva, la claridad. lo abrazo.

Frodo dijo...

Su relato no sólo es implacable, además me deja con las ganas esperando un remate con humor algo ácido (como acostumbra Vd, algo que refiera a Cocoon por ejemplo) y lisa y llanamente me da una patada en la entrepiernas de esas que me recuerdan que un sábado a la noche debería estar haciendo otra cosa y sin embargo etcétera etcétera

Lo abrazo, maldiciendo su genialidad

alberto baru dijo...

No es necesario que esté de un lado o del otro, pues son dos genialidades que se complementan. recuerde que son "dos pájaros de un tiro".
El abrazo me vino bien, va otro.

J. Hundred dijo...

*frodo! ‘debería estar haciendo otra cosa’ es un buen título para un libro de poemas, o un epitafio, también. lo abrazo.

*alberto baru! dijo el venerable ciego: felices los valientes, los que aceptan con ánimo parejo la derrota o las palmas. también dijo ‘alcanzame la sal’, se lo dijo a maría kodama, una noche durante la cena. que así sea.

José A. García dijo...

Tengo la ¿suerte? de no haber atravesado esa situación, ni con abuelos, ni padres, ni nada parecido.
Y, espero, no obligar a nadie a atravesarla por mí.

Claro que entre el deseo y la realidad siempre existen grandes diferencias.

Saludos,

J.

J. Hundred dijo...

*josé a. garcía! realidad y deseo, así se titula el bellísimo libro de poemas de luis cernuda. lo saludo.