28.2.18

Sin título


Me habían echado del trabajo, pero tenía algo de dinero. Lo que no tenía era un absoluto pomo para hacer. Sabía, por experiencia propia, por haberlo vivido, que si me quedaba adentro, adentro del departamento, corría el riesgo de pegarme un tiro. La tristeza es como quedarse mirando una bañera mientras se va el agua. Es algo que gira y que baja, ajeno a tu voluntad, no hay manera de detenerlo.
Así que decidí que era primordial tener alguna suerte de rutina. Me despertaba a la mañana, me vestía, tomaba un café y bajaba como si fuera un día más. Iba a caminar al parque, daba una vuelta al Parque Centenario y me sentaba a fumar un cigarrillo. Me quedaba sentado, no, no pensaba, pensar es el demonio. La idea era estar, existir, conciencia sin pensamiento.
Después iba a hacer un trámite, cualquier cosa, y con eso cortaba la mañana. Y después llamaba a algún amigo y lo pasaba a visitar, y ya estaba en el almuerzo. Lo importante era salir de casa, a la mañana, vencer esa centrípeta fuerza que amenazaba con hacerme moco. Llamalo supervivencia, llamalo como quieras.
Sentía que algo se ordenaba, ahí sentado en el parque, después de fumar un cigarrillo.
Me llamó la atención, un lunes. Estaba fresco y era bien temprano, por lo que sacando a los corredores matinales de locura infinita, y un par de personas que paseaban a sus adormilados perros, el parque estaba de lo más agradable, vacío.
Apareció una mujer, joven, menos de treinta años. Era bonita, con ojotas y medias, un jogging, como recién levantada. Llevaba una bolsita, y una palita como las palitas que se usan para jugar en la playa, pero no de plástico, de metal.
Fue la mujer hasta un árbol que debía estar a unos treinta metros de donde yo estaba sentado. Se puso en cuclillas, junto al árbol, y comenzó a cavar. La construcción del pequeño pozo le debió haber llevado menos de cinco minutos. Puso el contenido de la bolsa en la tierra, tapó el pozo. Se puso de pie, pareció mover los labios como si murmurara una plegaria. Después se fue.
Me olvidé del tema. Dejé que pasaran los días.
Pero me volvió toda la escena a la cabeza, de inmediato, cuando la vi aparecer al lunes siguiente. Debían ser las ocho de la mañana. Mismo procedimiento, bolsita, palita, pocito. Murmuró algo, la mujer, recién levantada, con el cabello todavía húmedo. Y se fue.
Volvía de una fiesta, jueves a la noche. Me habían invitado a un asado, había tomado una botella de vino y después me sirvieron un whisky nacional que calificaba sin dificultad como artículo de limpieza, como lustramuebles, en fin. Bajé del taxi, debían ser las tres de la mañana. Iba a subir a casa y se me vino el asunto a la cabeza. La mujer que plantaba algo junto al árbol para la posteridad, o que enterraba su pajarito, no sé.
Me dio curiosidad. Encendí un cigarrillo y crucé en dirección al parque. Nadie, una parejita manoseándose con adolescente entusiasmo, un mendigo más borracho que dormido. Fui hasta el árbol.
No me costó encontrar las marcas, la tierra removida. No tenía nada con qué cavar, así que usé las manos. Total me daba un baño antes de acostarme a dormir y listo.
Grité. No pude evitarlo, me salió un grito y caí hacia atrás, perdí el equilibrio. Me quemé el pecho con el cigarrillo.
Una pija, una poronga, era lo que había enterrado la mujer.
Usé una rama para escarbar al lado. Otra. Otra poronga, más reciente, todavía bien conservado el prepucio, y los huevos. Como si hubiera sido arrancada, con quirúrgica precisión, de su portador.
Tapé todo y salí corriendo. Vomité antes de cruzar Ángel Gallardo. Estuve en la ducha un rato largo, refregándome con jabón blanco. Me costó dormir.
El domingo después de almorzar fui a hacer las compras al Disco de Aráoz. Estaba decidiendo si llevar Casancrem o Mendicrim, esas suelen ser las existenciales cuestiones que me atormentan.
–Disculpá –Me rozó con el brazo y se le cayó un yogur, pero quedó claro que el movimiento había sido irreal, actuado. Se agachó dejando a la vista una buena porción de tetas–. Se ve que ando distraída.
Era ella. ¡Era ella! La mujer del parque, la de los lunes, la de las porongas.
–Qué calor hace –dijo, su voz era suave, sonrió–. Los domingos no se terminan nunca. Creo que ya nos vimos alguna vez por el barrio. Me llamo Tamara, vivo acá cerquita.

8 comentarios:

f dijo...

tamara, con su escote...
como el agua que se va por la bañera...

es excelente, mi querido john cien.
este momento de iluminación, me atrevo a decir, se acerca a la continuidad de los parques, con un clima tipo la estación de las lluvias...

un placer leerlo.
tomando sus palabras
lo saludo
(de pie)

Juan Sebastián Olivieri dijo...

Anticiparse, esa es la cuestión.
Lo que te salva de la loca del bisturí esta vez, lo que te va a salvar casi siempre es haber estudiado.

Fenomenal lo tuyo, Juan.

J. Hundred dijo...

*f! la continuidad de los parques, notable cuento de gary cahill. no, ya sé, no es muy gracioso, pero son los chistes que me gustan a mí. lo saludo.

*juan sebastián olivieri! yo diría que más que anticiparse, que no te corten las bolas vendría a ser la cuestión. sin importar de qué rubro del horóscopo estemos hablando. lo saludo.

Frodo dijo...

Genio total! El relato tiene picos altísimos.
las Tamara son la mismísima muerte de los domingos, la joven cosechadora...de porongas.
Vd es lo más grande que se ha visto por estos lares.
Cuando esta semana pase con el 92 por Angel Gallardo no voy a poder evitar mirar para el parque y sonreír, tal vez murmurar al viento Hundred, Hundred, Hundred

Lo abrazo

Bob Harris dijo...

Como dijo Bukowski “encuentra lo que amas y deja que te mate”
Un buen par de tetas aplica bastante bien no?

Como de costumbre Muy bueno lo suyo.
Abrazo

José A. García dijo...

Ni dudarlo, a seguir la charla...

Saludos,

J.

J. Hundred dijo...

*frodo! tenga cuidado, sospecho que la gente que viaja en el 92 está plenamente capacitada para molerlo a trompadas sin mayores inconvenientes. lo abrazo.

*bob harris! todavía recuerdo la primera vez que leí un libro de poemas de bukowski, una traducción, un librito con la tapa naranja pálido. estaba en la parada del 141 en plaza Italia y no podía creer, como sólo un adolescente no puede creer, lo bueno que era lo que me estaba pasando, haber encontrado lo que quería hacer en la vida. no pude ser poeta, no hace falta aclararlo, y luego me pasó un camión de covelia por encima. digamos la vida. lo abrazo.

*josé a. garcía! paris bien vale una misa. lo saludo.

f dijo...

pues parece una buena defensa...