21.3.17

Silencio del altiplano


Me llamó, debían ser como las doce de la noche, tenía mi teléfono de antes, de cuando trabajaba en casa. Me dijo que acababa de volver de Bolivia, que el hombre con el que vivía la había echado a la calle después de intentar matarla, que no tenía ni dónde pasar la noche. Estaba en la terminal de micros de Retiro, se largó a llorar. Le dije que esperara, media hora como mucho, que ahí iba.
Normita había trabajado de mucama en mi casa cuando yo vivía con mis padres. Una de las pocas personas ajenas al círculo familiar que a mí no me molestaba ver dentro de la casa. Impecable, con su larga trenza negra y sus modales de duende, todo el sabio silencio del altiplano.
Mucho después, cuando me fui a vivir solo después de un divorcio más o menos traumático, la volví a encontrar en la calle. Y empezó a venir a limpiar mi departamento una vez por semana. Me gustaba que viniera, me hacía acordar cuando yo había sido un niño, además de hacer que el lugar donde vivía fuera más o menos habitable porque yo en esa época me dedicaba a tomar whisky y a mirar por la ventana y a pensar que la vida no tenía mayor sentido, no mucho más que eso.
Pasaron los años, nos vinimos grandes todos. Normita perdió un hijo en un accidente automovilístico, puso una verdulería con sus hermanos, le fue mal, me pidió dinero prestado y jamás pudo devolverlo. Se volvió a Bolivia.
Llegué a Retiro. Le llevé tres mil pesos y la acompañé a una pensión que manejaba un amigo por San Cristóbal. Dejé pagado el cuarto por una semana, le di más plata.
La llevé a comer algo, estaba muerta de hambre, avejentada. Me di cuenta que le temblaban un poco las manos, estaba quizás borracha.
–Gracias, gracias señor Juan –lloraba un poco, de a ratos, me preguntó si podía pedir vino, le dije que sí, claro–. Usted siempre tan bueno.
–No es nada, Norma, nos conocemos hace muchos años.
La dejé comer tranquila. Me contó un par de desgracias, hay un momento de la vida donde viene la pendiente y agarrás velocidad, no hay nada que hacerle.
Fue al baño, volvió más enfocada, quizás había tomado cocaína, se limpiaba demasiado la nariz con el revés de una mano.
–Usted es tan bueno, señor Juan –negaba con la cabeza.
–Está bien, Norma. No pasa nada.
Entonces me contó, que mientras trabajaba conmigo había quedado embarazada. En un análisis le habían dicho que tenía sida. El padre de la criatura había desaparecido de inmediato. Y ella, enojada con la vida que había sido tan injusta, hacía lo siguiente. En las casas donde trabajaba, en mi casa también, cuando quedaba sola, aprovechaba para bañarse, para comer. Hasta ahí todo normal.
–Y hacía algo más –dijo Normita, que ya se había limpiado un tubo de vino.
Lo que hacía, Normita, lo que me contó que hacía, era agarrar el cepillo de dientes del dueño de casa, y metérselo en la concha, o en el culo también. Y cepillarse bien adentro, un rato. Después dejaba todo acomodado como si nada.
–Quería esparcir lo malo que me pasaba a mí –juntó por un momento las manos sobre el pecho, como si estuviera rezando–. Estaba enojada, muy enojada, hasta que encontré el perdón de Dios. Dios es misericordioso y me perdonó, señor Juan. Y usted también me va a perdonar, yo estoy segura que usted me va a saber entender.

4 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Está claro que su enojo está justificado.
Y que su frase final anuncia algo que no puede ser bueno,
Saludos.

Frodo dijo...

Ufff que fuerte Juan. Me dejaste tan pasmado que no se que más decir.

Jorge Aureliano dijo...

Yo podría regalar mi opinión sobre cómo reaccionaria en esa situación, pero personalmente el título me sugiere que el silencio es mejor... ¡Tantas veces es mejor callarse!

Saludos Juan!

J. Hundred dijo...

*el demiurgo de hurlingham! como dijo el filósofo del derecho, el señor burlando: son situaciones. 1saludo.

*frodo! el silencio es el lenguaje de Dios, ojoteishon. 1saludo.

*jorge aureliano! se nota que usted es, cómo decirlo, un entendido. lo saludo.