18.11.14

Setenta y dos huevos o más


El hombre se baja de una camioneta. Ha detenido la camioneta, sobre Cabildo, se baja. Abre la puerta posterior de la camioneta. Mete los brazos, seis docenas de huevos. Apiladas, en esas cajas tan particulares de cartón, que se utilizan, justamente, para transportar huevos. Las cajas parecen incluso más grandes, cuadradas, y no tienen ‘techo’. Quizás sean más huevos, sí, porque las cajas son cuadradas y de un solo piso, como si fueran de 5x5, huevos, o de 6x6. Puede que cada caja tenga veinticinco huevos, treinta y seis. 
Es un repartidor supongo, entrega productos de granja, por distintos bares de la zona. Es de mañana, bien temprano.
El hombre, con los brazos ocupados, hace un diestro movimiento para cerrar, al menos parcialmente, la puerta trasera de la camioneta. Con el lateral, el flanco, de su cuerpo. Y entonces se dispone a emprender la breve caminata que lo separa de la puerta de entrada del bar.
Pisa justo con uno de sus zapatones de goma el filo del cordón, quizás la calle está todavía húmeda de rocío, es verano en Buenos Aires, y verano en Buenos Aires es, básicamente, boludos y humedad. El pobre pisa mal.
Hace una voltereta, un giro, es el involuntario movimiento para conservar, antes que nada, la vida, la propia, aunque no es para tanto, pero sí por no perder la vertical. Y se le caen, las cajas, las seis cajas de huevos, setenta y dos huevos o más.
–¡Uh, no!
Pero ya es tarde. Caen los huevos y es un enchastre, se rompen, se tiñe la vereda con las viscosas y transparentes claras, el ingobernable amarillo de las yemas. Cáscaras, cáscaras de huevos partidos. Se deben haber roto, los huevos, todos. Quizás se hayan salvado dos o tres, aprisionados por los cartones, de casualidad.
Yo, que justo estoy ahí, pasando por ahí, me detengo. Hay una meditación de lo más extraña y reveladora que suelen practicar los monjes tibetanos. Consiste en contemplar un cadáver, nada más que eso. Ver, en silencio, durante un par de días, un cuerpo muerto. Ver qué queda después de tanto esfuerzo, la muerte, la cáscara vacía, los gusanos, la putrefacción. El objetivo de la meditación tan tremenda es ver que todo termina, todo fracasa, contemplar la impermanente naturaleza de las cosas. Resulta liberador. Y encuentro una particular analogía con lo que acaba de suceder. Sé que estoy en presencia de algo importante. Puedo acercarme al insondable misterio de la existencia.
–¿Qué mirás, forro? –el tipo me lanza una trompada que me alcanza de lleno en el oído izquierdo, me caigo– ¿Te divierte la desgracia ajena, no?

3 comentarios:

WOLF dijo...

Por eso quedan pocos monjes en el tibet...
En fin, lo saludo con la mano, porque seguro quedó sordo....

Alelí dijo...

Quizás la que rompe los huevos soy yo, pero lo leí y me acordé de Oscar Wilde:

"El alma tiene su propia vida, y el cerebro su propia esfera de acción. Hay algo dentro de nosotros que nada sabe de secuencia o extensión, y no obstante, como el filósofo de la Ciudad Ideal, es espectador de todo tiempo y existencia. Tiene sentidos que se avivan, pasiones que son dadas a luz, éxtasis espirituales de contemplación, ardores de amor al rojo vivo. Nosotros somos los irreales, y nuestra vida conciente es la parte menos importante de nuestro desarrollo. El alma, el alma secreta, es la única realidad"

J. Hundred dijo...

*wolf! lo saludo sin énfasis.

*alelí! parafraseando al señor wilde entonces: usted rompe los huevos, pero los rompe maravillosamente. la abrazo con algo parecido a la alegría.