Después de un divorcio más o menos traumático, Gabriel empezó a juntar los pedazos de los vidrios rotos de su existencia. Empezó a ir a un psicólogo que le recomendaron. Un hombre de unos sesenta años que usaba camisas a cuadros, siempre, y jugaba a vaciar o llenar una pipa que jamás encendía, mientras le decía cosas como ‘no hay que dejar que la tristeza pase al cuerpo’, o ‘ponerlo en palabras es darle vida’.
Empezó
a ir a correr, Gabriel. Primero los sábados a la mañana, más que nada para
sentir un poco de solcito en la cara, pero después le tomó el gusto. Se anotaba
en cualquier carrera de cinco o diez kilómetros. Le gustaba estar ahí, en medio
de un esfuerzo colectivo. La gente era amable, había mujeres en calzas, fijaba
la vista en algún culito, y corría.
Se
puso pelo, Gabriel. Un amigo le habló maravillas de una nueva técnica de
implante. No era doloroso, y su amigo andaba con el pelo por los hombros, y
flequillo.
Iba
al teatro. Había un circuito de teatro under que Gabriel jamás había conocido.
Buenas obras de profundos significados, al final se quedaba conversando con
alguien, se levantaba alguna mina.
El
negocio empezó a repuntar. Gabriel decidió que era el momento de invertir,
abrió una sucursal en Villa Urquiza. La cosa caminaba, su contador le preguntó
si no se había dado cuenta que estaba facturando más del doble que el año
anterior.
Un
sábado a la mañana, cuando fue a la casa de su ex a buscar a su hija Cecilia, Karina
salió a la puerta, a saludarlo.
–Te
veo bien –le dijo Karina–. Mirá qué flaco que estás, y con pelo. Cambiaste el
auto y todo. Lo que no entiendo, lo que no puedo entender, es por qué no
intentaste hacer, mientras estábamos juntos, ni el diez por ciento de lo que hiciste
después.
–No
sé –dijo Gabriel–. Da muchas más ganas saber que lo que hacés va a molestar a
alguien, que lo que hacés es contra alguien, que a favor de sostener algo. Creo
que hacer algo contra alguien siempre es más entretenido que hacer algo a favor.
La motivación es distinta, supongo que pasa por ahí.
2 comentarios:
Todo muy cierto. Uno no se demuestra a sí mismo que puede. Uno le demuestra que puede a alguien que pensaba que ni en su sueño más edulcorado iba a poder. Y más que demostrar, se lo enrostra. Se lo enrostra bailando encima de la mesa, con movimiento pélvico y todo un repertorio de gestos que involucra principalmente a los dedos de una mano o las dos. Son esos pequeños triunfos exentos de pureza los que alimentan el espíritu, no todas esas sandeces orientales.
Ahora, lo del flequillo ya es ir demasiado lejos.
Un saludo.
*yoni bigud! yo creo que tuve un satori, un extraño satori que me mostró todo lo que no iba a poder en la vida, un fogonazo, un instante de la iluminación más tremenda y más rotunda, llámelo como quiera. fue cuando el señor claudio pol caniggia le hizo el gol a brasil en el mundial 90, en un partido que argentina pudo perder, con comodidad, siete a cero. el tipo hace el gol, deja a brasil fuera del mundial, y vuelve al trote, acomodándose el pelito en ese piolín para envolver pizza que usaba en la cabeza, y se ríe. y yo me di cuenta de todo, absolutamente todo lo que no iba a poder ser en la vida, la carga genética, los peces y los panes, un momento tan pero tan hermoso. lo saludo.
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