6.6.13

Manuel Yung se hunde


         Quizás no tenga demasiado sentido contar esto. Éramos jóvenes, primer año de la secundaria. Hace quizás ya demasiado tiempo.
         Colegio de varones, del estado, barrio de Caballito, no es preciso dar más datos. Habíamos comenzado las clases en Marzo, y entre las cosas que tenían planeadas para nosotros, para que nos formáramos antes de salir al mundo, para que nos convirtiéramos en hombres de bien, útiles a la patria, estaba el hacer gimnasia.
         En las clases de gimnasia, en las clases de educación física, nos explicaron que una de las ventajas que tenía pertenecer a ese colegio, era que el colegio poseía un natatorio. Una pileta.
         Estábamos, qué remedio, en nuestra primer clase de natación. Más de treinta muchachitos de unos trece años, en fila, uno al lado del otro, al borde de la pileta (de ambos lados, en la parte honda). En shorts, todos, shorts azules, con el escudo del colegio cosido al short, un escudo de felpa que ni bien nos tiráramos a la pileta se haría moco y que, por órdenes de las máximas autoridades de la escuela, debía estar siempre visible y en buen estado.
         Era Mayo, y hacía algo de frío. Tenés que remontarte a esa época, un frío que no se usa más, un frío que se dejó de fabricar.
         El profesor Palmero nos daba la bienvenida a nuestras clases de natación. Flaco, severo, con el cabello teñido de un negro absoluto, peinado hacia atrás, con gomina. Iba de traje, porque habían venido, justamente para la ocasión, autoridades del colegio. Había conseguido, el colegio, un crédito para reparar la pileta. Tenían que mostrar, los funcionarios, que mientras se afanaban lo que podían, la pileta, bueno, funcionaba. Eso les garantizaba seguir afanando.
         Y ahí estábamos nosotros, entre fastidiados y aburridos, todavía sin saber muy bien para qué habíamos sido puestos sobre la faz de la tierra, para mostrar, en principio, que el colegio contaba con una regia pileta. Que la pileta, por decirlo de algún modo, tenía agua. Funcionaba.
         El profesor Palmero, severísimo, con militar cadencia, daba órdenes. Miraba a los alumnos, o sea a nosotros, como si fuéramos excremento, o quizás algo todavía más inútil. Las manos cruzadas a la espalda.
         –¡Ahora, cuando yo les indique, van a  saltar a la pileta! –caminaba, Palmero, detrás nuestro, iba y venía, quizás demasiado cerca– ¡Van a saltar al agua! ¡El ejercicio es flotar, de cualquier forma, en el agua! ¡En el agua se flota! ¿Está claro?
         –¡Sí, profesor! –gritamos todos. Estaba uno, pelirrojo, al que le decíamos colorado. Había un negro, con el pelo mota, con el cabello duro como el acero, al que le habían puesto una gorra de baño para intentar domesticarle un poco la pelambre. Había un ucraniano demasiado grandote, del doble del tamaño de nosotros. Los brazos le llegaban casi a las rodillas, yo jamás había visto brazos tan largos. En fin, muchachos de clase media como mucho, otra Argentina, cuando todavía había esperanzas, cuando todavía no se había ido todo a  la mismísima mierda, un crisol de razas.
         –¡Repito la orden! ¡Cuando yo diga que salten, ustedes saltan al agua! ¡Y flotan! ¿Estamos?
         –¡Sí, profesor! –gritamos todos. Al profesor Palmero le gustaba que respondiéramos a sus órdenes, todos juntos. Gritando.
         –¡Si alguno tienen algún problema…! –dijo Palmero, que miró por un momento a un chico que parecía tener abultado el short, como si tuviera el pito parado– ¡Si alguno no sabe nadar, lo dice ahora! ¿Alguien no sabe nadar?
         Nada. No hubo respuesta. Hacía frío, tenía la piel de gallina. Seguro que había un problema con la calefacción.
         –¡Repito, alumnos! ¡Se van a tirar al agua cuando yo lo diga! ¿Algún problema?
         Nada. Hagámoslo de una vez, y vayámonos de esta inmunda pileta donde todo parece de un desteñido verde y el olor a cloro casi marea. Los funcionarios de la escuela y de la ciudad miraban sus relojes y cuchicheaban. Querían seguir con sus vidas de funcionarios, irse.
         –¡Al agua! –gritó Palmero.
         Saltamos. Saltamos todos. De cabeza, parados. Ruido, ruido de gente cayendo al agua. Tocar el fondo y subir. Moverse, mover los brazos, para flotar, y porque el agua estaba bastante fría.
         Miro. Estoy flotando en el agua, tratando de entrar en calor, y miro. No pasa nada, flotar es fácil, y es una actividad que conviene practicar. Para el resto de la vida, digo.
         Pero algo está mal. Algo está muy mal. Se escuchan gritos y gargajeos. Alguien se está ahogando. Uno de los chicos se ahoga, se va para abajo.
         Se llama Yung. Manuel Yung, le decimos ‘Chino’, aunque no es chino, pero es oriental. Es muy flaquito, algo encorvado, usa lentes, no, no ahora que se está ahogando, cuando está en clase. Anota todo, todo lo que dicen los maestros. No tiene amigos, no habla prácticamente con nadie.
         El profesor Palmero, obligado por la situación, mientras el resto de nosotros lucha por mantenerse a flote, salta al agua.
         De cabeza, se tira, Palmero. Y de traje.
         Rescata al chico. Lo junta del fondo, y lo sube a la superficie. Nada, con el pobre chico agarrado del cuello, hasta la parte baja del natatorio. Lo saca.
         Manuel Yung está azul, o casi azul, tendido boca arriba al costado de la pileta. De rodillas, el profesor Palmero le hace respiración boca a boca, primero, y masaje cardíaco, después. Le levanta los pies y le flexiona las piernas, fuerte, contra el pecho del chico, como si estuviera intentando empujar una carretilla.
         De pronto, Manuel Yung lanza un grito. Escupe agua y algo de vómito. Su rostro se va poniendo menos y menos morado.
         Lo sientan. Hemos ido saliendo todos, yendo hasta donde está Manuel Yung, ahora sentado. Lo dejan respirar. El profesor Palmero chorrea agua de los bolsillos del saco. Le falta un zapato.
         –¡Les pregunté si alguno no sabía nadar! –está, el profesor Palmero, visiblemente ofuscado. Mira el estado de su traje y niega con la cabeza. Debe ser su único traje– ¡Les pregunté si había algún problema con tirarse al agua! ¿Qué carajo les pasa?
         –Non tendo –dijo Manuel Yung, secándose las lágrimas con el antebrazo. Manuel Yung, tiempo después, nos contaría que había llegado de Corea hacía menos de tres meses. Sabía, como mucho, quince palabras en castellano.

14 comentarios:

Diego dijo...

A veces leo que lo critican, que ya no gusta lo que hace, que la entropía lo está matando y que, bueno, se vuelve repetitivo, como a todos nos pasa.
Sin embargo, vengo y leo. Y me topo con cosas como:
"un frío que no se usa más, un frío que se dejó de fabricar."
o
"No pasa nada, flotar es fácil, y es una actividad que conviene practicar. Para el resto de la vida, digo."
Y me voy. Me llevo algo, claro.
Lo sigo felicitando, Juan. Gracias.
Un abrazo.

Juan Sebastián Olivieri dijo...

Me sumo. A las felicitaciones.

Hubo un publicista que supo decir: la imagen no es nada, la sed es todo...o algo así.
Acá, el clima, el armado, la preparación de la escena, como siempre, es todo.

Un abrazo, Juan.

J. Hundred dijo...

*diego a! hay gente, como usted bien menciona, que vienen hasta aquí para decirme, básicamente, que yo ya no soy el que era. también hay otro grupo, algo más sofisticado por cierto, que vienen a decirme que cuando yo era lo que era, tampoco era gran cosa. el mensaje que portan, decodificado por cierto, despojado de las tan habituales como tremendas limitaciones expresivas, es que yo, bueno, para resumir, nunca fui nada. la torpeza repetida se transforma en mi estilo, podría decir parafraseando al gran federico manuel peralta ramos. entre usted y yo, llevo algún tiempo esperando el grupo de lectoras que se ofrezcan a hacerme chocotortas y tirarme de la goma, pero debo confesarle que eso no ha sucedido. en cualquier caso, tampoco tenía algo mejor para hacer, para mí fracasar es parte del paisaje. lo saludo con aprensión.

*juan sebastián olivieri! a mí siempre me pareció que ‘el sabor del encuentro’ era una magnífica frase. digamos que este espacio, lo que intenté hacer, no fue mucho más que ‘el sabor del desencuentro’. no tiene mayor importancia, un abrazo para usted.

Yoni Bigud dijo...

Yo he leído también en este espacio, últimamente, algunas críticas con indecible fastidio. Sin embargo, una monumental apatía hacia la vida en general me mantiene en silencio. Aun siendo el único blog que leo en la actualidad.

Eso nomás. Que estoy bastante conforme con su fracaso.

Un saludo.

J. Hundred dijo...

*yoni bigud! quizás manuel yung no se hunde, quizás trabaja en google y pide en algún starbucks de coral gables un espresso doppo macchiato, y está por demás satisfecho con su vida. quizás me fui hundiendo yo nomás, post a post. hacemos lo que podemos, y nunca alcanza, solía decir, ejem, en mi etapa optimista. imagínese ahora. me hizo bien saber que estaba usted, en sus tinieblas particulares, intransferibles, como un silencioso sniper, del otro lado. lo saludo.

Unknown dijo...

Para lo de hoy solo me resta limitarme a decir: muy bueno lo suyo!
Abrazos

Yoni Bigud dijo...

Ah, mi amigo, yo lo leo siempre. Sin falta, sin excepción y con una disciplina casi patológica. Mechado, eso sí, si me permite el exabrupto, con algo de Eduardo Mendoza, otro poco de Marechal y unas gotitas de Saer (solo en el modo novela). Pensé, en mi desmesurado optimismo dentro de esa apatía general a la que hacía referencia, que no hacía falta aclararlo, que usted sabía sin saber. Sepa que no voy a andar mandándole mails que, además de redundantes, acabarían siendo poco felices.

Creo con absoluta sinceridad que usted está para mucho más, y se nos regala de un modo conmovedor. Como esas putas que tan bien sabe pintar.

Le regalo el elogio porque de algún modo lo intuyo oportuno. Espero que sea suficiente.

Un saludo.

Yoni Bigud dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
J. Hundred dijo...

*bob harris! si venía usted con la pulsión, no diría yo la necesidad, de decirme que soy un pelotudo, le pido por favor que no se distraiga por una quizás involuntaria salpicadura de mi particular talento. podemos repetir alguna rutina, como aplicados comediantes. quiero decir, no se prive. un abrazo.

*yoni bigud! la frase me la dijo un rematado imbécil, pero siempre la recuerdo. la frase dice, más o menos, algo como ‘hasta un perro de la calle necesita que le acaricien la cabecita de vez en cuando’. eso muestra, la frase, quien me la dijo, que somos capaces de encontrar pedacitos de magia prácticamente en cualquier parte. puede que de eso se trate estar vivo. lo saludo con afecto.

*yoni bigud!

Mr. Kint dijo...

"flotar es fácil, y es una actividad que conviene practicar. Para el resto de la vida, digo" Flotar y fluir.
Pobre Manuel (que seguramente no se llamaba Manuel), seguramente no tenía una vieja como la mía que rompía las bolas con aquellos de si tus amigos se tiran a un pozo, vos también te tirás?
un abrazo

J. Hundred dijo...

*mr. kint! manuel yung se hunde, nos hundimos todos, cada uno a su particular manera. un abrazo.

Guillermo Altayrac dijo...

Jajaja. ¡Qué cruel que eres!
Me ha gustado mucho.

J. Hundred dijo...

*guillermo altayrac! pareciera, de pronto, que se ha comido usted un manual de castellano neutro, con papas españolas. vaya, broder, pana, buey, eres un tío muy majo. yo le agradezco, y lo saludo de multicultural manera.

Guillermo Altayrac dijo...

¡Eres muy amable!