–Me tenés que acompañar –me dijo Gabriel.
Éramos amigos desde siempre, desde toda la vida, desde donde
valía la pena recordar. Habíamos ido juntos a la secundaria. Ya estábamos
grandes, él, y también yo. La vida no se había ensañado de particular manera
con nosotros, pero nos había pasado por encima, como a todo el mundo. Algo de
la celeste misericordia nos había permitido, a cada uno por su lado, esquivar
devastadoras tragedias, caídas de aviones, terminales enfermedades, esas
cuestiones. Pero la sumatoria de ínfimos y cotidianos fracasos, como un
aplicado escultor con metódico cincel, iba logrando el similar efecto de
dejarte estupefacto, vacío, demasiado cerca de la lona como para poder sentir
de unívoca manera, con absoluta claridad, el olor a pata de la derrota. Tristes
también, sin alma.
Divorciado, Gabriel, una hija adolescente se negaba a verle
la cara. Detestado por su ex mujer, y por sus dos hermanos que lo acusaban de
haber sido, de niño, una carga, y de adulto, un problema para la familia. Poco
afecto al trabajo desde siempre, consideraba, el hecho de trabajar, un absurdo
teórico, un defecto de carácter. Perder el tiempo para conseguir dinero sólo
para veinte o treinta años después descubrir que habías conseguido algo de
dinero, pero ya no tenías tiempo. La más perversa y evidente de todas las
trampas, y aún así, dotada de una pasmosa eficacia. Como la gambeta de Mané
Garrincha, que hacía siempre la misma, amagaba hacia adentro, y luego
desbordaba. El defensor sabía con toda claridad lo que Garrincha iba a hacer.
Lo sabía, pero no podía evitarlo. Garrincha pasaba.
Así había vivido, Gabriel, a los trompicones, haciendo
guantes con la vida que le había dejado tatuado el jab de izquierda en la cara.
Y ahora se había venido grande, y necesitaba dinero. Quería
hacerle un regalo, el mejor regalo, a su hija Natalia, para el cumpleaños de
quince. Quería entrar a la fiesta siendo otro, impecable, perfecto, con un
reloj Cartier que había visto una vez en una vidriera, y zapatos italianos.
Quería entrar, bailar con su hija el vals, decirle ‘perdón’ al oído, y
desaparecer para siempre. Irse a vivir a Buzios, o a Bahía, comprar una casita
y vivir junto al mar.
Pero para ser otro, la mejor manera de ser otro, es con
guita. Eso cualquiera lo sabe.
–Me tenés que acompañar, Juan –dijo Gabriel–. Vamos al
casino de Miramar este fin de semana. Tengo un método, un infalible método que
me llevó tres años de trabajo. Voy a saltar la banca.
Olvidé decir que Gabriel fue siempre considerado un
matemático loco. Desde chico, tenía una particular habilidad para los números.
Le habían hecho un test para medirle el coeficiente una vez, y había dado que
su mente era una extraña combinación de Euclides, Newton, Gauss, y Euler. Algo
nunca visto. Resolvía teoremas en el pizarrón mientras la profesora, siguiendo
el desarrollo con un índice en el libro, se babeaba. Hacíamos apuestas, y
él multiplicaba tres números de nueve
cifras en el aire, y acertaba siempre. después los dividía o los volvía a
multiplicar, les calculaba el logaritmo, la raíz cuadrada. Dio clases en
Exactas durante algún tiempo, después de recibirse de licenciado en
matemáticas, hasta que se aburrió. En realidad enloqueció, decía que Einstein
se había equivocado y que él tenía la refutación de la teoría de la relatividad,
la envió a la Asociación de Matemáticos y Físicos de Zurich. Después Martita se
cansó de él y lo dejó. Gabriel se deprimió, iba al parque a darle de comer a
las palomas, dijo que había inventado un juego de mesa, mezcla de ajedrez y backgammon,
que cambiaría la industria del entretenimiento para siempre. Quiso ir a vender
la licencia de su juego a Singapur, y lo detuvieron cuando se bajó del avión
con tres cigarrillos de marihuana. Estuvo preso allá, creyeron que era un
narcotraficante, lo torturaron. En fin.
Me explicó Gabriel, su método. Sólo puedo decir que
revolucionaba la teoría de las probabilidades, que era absolutamente infalible,
y que no entendí casi nada.
Nos fuimos, el viernes, al departamentito que me dejó mi
abuela en Miramar. Siete de diciembre. Gabriel me dijo que solamente necesitaba
dos noches, ni siquiera tres, para volver con una fortuna. Dos noches, me dijo, tres horas cada noche.
Dos horas de precalentamiento, la parte más importante, mirando una mesa,
estudiando la caída de la ruleta, memorizando los números que iban saliendo, estableciendo
patrones, haciendo cálculos en su prodigiosa mente. Y después sí, iba a hacer
entre cinco y diez plenos seguidos. En realidad menos de diez, para no forzar
las matemáticas leyes que rigen nuestro precario universo, eso dijo. Diez lucas
por pleno, lo había chequeado y era la apuesta máxima.
–Trescientos sesenta lucas, por cinco, hacé la cuenta –me
dijo Gabriel–. Al día siguiente lo mismo, y nos volvemos.
–Quedate tranquilo, vos sos un amigo –dijo también, me vio
la cara–. Ya pedí las diez lucas prestadas, a mi vieja. Pobre vieja, ya está
grande. tiene el departamentito hipotecado, la están por desalojar. La hice
empeñar las joyas de su casamiento. Pero yo lo arreglo.
Según los números de Gabriel, si no estaba muy inspirado,
volvía con seiscientos mil dólares. Pero podía ser más, había que verlo en el
momento.
–Táctica es sobre el terreno –dijo Gabriel–. Pero tengo el
método. Jamás estuve tan seguro de algo en mi vida. Voy a ir al cumpleaños de
Natalia con el mejor regalo, le voy a dejar algo de guita a mi vieja, y después
voy a desaparecer para siempre.
Gabriel era mi mejor amigo, así que me pedí el viernes en el
laburo. Fuimos.
Entramos al casino a las ocho de la noche. No quiso ir a
cenar, Gabriel, dijo que necesitaba estar con el estómago vacío, la mente
despierta.
Entramos, había pocas mesas habilitadas. Miró las patas de
las mesas, las caras de los croupiers, se puso en cuatro patas y metió por un
instante la nariz en la alfombra. Luego estudió con un dedo ensalivado primero,
y la llama de un encendedor después, para identificar posibles corrientes de
aire. Eligió una mesa. Se paró a un costado, las manos cruzadas a la espalda.
–No me hables, por dos horas no me hables –dijo. Así que fui
a fumar, a dar una vuelta, me senté en unos silloncitos de pana que alguna vez
debieron haber sido elegantes. Se me acercó una desvencijada puta que dijo que
no tenía problemas en coger conmigo y con Gabriel a cambio de un plato de
comida caliente, y que la dejáramos dormir (y bañarse) en el hotel, con
nosotros. Le dije que después veíamos.
Me acerqué a la mesa. A las dos horas y pico. Gabriel sacó
del bolsillo las dos fichas que le habían dado en la caja y pidió que le
dieran, en la mesa, fichas de mil pesos.
Éramos pocos. Un matrimonio de jubilados, la puta, dos tipos
con pinta de ser policías de civil, y otro par que parecían ser de la zona, de
trabajar en la construcción y haber decidido pegarse una vuelta por el casino
de puro aburridos nomás.
Gabriel miraba la mesa, miraba y murmuraba como si estuviera
rezando. Números, eso era lo que murmuraba, progresiones de números, hacía
cálculos en el aire, repasaba.
De pronto, cuando el croupier dijo ‘no va máaas…’, y por
sobre la frase, porque parte del método consistía en efectuar la apuesta cuando
la bolita estuviera fuera del contacto
de la mano del croupier. Justo entonces, Gabriel agarró las diez fichas
rectangulares, y las puso sobre el 27.
Se hizo silencio. Cinematográfico momento de diez o quince
segundos de duración. Hasta un policía de uniforme y un mozo del bar se
acercaron a ver la jugada. La mesa casi vacía, y el 27 coronado de fichas
turquesas. Gabriel miraba la mesa pero miraba mucho más allá de la mesa, su
mirada llegaba al centro de la tierra. Le había agarrado un tic que le hacía
parpadear mucho un ojo, como si le temblara.
–Negro el cuatro –dijo el croupier.
A la hora, en el club
de pescadores. Gabriel apenas había mordisqueado su milanesa. Yo había
terminado mi bife, mojé un pedazo de pan en la salsita de las papas al horno, me
serví lo que quedaba del vino.
–No sé qué pudo haber fallado –dije, por decir algo–. Lo que
me explicaste era infalible. Quizás alguien se apoyó sobre la mesa justo en el
momento de tirar, y se descalibró algo. Quizás abrieron una ventana.
No me respondió. Pagué la cuenta. Volvimos al departamento
caminando muy despacio, fumando.
–Tenés que pensar en algo para hacer con las matemáticas –le
dije con la intención de animarlo–. Podés volver a dar clases, o escribir
teoremas, o laburar en una compañía de seguros. Diseñar algoritmos. Lo tuyo
fueron los números desde siempre. Sos un genio, todos los que te conocen lo
saben.
–Y sé cocinar bastante bien –dijo Gabriel–. Si consigo algo
de capital podría poner una rotisería. Acá mismo, se debe hacer buena guita
durante la temporada.
6 comentarios:
Impecable tratado sobre gran parte de la naturaleza humana, y con el bonus track que parte fue narrada al mejor estilo Yoda.
A Gabriel lo conozco en mi caso se llama Oscar.
A veces hay talento, toneladas de talento e inteligencia sin una pizca de de voluntad, realismo, viveza, ambición o como quiera que se llame lo necesario para trocar eso en riquezas.
Que formidable imagen esa de que la vida nos haya dejado demasiado cerca de la lona como para poder sentir de unívoca manera, con absoluta claridad, el olor a pata de la derrota. Tiene su particular marca, ese humor cruel que usted muestra cada tanto. Por estas cosas sigo volviendo a leerlo. Un gran relato, Hundred. Saludos.
Pasaba a señalar lo magnífica de la misma imagen que mencionó el Sr Viejex y me doy cuenta que hasta para eso tengo cuento con una pavorosa falta de originalidad.
En fin, una sinfonía de particulares metáforas su relato. Muy bueno.
En fin, siempre queda Asaltar la banca, esas sí que serían las últimas fichas.
Un saludo para usted.
las dos caras de la moneda, el hombre simple y el seudo genio incomprendido, que fácilmente se aburre de aquello que le es fácil y busca la tranquilidad de la distancia y el mar. me gusta el final. que el método falle y que la realidad irrumpa como una milanesa a medio comer
*anónimo! uh.
*bob harris! a pesar de tales o cuales características cuya obviedad suele rozar la desmesura, a veces uno ni siquiera sabe cuál es la riqueza. hasta que la pierde, of course, hasta que la añora.
*viejex! por lo general, soy genial. después tengo momentos donde mejoro. desde ya, lo que me sucede, lo que me pasa, no tiene nada que ver con que usted venga o deje de venir. como los terremotos y las catástrofes aéreas, ser genial es algo que me ocurre, ajeno a mi voluntad.
*mr. kint! yo hubiera jurado que usted iba a preferir lo de la vida y el jab de izquierda en la cara. y respecto a asaltar la banca, se me da por pensar, que tal vez una de las diferencias entre la vida y el cine, es que en la vida, muchas veces ‘la heroica’, consiste en no hacer un pomo. no hacer nada de nada. lo saludo.
*miguel quinteros! yo, durante muchos años, he sido un seudo genio incomprendido. luego me volví un boludo más o menos común y corriente. debo reconocer, muy a mi pesar, que el cambio tiene sus ventajas. me gustó lo de la milanesa a medio comer, lo saludo.
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