20.1.19

Desayuno en Imperio


Hace poco pasé una noche por ‘Imperio’. Canning y Corrientes, claro, Villa Crespo 90210. Eran como las doce de la noche. Paré el auto en cualquier lado y bajé a comer un par de porciones de pizza. El lugar me trae recuerdos de la adolescencia, me dieron ganas.
Mientras esperaba que me sirvieran me acordé una cosa, una anécdota vivida allí, llamalo como quieras. Una de tantas.
Era joven, no tenía ni veinte años, volvía de bailar. De Cinema, que era el sitio donde antiguamente, pero más antiguamente, había estado el cine Atalaya.
Me había ido mal, como de costumbre. Yo era feo de chiquito, desde siempre, no tenía flequillo y me vestía como podía porque en casa no había dinero para esas boludeces. Era tímido, además, me ponía colorado, transpiraba.
Conclusión, tomaba como un forajido alcohol de bajísima calidad, para darme ánimo. Iba con mis amigos a bailar pero yo no quería bailar, quería estar con una chica, reírme, sentirme querido. Y coger, desde ya, coger era una pulsión indomitable. Bueno, pero no me salía nada, nada de lo que yo quería, así estaban las cosas. Lo único que quedaba era esperar al siguiente sábado para volverlo a intentar. Repetir el experimento y esperar un resultado diferente. Locura, diría Einstein (pero Einstein no iba a bailar a Cinema).
Sigo. Me fui del boliche, debían ser las cinco de la mañana. Me encontré con mi amigo D. antes de salir. Le dije que me iba, me dijo que se venía conmigo.
Raro, que D. se viniera, porque a él le iba bárbaro con las minas. Siempre estaba en los reservados, metiendo las manos por debajo de una pollerita, riéndose, con su peinado con gel y sus camisas con algún bordado sobre el cuello (eran la última moda).
Pero D. me dijo que se venía conmigo, quería charlar de algo, de cualquier cosa. D. siempre me consultaba sobre sus planes de cómo pensaba hacerse millonario. Yo lo escuchaba, asentía, mientras no podía dejar de pensar qué carajo tenía que hacer, yo. No, no para ser millonario, para poder tocar una teta. Porque yo no tenía la más puta idea de cómo iba a hacer para tener guita, pero tampoco sabía cómo hacer para coger antes que me estallaran los huevos por el aire. Así era mi complicada vida.
–Qué hacemos –dijo D.
–Vamos a Imperio –dije yo.
–Sí, vamos –D. saludó a una piba, le dio un beso en la boca mientras la chica intentaba retenerlo de un brazo para que no se fuera–. Estoy muerto de hambre.
Caminamos las siete cuadras, hacía un frío del carajo. Llegamos a Imperio, apenas iluminado. Dos o tres mesas ocupadas, algún viejo desayunando. Un perro atado afuera a un poste de luz, ladrando con angustia y método.
Sacamos ticket, pedimos nuestras porciones de pizza en la barra. Y una cerveza de litro. Estaba Angelito, todavía. Nos saludó, nos conocía.
–Pará –dijo D. –. Teneme un minuto.
Se sacó la campera y me la pasó. Fue hacia el salón. Tomó carrera.
Dio un salto. Y le dio una furibunda trompada a un viejo que estaba sentado, de espaldas.
El viejo salió despedido hacia adelante, se cayó de la silla. Se le rompió la taza de café con leche que tenía en la mano. Se le cayeron los lentes, también. Quedó, el hombre, aturdido, desparramado en el piso entre las mesas y las hojas del diario. Le sangraba el rostro.
–¡Hijo de puta! –Gritaba D. señalándolo con un dedo– ¡Vos cagaste a mi viejo, mierda!
–¿Eh?
–Pará, flaco, qué hacés. –Un mozo ayudó a levantar al hombre, que todavía permanecía aturdido por el golpe. Mareado, sentado entre las mesas, intentaba rearmar sus anteojos.
–¡Vos cagaste a mi viejo, hijo de puta! –Daba saltitos, D., preparándose para volver a atacar. Le salía espuma de la boca.
Entró el pibe que repartía diarios a ver qué pasaba. Una señora que esperaba el colectivo, se asomó detrás del vidrio y se puso a llorar.
–¡Bueno, se van de acá! ¡Se van ya! –Angelito había salido de atrás del mostrador, cuchillo en mano– ¡Tomenselás!
Nos fuimos. Tuve que darle un par de empujones a D. para que me siguiera.
–Vámonos, boludo. Que van a llamar a la policía.
Nos fuimos por Corrientes, corriendo. Paramos al llegar a Serrano. Le devolví la campera, se la puso.
–¿Me podés decir qué carajo pasa? –Le pregunté– ¿El tipo robó a tu viejo?
–Mirá –dijo D. –, el tipo era parecido a uno que nos cagó con unos cheques, la verdad que no estoy seguro. Pero no me vas a decir que no estuvo buenísimo. ¿Viste cómo se le voló todo a la mierda? Ese no caga más a nadie.

3 comentarios:

Frodo dijo...

Es la zona del Villa Crespo Marechaliano, digna de buenas historias.
Einstein probablemente estaba en el café Einstein jugando a los dados y viendo a Sumo.

Abrazo!

José A. García dijo...

Al menos pudieron hablar.

Saludos,

J.

J. Hundred dijo...

*frodo! en lo hondo no hay raíces, hay lo arrancado, decía un poema de hugo mujica y lo había puesto una chica en su página y a mí eso me provocaba algo parecido a la esperanza. no, ya sé, no tiene nada que ver, pero su comentario tampoco es gran cosa. lo abrazo.

*josé a. garcía! sí, pero en esa época, y creo que ahora sería bastante parecido, nadie tenía demasiado para decir. lo importante es lo que conté. lo saludo.