Pero el hombre sabe que le quedan treinta y siete días de vida. Y el hombre, con una mucho mayor intensidad que cuando la hipótesis discurre precisamente en el plano teórico, tiene que enfrentar el trillado dilema de decidir cómo vivirá los últimos días de su vida, vivir cada día de su vida como si fuera el último día de su vida, cosa que ha pasado a tener rango de certeza además de tremendamente inquietante.
Y el hombre que debe vivir cada día de su vida como si fuera el último día de su vida decide lavarse los dientes y caminar un poco por el parque, decide tomar un café y mirar por la ventana de un bar cualquiera de un barrio cualquiera la ciudad por la que anduvo siempre, decide acariciar a un perro en la calle y recordar a esa mujer cuando sonreía o cuando se acomodaba un mechón de su fantástico cabello detrás de una oreja, decide leer un cuento y cenar con un par de amigos, decide tomar un whisky antes de medianoche cuando la ciudad se apaga. Decide vivir cada día como un día normal.
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