Camino por la calle, voy hacia alguna parte. Si vivís en una ciudad, si sos un occidental adulto más o menos civilizado y vivís en una ciudad, bueno, por lo general caminás por la calle, por lo general vas a alguna parte. Es lo que podríamos decir, parte de tu cotidianeidad. Rutina.
Entonces
veo algo.
La
verdad que no hay que ver nada, por la sencilla razón que no hay nada para ver.
Si levantás la vista no vas a ver mucho más que enloquecidos rostros, presos
del espanto y el más puro estupor. Todo el mundo apurado, todo el mundo tiene
algo tremendamente importante para hacer, aunque si los pararas de a uno y les
preguntaras por qué, por qué hacen lo que hacen, o para qué. En el 97% de los
caso no sabrían qué responder.
Lo
que vi fue a un hombre, bastante mayor, más de setenta años, seguro. Una boina
escocesa, gruesos lentes, de esos que dejan los ojitos chiquititos, casi
traslúcidos, bien atrás, como medio metro atrás de la cara. Una de las patillas de los anteojos pegada con cinta scotch. El hombre tenía un bastón, también. Mal
afeitado, con medias y una especie de pantuflas, como si hubiera bajado a la
calle a comprar un remedio, o pan. Casi te diría que tenía puesto el pantalón
del pijamas, y en la parte de arriba una camiseta, y un pulóver. Tenía un
ínfimo y repetitivo movimiento de cabeza, lateral. Lucía algo confundido,
inestable.
Estaba
parado, el hombre, frente a la vidriera de una veterinaria. Miraba, con
fascinación, una jaula con pajaritos.
Me
detuve, lo miré. El hombre seguía con los ojos el movimiento de uno de los
pajaritos en particular, quizás era un gorrión, la verdad no sé, no entiendo un
pomo de pájaros. Parecía, el hombre, sonreír, apenas, para después murmurar
algo, como si le estuviera hablando al pajarito, o quizás, me pareció, cantaba
una canción.
Me
enternecí, me quebré. Quizás el hombre recordaba alguna escena de su niñez, en
un alejado pueblito de su provincia natal, una infancia donde los gorriones
cantaban en los árboles mientras él juntaba ciruelas o naranjas para que su
madre preparara mermelada. El hombre soñaba con los ojos abiertos, llevado por pajarito
de inflamado pecho, recordaba alguna lluvia donde fue feliz, el olor de la tierra
mojada, los ladridos de su perro.
Entré
a la veterinaria, fue un impulso. Me atendió un muchacho con los dos dientes
delanteros el triple de grandes de lo normal, como si fuera un descendiente de
un roedor o un marsupial. Aburrido hasta el cansancio que todo el mundo entrara
a preguntar por los cachorritos, pero después nadie compraba nada.
Compré
el pajarito. Sí, lo compro, lo llevo, envolvemeló, no, es un chiste. Sí, te
compro también, para llevarlo, una pequeña jaula.
Pagué,
salí.
–Tome
–le dije al hombre que todavía seguía ahí. Se sorprendió. Me miró, retrocedió
medio paso, se rascó la barba–. Es para usted.
Sostuve
la jaula en alto, frente a su acuosa mirada. Me pareció que lagrimeaba un poco,
emocionado, no se lo esperaba.
Tomó
la jaula, con las dos manos. Enganchó el bastón debajo de una axila.
–Gracias
–dijo, en un hilo de voz–. Gracias.
Corrió
la traba de la metálica puertita, con cuidado, con mucho cuidado, metió la
mano. Ahí entendí, el hombre deseaba liberar al ave, ver al pájaro elevarse en
el cielo, recordar aquella sensación, la infancia perdida. Había una canción,
una canción que yo había escuchado hacía muchísimo tiempo, ‘niñez extraviada’.
Sacó
el pajarito y lo sostuvo, con ternura, en una mano. Ya casi estaba llorando yo
también. En un mundo tan horrendo quedaban todavía pinceladas de belleza,
cuando se lo contara a la noche a Moni.
Puso
una mano sobre la cabeza del pajarito. Una bendición, una caricia de
despedida.
Hizo
un movimiento, giró ambas manos, en sentido contrario, el movimiento que uno
haría para abrir un frasco de mayonesa.
Crac.
Tiró
un poco, y le arrancó la cabeza, al pajarito, su ojito lateral me miró de la
manera más extraña.
–Mi
tío los hacía a la cacerola –se lo guardó, el cuerpo, el pajarito, en un
bolsillo del pantalón–. Con papitas, cebollas, zanahorias y morrones. Una
delicia.
7 comentarios:
Usted tiene la habilidad de frecuentemente -hasta hoy invariablemente, debería decir- sorprenderme con los desenlaces, pero esta vez imaginé el final y acerté. No sé si alegrarme porque estoy empezando a imaginar las cosas como usted lo hace o preocuparme sinceramente.
Le dejo un respetuoso saludo.
P/D: "Niñez extraviada" (Misplaced childhood)era el título de un álbum del grupo inglés Marillion, ¿puede ser eso lo que usted recordaba?
Este no me gustó tanto Hundred... igual, ni usted escribe para mi (quiza si tuviese tetas mas lindas si), ni yo soy critico de la obra de Hundred. Mas bien, sabe que?... creo que usted sabe que es realmente bueno en esto, y lo sabe bien. Tan bien lo sabe que le da miedo, hasta diria que es medio cagón Hundred y por eso se manda cada tanto un cuento como estos, para despistar. Porque en el fondo sabe que si escribe igual de bien que casi siempre, lo van a matar como a John Lennon. Me gusta mucho como escribe (casi siempre) Hundred... lo que no me gusta es que sea tan cagon.
*viejex! existe la posibilidad, tengo la sensación, bueno, que yo, por decirlo de algún modo, ya no soy el que era. aunque, para ser honesto con usted, vengo sintiendo lo mismo desde que tenía once años. ah, y sí, el tema es el que usted menciona, del grupo que usted menciona. en medio de tanto desencuentro, algo es algo. lo saludo.
*alejandro baradit! lamento sus palabras. pero también lamento el hambre en etiopía, los terremotos, las catástrofes aéreas, el café con leche tibio, todas las chicas que no quisieron bailar lento conmigo en sexto grado. póngase cómodo, quiero decir, en el vasto mar de todo lo que lamento, sobra lugar.
Demasiado largo para ser tan predecible.
malísimo!
*anónimo! que nos vaya bien a todos.
*anónimo! como dijera zitarrosa: y tu recuerdo, permanecido, me está diciendo, me está diciendo, que no hay olvido.
Al fin y al cabo era un buen recuerdo de la niñez.....no el que inspiraría a Claudio Maria Dominguez pero el viejo se conmovió. Abrazo!
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