30.3.25

Mirá Cecilia


Mirá Cecilia, si querés que él vuelva tenés que comprar un kilo de tomatitos cherry y hacer una cruz. Una cruz de tomatitos cherry perfectamente alineados. Sobre el piso, debajo de la cama, del lado de él, donde solía acostarse. Tenés que hacer una cruz de tomatitos cherry y dejarla, la cruz, sin tocar, por lo menos una semana. Avisale a la señora de la limpieza.
Si querés que él vuelva tenés que conseguir un sapo, un sapo adulto machazo, de los grandes, ponerlo en una olla y hervirlo. Hervirlo un rato, cinco o diez minutos, sin llegar a matarlo. El sapo está casi muerto pero no está muerto, vive todavía, te vas a dar cuenta que vive. Entonces apagás el fuego y lo sacás, al sapo, con un repasador. Lo sostenés en alto frente a vos, como si te mirara a vos, cara a cara por decirlo de algún modo. Y lo apretás, al sapo, de la panza, con las dos manos y con todas tus fuerzas. El sapo va a largar una escupida, una terrible escupida que es de un verde muy claro, como un ácido. Es importante que esa escupida te de en el rostro o en las tetas. Soltás al sapo y te masajeás esa escupida por la cara, por el pecho, por los brazos. Y esperás que tu piel absorba todo el líquido.
Si querés que él vuelva tenés que prender una vela roja una vela verde y una vela negra, arriba de cada artículo de tu domicilio que tenga enchufe. Sí, tres velas arriba de la heladera y sí, tres velas arriba del lavarropa, y sí claro que sí, tres velas arriba de cada televisor. Si tenés microondas también, si tenés una computadora también. Prendés el grupo de tres velas sobre cada artículo de tu domicilio para cuyo funcionamiento deba ser enchufado y esperás que las velas se consuman por completo. Si alguna se apaga por cualquier motivo, la volvés a encender. Lo tenés que hacer de noche, depués de las doce de la noche.
O también podés no hacer absolutamente nada, limitarte a esperar mientras seguís siendo como sos. Igual no creo que vuelva, vos tampoco vas a cambiar, quién te aguanta.

20.3.25

Mismo barco


El doctor miraba los estudios y arrugaba la frente. Dio vuelta una página, levantó la vista y me miró. Negó casi de manera imperceptible con la cabeza (no sé con qué querés que niegue, ¿con la poronga?), luchó por contener el gesto.
El consultorio era deprimente. Un talonario de recetas sobre el metálico escritorio de un descascarado verde. Había una computadora también, una pc de escritorio con un remolino de cables colgando, el monitor debía tener diez años o más.
Detrás de su silla había una pequeña biblioteca de pino con libros, los lomos deteriorados, se mezclaban temas médicos con ‘Los Hollister’, y títulos de la colección ‘Bomba’.
El diploma, presumiblemente su diploma, colgaba de un oxidado clavo.
–Mire –dijo, se sacó los lentes y por un instante se oprimió los globos oculares con los dedos índice y pulgar de una mano. Suspiró–. La verdad que no me gusta nada de lo que veo. Me atrevería a decirle que la totalidad de sus análisis no son buenos. Colesterol, azúcar, ácido úrico, glóbulos blancos. Todo, todo no está bien. Los indicadores que debieran estar altos están bajos, y los indicadores que debieran estar bajos están altos. Para resumir y sin deseos de alarmarlo, su estado no es bueno. Como le dije, no me gusta lo que veo.
–No se haga problema, doctor –dije–. Yo hace años que no me soporto.

10.3.25

Alien


Si voy a comprar zapatillas, ponele que necesito zapatillas, las zapatillas que me traen para probar me queda grandes o me quedan chicas. Las zapatillas siempre son medio número más o medio número menos. Mi número no existe, no hay.
Si compro un pantalón que me queda bien de ancho me queda mal de largo y al revés, y al revés todas las veces que sea necesario.
Si voy a un bar y pido un café con una medialuna de grasa me traen un cortado con una medialuna de manteca. Si quiero agua con gas me traen sin gas. Si pido dos porciones de fugazzeta me traen napolitana.
Si conozco una mujer inteligente, una mujer con la que puedo conversar y tomar un café, es una intocable porcina con un flujo vaginal capaz de quemar una baldosa del parquet. Si conozco una mujer que coge con entusiasmo, que tiene un culo corto más que apetitoso para ponerla en cuatro patas y empujar un rato bueno, viene la piba además de con ese culo con un retraso evolutivo más que evidente, como si su desarrollo cerebral hubiese alcanzado hasta la condorito y a partir de ahí la nada misma.
Y así voy viviendo, en un mundo que se empeña en recordarme cada vez que puede que no es para mí.

28.2.25

Cotidiano


Moni entró a casa. Yo había llegado antes, me había bañado y me había puesto un short. Buenos Aires en Enero era el horror de estar vivo y no mucho más que eso.
Me había preparado un fernet con soda y unos daditos de queso. El televisor encendido en la National Geographic con el volumen bajito. Anochecía.
–No sabés lo que me pasó en la clínica –dijo Mónica. Y contó una historia de un paciente que había entrado con una herida de bala y cuando descubrió que los médicos habían dado aviso a la policía, era el protocolo, había intentado escaparse, medio desnudo, como en las películas.
–Increíble –dije yo.
Después Moni se cambió, se sirvió un vaso de jugo y me contó que se había reunido con Mariana. Mariana había quedado embarazada pero no le había contado nada a su novio. Finalmente, Mariana había decidido abortar, sin decir nada. Moni no estaba de acuerdo.
–Para mí es una decisión de los dos, ¿no te parece? –dijo Moni.
–No sé –dije–. Son situaciones.
Moni me dijo que iba a hacer arroz con pollo para la cena. Me dijo que había visto un auto precioso estacionado en la puerta de la clínica. Me dijo que le había encantado pero no sabía ni el nombre ni la marca.
–Los autos modernos vienen con todos los chiches –dije–. Son una computadora.
–¿No te interesa mucho lo que te cuento, no? –Me miraba, Moni, de pie, con los brazos cruzados.
–No –dije–. La verdad que no.
–¿Y se puede saber por qué estamos juntos, entonces? –Dijo y dijo un golpecito con el taco de un zapato sobre el parquet– ¿Eh?
–La verdad que no sé –dije–. Esperamos que pase alguna desgracia. La muerte o la cena. No sé, algo.

20.2.25

Modo avión


Es fácil, es muy fácil darse cuenta, es lo más fácil del mundo. Cuando ves una parejita en un bar cualquiera, si están por ir a coger o si, por decirlo de algún modo, vienen de coger. Si ya han cogido.
No, qué pelo mojado, el pelo mojado de la chota querido, no entendés. Estamos hablando de lo más profundo del ser humano, aquello que resulta la parte basal y constitutiva de su ser, aquello que lo habita.
Si están por coger, si dentro del plan en algún más o menos remoto después está el hecho de ir a coger, entonces el hombre habla. Gesticula, el masculino, mueve las manos, cuenta una historia. Se ríe o habla, ya lo dije, presta atención. A la mujer que tiene enfrente.
Si ya cogieron, si vienen de coger, si cogieron hace un rato o la noche anterior, entonces el hombre no habla. El hombre apenas toma un sorbo de café o mira por la ventana. Al hombre no le interesa en absoluto nada de lo que pudiera decirle la persona que tiene enfrente.
Ya que el hombre, su pulsión, su anhelo, aquello que lo ordena desde la dinámica de los fluidos, es ponerla. Es por eso que también resulta bien fácil darse cuenta cuando un hombre está en pareja y convive, cuando tiene a su disposición, se podría decir al ‘alcance de la mano’, la posibilidad de coger, de dar un escopetazo. Se le apaga la mirada, pierde el interés, deja de hablar más allá de lo necesario. Entra en modo avión.
Después de ponerla, después de coger, al hombre le importa técnicamente un pomo lo que suceda en el resto del planeta tierra. No quiere salvar a las ballenas ni saber si está por impactar contra la tierra un gigantesco meteorito. No le interesa al hombre el hambre en Etiopía ni si Estados Unidos está preparando una bomba nuclear hecha a base de pasta de maní. El hombre quiere un whisky o un cigarrillo o las dos cosas, poca luz, poco ruido.

10.2.25

No sé si te acordás


Te acordás cuando compartíamos un sándwich de milanesa con lechuga y tomate en pan francés, Villa Gesell, un sándwich que te secaba hasta el alma, y lo comíamos sentados en la calle dando un bocado cada uno, pasándonos el sándwich, una Fanta de litro a nuestros pies, todavía dormidos con el sol reventándonos la frente, y era el mejor almuerzo del mundo, el mejor almuerzo que podíamos imaginar. ¿Te acordás?
Te acordás cuando caminábamos por la playa de la mano jugando a chocar flanco contra flanco para volver a separarnos, para dar un tirón de un meñique o un pulgar y volver a chocar, la lluvia en el pelo, tus pequeños pies en el mar. ¿Te acordás?
Te acordás cuando nos mordía el deseo como un animal enfurecido y subíamos a una terraza y te apoyabas contra una pileta donde alguien se había olvidado una media de toalla de un desteñido rojo, y nuestras enloquecidas manos luchaban con elásticos y botones, y tus erizados pezones y mi mirada de loco y tus tobillos de reina. ¿Te acordás?
No llores, tonta. ¿Te acordás?

30.1.25

Parece cortesía


Voy a la parada del colectivo, elijo una parada de colectivo al azar. Es la parada del 109, no conozco muy bien el recorrido, no sé adónde va. Me paro en la parada hasta que viene el colectivo. Hay gente detrás mío, es lo normal.
–Adelante, pase –me aparto un poco–. Suba por favor –y no subo, me quedo en la calle. El colectivo espera unos tres segundos más y se va. Repito la maniobra con el siguiente colectivo, y me voy a tomar un café por ahí.
Voy a un negocio del barrio, una fiambrería.
–Necesito medio kilo de dulce de membrillo –digo, pero justo entra una señora–. Atienda, atienda a la señora, no hay problema.
La señora me agradece y comienza su compra, yo miro mi teléfono celular y me retiro como si hubiera recordado algo, algo importante que debo hacer, alguien que me espera en algún lugar.
La práctica, el proceso con tanta precariedad descripto, lo ejecuto con algunas insignificantes variantes al menos una vez por semana, sin falta.
Es que a mí me dejaron mucho, me dejaron siempre, me dejaron desde que puedo recordar. Y por esas caprichosas piruetas de la vida me ha tocado ver, enterarme, de cómo les fue casi invariablemente, a todas esas maravillosas chicas que me dejaron. Esas chicas que tenían prodigiosos planes, un fantástico potencial.
Es algo no demasiado elaborado, no requiere de complicadas argumentaciones ni pulidos razonamientos, tiene la contundencia de lo fáctico. Una de las cosas que mejor me ha hecho, en la vida, es dejarte pasar.