De chiquito, cuando tenía once años, nadie me quiso abrazar. Ya está, es eso nada más. Yo tenía once años, iba a algún cumpleaños de alguien del colegio, y cuando ponían los lentos yo iba como podía y sacaba a bailar a una chica, después a otra, después a otra más.
Y me decían que no, todas me decían que no, de ninguna manera, no había la más mínima posibilidad. Tenía la frente muy amplia, lo admito, ojeroso, narigón, una carita de loco, una desesperación que me masticaba el alma porque yo veía que el mundo estaba ahí, el árbol de la vida lleno de frutos y fragancias pero no había ni un durazno para mí. Nada, algo que venía dado y contra lo cual no se podía luchar.
Acá viene lo gracioso, lo divertido, quizás lo original. No maté esa sensación, ese dolor, esa tristeza de saber que nadie me quería abrazar. En lugar de volverme campeón de algo, pianista o un asesino serial, simplemente dejé que ese dolor habitase dentro de mí, lo dejé estar.
Se ve que pasa el tiempo y el dolor, como cualquier otro organismo vivo, va mutando, se transforma en otra cosa. Así como por la contraria, una chica que fue demasiado linda demasiado pronto se pone fea, se arruina. El cine está lleno de ejemplos así. La macaulayculkinización de la vida, podríamos decir.
El dolor segregó algo, una indefinible sustancia, una desesperada alegría sin la más mínima causa, algo que flota y canta su irresistible canción. Sin explicación ni motivo, ajeno a mi voluntad.