20.5.25

Yo sabía


Estaba desesperado, esa es la verdad. Desesperado como Woody Allen en ‘Hannah y sus hermanas’ creo, donde el tipo sale a buscar el sentido de la vida y va a ver a un cura, a los panteras negras, a sabios, a los hare krishnas, y así. Y cuando uno lo ve en la película es gracioso, muy gracioso, pero cuando te pasa a vos ya no es tan gracioso.
Estaba triste y estaba solo y sentía que la vida no tenía sentido, que me habían mentido y me habían dicho que me preparara para algo que al final no ocurría nunca y lo que sí ocurría era que había descubierto que se había hecho tarde para todo y listo. Si yo fuera el Puma Rodríguez hubiera dicho ‘agarrensé de las manos’ pero no, no soy el Puma Rodríguez así que no dije nada.
Así que probé con el karate y la natación y estudiar coaching boliviano y jugar al backgammon y hacer un curso de teatro pero cada vez estaba peor. Se había cortado el piolín que le daba sentido a las cosas y yo no sabía cómo hacer para seguir. Dormía mal, me levantaba peor. El café con leche se ponía tibio en cualquier bar y yo apenas daba un sorbo, mordisqueaba una tostada mal untada, sin convicción, con mermelada berreta de esa que te dan en unos cuadraditos minúsculos con tapita de metal tipo muestra gratis. Miraba los desteñidos colores de esas mermeladas absurdas y me daban una ganas de largarme a llorar como un chico.
Alguien me habló de la meditación trascendental, que la meditación trascendental le había cambiado la vida. Era la escuela del Maharishi, el peludo que se había hecho famoso en la época de los Beatles. La meditación trascendental te cambiaba la vida, te volvías a reír. ‘Ves la vida en colores’ me dijo la chica que me recomendó, justamente, hacer meditación trascendental, y me dio un número de teléfono. La chica no tenía ganas de coger, no, pero sí de darme el número de teléfono para que hiciera meditación trascendental. Cosas que pasan.
Llamé, pedí una entrevista, fui. Me citaron un domingo a la mañana. Era por Olivos, una callecita cerca del río, una casa divina con un precioso jardín donde me di cuenta que no era capaz de reconocer las más elementales variedades de flores.
Me atendió un señor bastante flaco de unos sesenta años, canoso, peinado con raya al costado, traje, sin corbata, afable, correcto.
Le conté mi vida, me sorprendió ver que podía contar mi vida en no más de diez minutos, mis frustraciones, mis angustias, la falta de sentido que me estrujaba el corazón como un pomelo.
La hago corta. El señor, el señor V. me explicó las virtudes de la meditación trascendental. Me explicó que era una técnica, un pasaje para llegar a la felicidad suprema. Había que sentarse quince o veinte minutos, dos veces por día. No hacer nada, respirar, repetir una palabra, un mantra que el propio V. me proveería. Y listo. Sentarse veinte minutos, repetir la palabra, apagar el monitor de la mente que era la verdadera causa de todas las tristezas. Pasar a otro nivel, cambiar de pantalla en el jueguito de la vida.
Me explicó que tenía que asistir el próximo domingo, llevar un pañuelo de color verde y una fruta para el rito de iniciación, y me darían mi palabra. Porque cada persona tenía una palabra, una palabra que le pertenecía y lo llevaría de la mano por el camino de la meditación, de la meditación trascendental. Tenía que traer trescientos dólares también, era el costo del entrenamiento para que la fundación pudiera seguir esparciendo la técnica de meditación trascendental por el mundo. Siendo un occidental civilizado no veía ningún inconveniente en ese punto.
Le dije que no iba a volver. Que le agradecía su tiempo pero no iba a volver. Me ofrecí a pagar los trescientos dólares también, ahí mismo. V. se mostró un poco sorprendido, no era la reacción habitual. Lo normal era que la gente quisiera la palabra, la forma de llegar a Dios o la conciencia absoluta o lo que fuera pero pidiendo descuento. Supongo que querían llegar a Dios de la manera más económica posible, llegar a Dios en clase turista. No te digo en primera, pero a mí me gustaría llegar a Dios aunque sea en business.
Le dije que yo sabía cuál era mi palabra. Le dije que entendía, después de haber conversado con él, entendía perfectamente en qué consistía la meditación trascendental. Le dije, porque lo vi negar con la cabeza, que yo sabía cuál era la palabra que me correspondía desde siempre, y cuando se la dijera entonces él comprendería que yo sabía de meditación trascendental como si el Maharishi mismo me hubiera hablado en sueños, como si yo tuviera destino de iluminado también, aunque no supiera todavía con exactitud en qué consistía mi misión sobre la faz de la tierra.
La palabra que me correspondía, mi palabra, era ‘pedazodepelotudo’.

4 comentarios:

Anónimo dijo...


La sabiduría elige siempre el camino más simple. La síntesis perfecta entre la palabra y la interpretación.

J. Hundred dijo...

*anónimo! nunca me acuerdo si fue carlitos balá o pepe biondi el que decía ‘saludos a cualquiera de parte de nadie’. así que saludos eh.

Frodo dijo...

Me imaginé que venías a mí
Me equivoqué pues te fuiste de aquí...
Yo sabía.

Así empezaban los Decadentes su galáctica discografía

J. Hundred dijo...

*frodo! bien por los decadentes, merecen haberla pasado lindo. y cuando uno ve al cucho recuerda al filósofo finisecular david lebón, aquello de ‘el tiempo es veloz’. saludos.