–Hay que sacarla –dijo el dentista.
Odio a los dentistas. Por haber elegido una profesión donde hay que meterle las manos en la boca a la gente, una profesión que requiere un grado de intimidad aún mayor que el de la prostitución misma, los odio porque de chico la pasé remal cada vez que tuve que ir al dentista, sufría como un condenado, te arreglaban las caries sin anestesia de boludos que eran o para ahorrar, cómo saberlo. Y los odio por las dudas también, un odio que surge en mí como un géiser venido de cualquier parte, un odio que podríamos decir es parte constitutiva de mi fracasado ser, una especialidad de la casa.
Fui el lunes al dentista. Me dio la mala noticia y fijamos fecha para la extracción de la muela para el jueves a las dos de la tarde.
El jueves a la mañana estaba por irme a trabajar y sonó el teléfono. Temprano a la mañana, raro. En mi domicilio por lo general hace años que no suena el teléfono. En mi domicilio por lo general, si suena el teléfono no lo atiendo.
Atendí. Era una mujer, la mujer del dentista. Para avisarme que la noche anterior había fallecido la madre, la madre del dentista. Un imprevisto, una desgracia. Me dijo que el dentista, su marido, le había pedido que me llame. El dentista estaba mal, estaba triste por la muerte de su madre, me pasaban el turno para el martes siguiente, el martes de la otra semana.
De más está decir que la noche anterior al llamado, la noche anterior al día de la extracción de la muela yo no dormí. Tuve palpitaciones, transpiraba, cerraba los ojos y soñaba que la anestesia no me tomaba, el dentista tomaba una pinza, una pico de loro y tiraba con todas sus fuerzas desde adentro de mi boca hasta que algo se rompía.
Esperé hasta el martes siguiente, seguí tomando los antibióticos, lloraba de noche, pensaba en lo triste que es perder una muela como un avión que va perdiendo los tornillos, parte del fuselaje en pleno vuelo, la vida.
Llegó el martes, yo estaba psicológicamente destrozado. Pensé en volcarme a la religión, pensé en urdir un robo a un banco y huir a la costa, vivir con dos o tres perros de playa, dejarme la barba, bañarme una vez por semana.
Estaba por irme a trabajar y sonó el teléfono, otra vez. Martes a la mañana.
Era la esposa del dentista, casi en un hilo de voz. Su marido, el dentista, no había podido resistir la muerte de su madre. Se había suicidado, se tiró por el balcón el fin de semana. Tuvo un acceso de llanto, la mujer, y después cortó. Dijo ‘disculpe’, y cortó.
Yo llevaba cinco noches soñando con la gigantesca tenaza, el tirón, el dolor más allá de lo imaginable, la tibia sangre manchándome la pechera de la camisa. Mientras tanto no me habían sacado la muela, se había muerto la madre del dentista, el dentista se había suicidado, se había tirado por el balcón después de fumar un parliament.
Bajé a la calle, tenía tiempo para tomar un café, los árboles siseaban una dulce melodía de otoño. A veces estás vivo y todavía existe el café y un perro mueve la cola y eso alcanza.